domingo, 10 de mayo de 2020

ANANKÉ 3

 Daniel Defoe

 Jean Juan Palette-Cazajus

Este último extracto de la obra de Daniel Defoe vierte sobre los peligros del inevitable ansia de acercamiento de los humanos tras los momentos del distanciamiento y superarse el «pico» de la plaga, lo que hemos dado en llamar «desconfinamiento». La modernidad del tono, el contenido premonitorio y el carácter general de advertencia tienen que resultar muy próximos a las preocupaciones actuales de quienes se tomen el interés de leerlo. No habrá necesidad de mayor introducción.

III. ACERCAMIENTO : - «Recuerdo que mi amigo el doctor Heath, que había venido a verme la semana anterior, me aseguró que el mal terminaría por apaciguarse dentro de unos días […]. Observe, me dijo, a juzgar por el número de los que en este momento están enfermos, la última semana deberían haberse producido veinte mil muertes en lugar de ocho mil si la mortalidad hubiera sido la misma que los quince días anteriores, ya que entonces se moría al cabo de dos o tres días. Ahora se necesitan lo menos ocho o diez. Y si entonces de cada cinco enfermos no sanaba uno solo, he observado que ahora de cada cinco sólo mueren dos. Créame, el registro de la próxima semana mostrará una disminución, y ya verá que muchos sanarán. Aunque en estos momentos haya una verdadera multitud de personas afectadas, y aunque todos los días muchos caigan enfermos, el número de muertos disminuirá, porque la malignidad de la enfermedad va debilitándose. Y añadió que empezaba a tener esperanzas, e incluso más que esperanzas: la crisis de la infección había pasado y ésta, señaló, se iba. Y las cosas ocurrieron así.

El registro de la semana siguiente, la última de septiembre, indicó una disminución de dos mil, por lo menos. Es cierto que todavía la peste azotaba de un modo terrible, y que el siguiente registro acusó 6460 muertos, y el subsiguiente 5720. Pero la observación de mi amigo había sido, pese a todo, justa, y reconocimos que los enfermos sanaban más rápidamente y, en mayor número que antes. De no haber sido así, ¿en qué se habría convertido la ciudad de Londres? Según mi amigo, no menos de 60.000 personas se hallaban infectadas en esos momentos, de las cuales, como he dicho, murieron 20.477 y sanaron unas 40.000; en tanto que, si las cosas hubieran seguido como antes, probablemente 50.000 de ellos habrían muerto, si no más, y otros 50.000 habrían caído enfermos.[...] Pero la observación de mi amigo fue más evidente algunas semanas más tarde: la disminución continuó, y a la siguiente semana de octubre hubo 1843 decesos menos. Y aunque la peste sólo se había cobrado 1413 víctimas, era visible que había un elevado número de enfermos, un número mayor que de costumbre, y que todos los días se producían nuevos casos. Con todo, la malignidad de la enfermedad menguaba
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 Londres, 1665
El carro de los cadáveres

[...]En un primer momento, al primer temor de contagio, la gente se evitaba, todo el mundo huía de una casa a otra, escapaba de la ciudad con un miedo indecible; ahora, en cambio, se difundía la idea de que la enfermedad había dejado de ser contagiosa y que los infectados no morirían. Cada día se vio sanar a un gran número de personas que habían estado realmente enfermas. Entonces se hizo presente una temeraria valentía; la gente se despreocupó de sí misma y de la infección, hasta el extremo de no prestar a ésta más atención que la que se concede a una fiebre cualquiera. No sólo se mezclaban audazmente con quienes tenían bubones y carbuncos purulentos y que eran, por tanto, contagiosos, sino que además comían y bebían con ellos, en sus propias casas, a donde los iban a visitar, y hasta en sus propias habitaciones, donde se hallaban acostados, según se me ha dicho. A mí esto no me parecía racional. Mi amigo el doctor Heath decía -y la experiencia lo probaba- que la enfermedad seguía siendo tan contagiosa como antes y que el número de casos era el mismo; lo único que afirmaba es que causaba menos muertos. Pero creo que durante ese tiempo murió mucha gente y que la enfermedad todavía era terrible, como que se hallaba en su paroxismo. [...]
 
Los desventurados que contrajeron la peste se quejaron amargamente, aun después de haber salido vivos, de los que les habían dicho que el peligro ya no existía y se arrepintieron sobremanera de su apresuramiento y de su locura, que les indujo a exponerse al mal. La imprudencia del pueblo no se detuvo allí. Muchos de los que habían dejado a un lado todas las precauciones sufrieron de un modo más horrible aún. Y si muchos escaparon, también muchos murieron. Y por último la temeridad fue causa de un estrago público, porque impidió que los decesos disminuyeran con la rapidez con que deberían haberlo hecho. El hecho es que la idea atravesó la ciudad como un relámpago, y las mentes fueron poseídas por ella, y tan pronto como los restablecidos hubieron señalado la primera gran disminución, advertimos que los dos registros posteriores no señalaban una disminución proporcional. Responsabilicé a la desconsideración con que el pueblo corría hacia el peligro, abandonando precauciones y cuidados y el temor de que antes había dado muestra, confiado en que la enfermedad no lo alcanzaría, o por lo menos no sería ya mortal. Los médicos se oponían con toda su fuerza a aquel rapto de despreocupación y publicaban instrucciones, que distribuían por la ciudad y los alrededores, aconsejando a los habitantes mantenerse prudentes y echar mano a cuanta precaución fuera posible, pese a la disminución de la enfermedad. Pretendían aterrorizar con el peligro de una recaída de toda la ciudad y mostraban que ella podía ser fatal y más peligrosa que toda la epidemia que acabábamos de sufrir. Y lo hacían con muchísimos argumentos y razonamientos -demasiado extensos para repetirlos aquí-, para explicar y convencer. Pero en vano.
 
Aquellas audaces criaturas se hallaban tan poseídas por el júbilo, tan contentas de ver la corroboración en los registros semanales de una amplia disminución de la mortalidad, que los nuevos terrores no les hacían mella. Nada podía sacarles de la mente la idea de que la amargura de la muerte ya había pasado. Era como predicar en el desierto. Se reabrían las tiendas, y la gente iba y venía por las calles, se ocupaba de sus cosas y conversaba con el primero que encontraba en su camino, tratárase o no de negocios, sin averiguar siquiera por su salud, sin la menor aprensión, sin temor alguno por el peligro, aunque supiese que se trataba de alguien enfermo. Esta conducta imprudente e irreflexiva costó la vida de muchos de los que, habiéndose antes encerrado con todo tipo de precauciones, retirados de la sociedad, habían permanecido indemnes, por tales medios y por la gracia de Dios, durante todo el rigor de la epidemia. Y digo que la imprudencia llegó tan lejos, que los ministros terminaron por inquietarse y demostraron el peligro y la locura de aquélla. Lo cual calmó un tanto los espíritus, que ahora parecieron más prudentes.
 
Gaceta con recuento de las víctimas

Pero hubo otro resultado, imposible de impedir. El primer rumor halagüeño se difundió no sólo en Londres, sino también en todo el campo, y produjo el mismo efecto. La gente, cansada de hallarse durante tanto tiempo apartada de la ciudad e impaciente por regresar a ella, se dirigió en masa a Londres, sin temor alguno, sin ninguna precaución. También las casas recobraron vida y movimiento; casi no había una sola de ellas deshabitada. Por mucho que aún había entre 1000 y 1800 muertos por semana, la gente afluyó a la ciudad como si tal cosa. Era asombroso. Y consecuencia de ello fue que en la primera semana de noviembre la nómina registró un nuevo aumento. De creer a los médicos, más de 3000 personas cayeron enfermas, la mayoría de las cuales eran recién llegados. Un tal John Cook barbero en St. Martin, fue ejemplo probatorio del apresuramiento en regresar no bien la peste comenzó a decrecer.[...] Diez personas componían su familia: él mismo, su mujer, cinco hijos, dos aprendices y una doméstica. No haría más de una semana que había regresado, reabierto su negocio y retomado sus ocupaciones, cuando la enfermedad estalló en su familia. En cinco días murieron todos, excepto uno; vale decir que murieron John, su mujer, sus cinco hijos y los dos aprendices: sólo la sirvienta sobrevivió.
 
[...] Era hablar a tontas y a locas, porque los londinenses se creían [ya] tan resguardados de la peste, que no atendían ninguna advertencia. Parecían creer que hasta el aire se hallaba restablecido y que éste, tal cual un niño que hubiese tenido la viruela boba, no podía volver a infectarse. Lo cual hizo renacer la idea de que la infección se hallaba únicamente en el aire y que el contagio de un enfermo a una persona sana no existía. Esta fantasía cuajó tan bien en el pueblo, que enfermos y sanos vivían en una cabal promiscuidad. Ni los mahometanos, que, llevados por su principio de predestinación, niegan todo valor al contagio y le permiten desencadenarse, pueden ser tan obstinados como los londinenses. Individuos perfectamente sanos, llegados del aire puro de los campos a la ciudad, no tenían el menor reparo en entrar en las casas y las habitaciones y a veces hasta en los dormitorios mismos de aquellos que se encontraban afectados y no habían sanado aún. Cierto es que algunos pagaron con su vida su descarada audacia. Cayeron enfermos, en gran número, y los médicos tuvieron más quehacer que nunca, con la diferencia de que el número de los restablecidos era mayor. Puede decirse que, en general, sanaban, pero el caso es que hubo más personas infectadas y enfermas cuando no morían más de 1000 a 1200 por semana que cuando había de 5 a 6000 decesos semanales, que tanta era la desidia de la gente en medio del peligro de contaminación y del pésimo estado sanitario, y tan poco inclinado se hallaba el pueblo a aceptar el parecer de quienes los ponían en guardia por su bien.» (Daniel Defoe, «Diario del año de la peste»).