martes, 5 de marzo de 2024

Flacostalgia: aprendiendo a morir



Orlando Luis Pardo Lazo

Hypermedia


Su nombre era Flaco y desde que nació, en cautiverio, tenía un porte imperial.


Pertenecía a una estirpe extranjera, pero había sido engendrado y parido aquí, un par de fronteras falsas al sur de New York, a donde se mudó a las pocas semanas de nacido. 


Es decir, a donde lo mudaron los peritos del sistema penitenciario de zoológicos y parques y reservorios y demás instituciones que se inventa el Estado para “conservar” lo que ellos mismos ya han extinguido.


Flaco era un águila-búho eurasiática. En definitiva, una de aquellas lechuzas de nuestra infancia televisada. Con su envergadura inflaba bellamente el misterio de una ilusión popular. Con él, volábamos.

 

Su signo era Piscis, por partida doble. Porque nació el 15 de marzo de 2010. Y porque murió, de manera violenta, la noche amarga del 23 de febrero pasado.

 

Bajo la luna repleta de Manhattan, su cuerpo apareció tirado en el suelo, a la altura de la calle 89 oeste de la ciudad. No sé si lo reconocerían en su hora trágica, pero alguien llamó al Wild Bird Fund y se lo llevaron cadáver para realizarle una autopsia. O varias. Para tasajearlo y averiguar qué le pasó a este pájaro postulable para ser alcalde vitalicio de Nueva York. 


Tal vez Flaco se equivocó y se dio un golpe contra algún obstáculo arquitectónico. Tal vez hacía días que pandeaba los cielos invernales, medio envenenado por comer la fauna ponzoñosa de la megápolis, como las palomas y ratas que después vomitaba (las primeras son epizoóticamente más peligrosas). 


O tal vez su aparición fisgona asustó a un vecino del edificio, que cogió un palo y miserablemente le dio el trastazo que lo mató.


Dicen que hay un video de vigilancia en que se le ve desplomarse del cielo. Como un bólido que desafía la aerodinámica sentimental de la ornitología.


Flaco se había escapado de su jaula, después de 13 años de cómodo y cruel cautiverio. En febrero de 2023, en uno de esos jueves de exilio, alguien le abrió la puerta y lo liberó de su nativa esclavitud.

 

A ese anónimo ciudadano el zoológico de Central Park lo culpa ahora de la muerte de Flaco, tildándolo de “vándalo” para, de ser posible, encausarlo. Léase, encarcelarlo. Todos quieren meter presos a todos en democracia. Al parecer, algunas esclavitudes no se merecen el privilegio de un acto de emancipación.


Toda vez en libertad, Flaco tuvo que aprender a volar. Y a orientarse. Y a protegerse de las inclemencias del tiempo. Y a ulular para seducir a la hembra de su especie que no existe hoy en Norteamérica. 


Por aprender, aprendió incluso a alimentarse. Como debe hacerlo un bebé. Lo que implica, saber matar a tiempo para que no te maten. Esta es la verdad más elemental de la Madre Natura. No hay química del carbono que no sea caníbal. Las moléculas orgánicas son la base material del horror.


De febrero a febrero, Flaco fue enamorando a los neoyorquinos al estilo de un Cupido con cejas como cuernos de anciano patriarcal. 


Hombres y mujeres, solitarios y solventes, encontraron una misión en el mundo y salieron de sus hogares para documentar el día a día del ave rapaz. La libertad de Flaco era, de pronto, nuestra propia libertad.


Se trataba de una relación peculiar, que borraba las trincheras no sólo del tedium americanensis sino también las del cansancio político que ha vulgarizado la magnificencia de esta nación, envejeciéndola al estilo de la exhausta Europa.


Flaco parecía actuar para Nueva York. Desplegar su hermosura de garras emplumadas para la urbe que nunca despierta. Bárbara biología sin las máscaras culturales de la civilización.

 

Habitante congénito de su zoo, se había habituado a habitar ante millones de seres humanos. Como los animales domésticos, Flaco mismo lo era, en toda la etimología endémica de la palabra: un ser humano.


Comenzó a bajar y subir, sobrevolando los uptowns y downtowns de las cuadrículas indocumentadas de Manhattan. También, comenzó a cruzar de este a oeste y de oeste a este, para rehuir el acoso de los cuervos, siempre tan pandilleros. 


El prosencéfalo de Flaco fue reconstruyendo el mapa emotivo de una comunidad que, antes de él, no existía. Y que, después de su súbita desaparición, no existirá.


De ahí el luto. En su árbol huérfano del Central Park, los viudos y viudas de Flaco se reúnen para desconocerse en persona, tras un año de intimidad por internet.


Allí le dejan poemas, cartas, fotos, prendas, postales. Entre las raíces asomadas bajo el tronco le siembran muñecos de peluche para exorcizar el olvido, si bien no hay tótem que contenga las aguas borrosas del Leteo.


Para los cubanos sin Cuba, el accidente o el crimen de Flaco es el clavo póstumo que clausura el ataúd de nuestra cubanía sin cuerpo. 


Sin Flaco aquí, en las madrugadas de like y share, nos damos un poco más cuenta de lo que pasa: somos nosotros los que vamos cayendo en tierra de nadie. Cómo bólidos bajo vigilancia, incluso a la hora en que nuestra Historia cabe completa en un adiós a imitación de un aullido.