Ignacio Ruiz Quintano
«Vivir es caminar breve jornada, / y muerte viva es, Lico, nuestra vida.» Pero, ¿qué le vamos a hacer? Tal como aparece en Quevedo, la única diferencia entre la materia viva y la materia muerta es de tipo químico, y la biología acaba de dar el primer paso para crear vida en el laboratorio. ¿Qué es, pues, la vida? ¿El punto culminante hacia el que avanza el conjunto de la creación para la cual los millones de años transcurridos no han sido más que una preparación increíblemente extravagante? ¿Un mero producto secundario, accidental y posiblemente sin ninguna importancia, de los procesos naturales, que tienen otros y más estupendos fines en perspectiva? ¿Algo con la naturaleza de una enfermedad, que afecta a la materia en su vejez? ¿La única realidad que crea, en vez de ser creada, las masas colosales de estrellas y las nebulosas, y las perspectivas casi inconcebibles del tiempo astronómico?
«¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y grita durante su hora sobre la escena, y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!...», contesta famosamente Macbeth, que habla por Shakespeare, de cuyo sentido común (el más inglés de todos los sentidos) participaba sir James Jeans al plantearse un montón de preguntas sin respuesta que lo llevarían a sostener que con los universos, como con los mortales, la única vida posible es avanzar hacia la tumba. O hacia el laboratorio, claro.
En la posguerra madrileña y tertuliana era motivo de regocijo el cuento que Eugenio d’Ors hacía de doña Emilia Pardo Bazán, que en un libro de cocina había escrito al empezar una receta: «Se coge un cerdo y se le castra.» Pues esto es lo que más o menos ha venido a hacer el científico Craig Venter con una bacteria que se llama «Mycoplasma genitalium» y que vive en el tracto urinario humano: quitarle uno por uno los genes hasta dejarla con los indispensables, unos trescientos, para mantenerla viva. Al lado de los cien mil que constituyen el genoma humano, trescientos genes parecen un comienzo al alcance de cualquier cocinillas de laboratorio dispuesto a ponerse el mandil de sabio para completar la receta de la vida, aunque se trate de la vida de un pobre «Mycoplasma genitalium», algo que uno sólo consigue imaginarse bajo el aspecto de una ladilla.
Es curioso que este modesto primer paso hacia la vida artificial haya de relacionarse, siquiera por sinestesia, con los apetitos venéreos, es decir, con el sexo, la más antigua de las teorías populares de la vida. La más moderna sería la del tabaco, que, según la conocida advertencia de las Autoridades Sanitarias, produce impotencia y, si no, «daña al futuro hijo», lo cual acaba por volver loco a cualquiera. (Tolstoi, por cierto, lo consideraba tan malo como el sexo, y, como en todos los trabajos se fuma, los asesinos de sus novelas, antes de meterse en faena, solían echarse un cigarrito a fin de procurarse la necesaria furia homicida.) Mas ocurre que lo que desde el punto de vista de un lego parece ser una especie de ladilla, desde el punto de vista de un observador científico sólo es un mecanismo fisicoquímico complejo, que se autorregula y repara a sí mismo. Lo tiene escrito E. S. Goodrich, hace muchos años, en la Enciclopedia Británica: «Desde este punto de vista, lo que llamamos “vida” es la suma de sus procesos fisicoquímicos, que forman una serie interdependiente continua sin la menor fisura y sin la interferencia de ninguna fuerza misteriosa extraña.»
Sin embargo, el fundamentalismo contemporáneo, que recibe el nombre de bioeticismo, no carga contra el enciclopedismo de Mr. Goodrich, sino contra el aventurerismo de Mr. Venter, que ha hecho andar a la ladilla. Es el mismo fundamentalismo que se opuso a la anestesia, porque suponía una forma de ir contra la voluntad divina, y contra la vacuna, porque suponía la inoculación del bestialismo.
Craig Venter
En la posguerra madrileña y tertuliana era motivo de regocijo el cuento que Eugenio d’Ors hacía de doña Emilia Pardo Bazán,
que en un libro de cocina había escrito al empezar una receta: «Se coge
un cerdo y se le castra.» Pues esto es lo que más o menos ha venido a
hacer el científico Craig Venter con una bacteria que se llama «Mycoplasma genitalium»