sábado, 24 de septiembre de 2022

Vida del pintor Bonifacio. Las pavesas de Rubens II

  


BONIFACIO

Turner, 1992

 Ignacio Ruiz Quintano

 

QUINCE
Las pavesas de Rubens II


Bonifacio, como pintor, se hace en Cuenca, que, por estar en lo alto y tener de una parte y de otra los hocinos de los dos ríos, la compararon a la cuenca del ojo, según la justificación que hace Cobarruvias de una ciudad hecha, más que para pintores, para ciegos (“…dícese irónicamente por el cuidado con que se debe andar por ella, especialmente si es invierno y están heladas las calles”), y en Cuenca abre Bonifacio su casa y su estudio, lejos de los curas y cerca de los gitanos.

Bonifacio comienza a llevar en Cuenca la vida de canónigo, no exenta de cierta gula eclesiástica. En Cuenca dispone de tiempo, y también de ocho mil pesetas mensuales de su contrato con la Galería de Juan a Mordó.

Son los tiempos en que Antonio Saura escribe El código armenio, título de un texto importante para un catálogo de Bonifacio. Para escribirlo, Saura se inspira en los Consejos a un pintor de un códice armenio de 1489 conservado en la Biblioteca Nacional de París, y escribe que “las obras de Bonifacio de 1968 constituyen el ejercicio espiritual necesario a fin de que las aparecidas madejas del deseo acaben por concentrarse; su obra se concreta precisamente en el mundo del deseo, en el erotismo traspasado po lo imaginario: la pintura que Bonifacio realizó en los últimos años lo convirtieron en el más cercano pariente de un Rubens calcinado”.

Los catálogos, en la pintura, desempeñan una función similar a la de los banquetes en la literatura: sirven para adquirir relaciones y ver el nombre y el retrato del catalogado en los periódicos.

El códice armenio de Antonio Saura data de 1971, y el hecho de que un hombre como Saura haya sorprendido en él a un hombre como Bonifacio, “inundando los espacios habitados con las vulvas, senos y nalgas de la suprema belleza”, representa un honor que excede los límites de los periódicos, no ya de Cuenca, sino de España entera.

Bonifacio es un personaje extraordinariamente mal dotado para las relaciones y aun los retratos periodísticos, y acepta los honores que Saura le dispensa con esa predisposición de ánimo propia de quienes no tienen dinero o son muy jóvenes. Después de todo, Bonifacio, si no es joven, es nuevo en Cuenca, y si no es insolvente, está entrampado, porque por esas fechas, harto del minimal y demás yerbas, ha decidido cambiar de estilo, y ya no vende.

Esto fue, dice Bonifacio, que Zóbel trajo a Cuenca a los dueños de una galería neoyorquina: “Vieron los cuadros claritos que tengo en el Museo, y se les antojó una exposición de pintura de ese tipo. ‘Yo no pinto eso’, les dije. Y ahí quedó la cosa”.

Pero Bonifacio, que no es renuente a pagar sus deudas –aunque “el deber sea un don de gentes”, como bien había aprendido en su época taurina–, tampoco renuncia a pintar como le peta, pero de estos asuntos no discute Bonifacio en el auto de Juana Mordó, porque Juana, como dice Bonifacio, trataba a los pintores como a sus hijos y con una gran educación.

Del auto de Juana Mordó, recuerda Bonifacio cómo en Madrid se había prestado ella a llevarlos a él y a sus niñas al parque del Retiro, y que de pronto, en una de esas calles de cuidado laberinto que lo rodean, todos los automovilistas, al cruzarse con ellos, chillaban y hacían señas obscenas, mientras Juana, sin darse cuenta de que circulaban en dirección prohibida, los saludaba atentamente, ponderando cuánta gente la conocía. Por no hablar del día en que, para estacionar, destrozó en Madrid el doscavallos de Antonio Lorenzo, ni de la noche en que, con Bonifacio y Flores de pasajeros, emprendió viaje a Santillana del Mar para asistir a una exposición en la Torre del Merino y bajaron el puerto del Escudo en el viejo Fiat que le había vendido Chillida, dándose palique para que Juana no se durmiera.

Mal Pegaso es Bonifacio para ponerse a tirar de un arado.

 

Juana Mordó