martes, 8 de mayo de 2012

En Bohemia, con Ligne y Casanova

Jacobo Jerónimo Casanova

Hay personas que dan más importancia al placer que a la felicidad y otras que no saben distinguir la felicidad del placer; al fin y al cabo da lo mismo y, a la hora de enfrentarse con la verdad y tenerlo que hacer ante un folio en blanco, viene a ser como matar el tiempo haciendo solitarios, que los franceses llaman jeux de patience, en los que ya no cabe hacer trampa.

Ya en el prefacio de la Historia de mi vida, Jacobo Jerónimo Casanova reconoce la facilidad con la que pongo en el papel mis razonamientos sin tener necesidad de paradojas ni de retorcer sofismas sobre sofismas hechos más para engañarme a mí mismo antes que a mis lectores, a los que no le gustaría colarles una moneda falsa a sabiendas. Casanova sabía mucho de juegos de azar y de lances amorosos, y no puede decirse que saliera bien parado de los enredos en que no tenía más remedio que meterse. De los italianos solía decir Longanesi que eran buoni a nulla ma capaci di tutto y alguna vez me he preguntado, tal vez ociosamente, si el dicho no era aplicable a Casanova. Prueba de ello es que en el ocaso de su vida fue capaz de escribir unas memorias que, a la vez que nos pintan el gran fresco de la segunda mitad del XVIII, no hubieran sido posibles sin el encadenamiento de amoríos, viajes, inventos, mixtificaciones, duelos, estafas, cuentas con la justicia, trampas, imposturas, seducciones y embelecos en que esa vida consistió. Los resortes de que disponía, que eran sobre todo el físico y la labia, una cultura más vasta que profunda y un acreditado don de la conversación, le abrieron puertas de difícil acceso para el común de los mortales, desde las del torno de una clausura a las de las grandes Cortes europeas.

La gran virtud de Casanova, y lo que lo hace simpático, es que llevado por su temperamento a buscar el placer y satisfacerlo plenamente, procuró siempre que las pasiones que sintió y que encendió no destruyeran la felicidad de las mujeres que las compartieron. Dice Robert Abirached que Casanova es en ese sentido el anti Don Juan, pero también dice que es con Napoleón el único hombre de su siglo que logró en vida metamorfosearse en símbolo. La época abunda en personajes simbólicos que son entes de ficción, desde Fausto a Fígaro pasando por Julián Sorel o Rastignac o Carmen o Werther o Emma Bovary, pero la vida de Casanova era ya un libro abierto antes de que la pusiera por escrito, y hoy miramos con envidia a los testigos, muchos de ellos ilustres, de su vida y milagros, de sus arbitrios y sus amoríos, de sus proezas y sus fechorías. Hijo de la farándula como era, no tuvo más remedio que tomar a Europa por escenario y en él hacer toda suerte de números, esos números de los que tanto se reía él mismo cuando en la biblioteca de Dux los pasaba al papel.