Immanuel Kant
No le sentaba
bien la peluca, y de vez en cuando su criado se la enderezaba. Tiene la
nariz colorada y los dedos manchados de tabaco
Jorge Bustos
En la primavera de 1784, James Boswell, el gran periodista cultural de la Ilustración, polilla infatigable rondando candiles como Hume y Rousseau, se encontraba en Königsberg con el propósito de conocer personalmente a otro gran hombre de cuya sabiduría contagiarse: Immanuel Kant. Por entonces Boswell había
fundado ya el género moderno de la biografía a lo largo de las 2.000
páginas y 50 años que ocupó su entrevista vitalicia con Samuel Johnson,
“uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización,
logrado por un individuo que era un vago, un libidinoso, un borracho y
un snob”, en palabras de Lytton Strachey. O sea, un periodista.
A este Juan Cruz ideal del Siglo de las Luces todo
le salió mal en la vida. Quiso ser oficial de la guardia real, juez
respetado, abogado de prestigio, buen marido y autor famoso, pero le
faltaron disciplina, continencia, discreción y dinero para todo ello. Ni
siquiera su monumento biográfico a Johnson le granjeó
el respeto social, sino penosos litigios con las fuentes clamorosamente
reveladas en el texto eterno. Hasta la familia se avergonzaba de él:
cuenta Giralt Torrente que su bisnieta, cuando recibía
invitados en la mansión familiar, adoptó la costumbre de animarles a
tirar al blanco sobre el retrato del infame bisabuelo, hasta que quedó
hecho trizas. Pero aquella incorregible, metódica traición del off the record, si no el reconocimiento siempre caprichoso de la contemporaneidad le valió la inmortalidad literaria, y cuando Rosa Belmonte me informó por Twitter de la caseta donde hallaría la escueta visita que Boswell le
hizo al sabio de Königsberg, no tuve ningún reparo en pagar un euro por
cada una de las diez octavillas en que consiste el librito.
“El señor Kant es de pequeña estatura,
extremadamente flaco, y tiene un hombro más alto que otro. Tiene la
frente alta y despejada, y los ojos azules, grandes, en los que asoma
una mirada melancólica, aunque su porte es vivaz, tanto que en nada
recuerda al de un pensativo y apesadumbrado metafísico. No le sentaba
bien la peluca, y de vez en cuando su criado se la enderezaba. Tiene la
nariz colorada y los dedos manchados de tabaco”. La audiencia la había
conseguido Boswell por mediación de su amigo Adam Smith, el mismo que sonará a Toxo y Méndez por fundar el liberalismo económico. Smith conocía a Green, comerciante próspero e íntimo de Kant –al que llamaba Manny, como Toni Montana a
su lugarteniente–, que era accionista de la sociedad mercantil Green,
Motherby & Co., dedicada al comercio de maderas, frutas y especias.
Green quedó con Boswell y le llevó a casa de Kant, con quien estaba
concertada la cita a la una. La puntualidad del profesor era legendaria
al punto de que los vecinos de Königsberg ajustaban los relojes cuando
veían a Don Manuel emprender su paseo diario. Un día no salió, dicen que por estar absorto en la lectura del Emilio rousseauniano,
y cundió el pánico por el pueblo. De chico había sido tan pobre que se
pagó los estudios apostando al billar, juego en el que llegó a ser un
virtuoso. Paul Newman interpretaba sin saberlo al príncipe de la inteligencia moderna en El buscavidas.
Kant se presentó ante Boswell 20
minutos antes de lo previsto, que es el colmo de la puntualidad alemana:
adelantarse, como hoy se adelantan a rescatar a las naciones dizque
insolventes. Empezaron el almuerzo-coloquio en latín, propusieron luego
el francés y acabaron celebrándolo en alemán. Aquello sí era una
tertulia, no lo de 59 segundos. Y Kant se puso a hablar:
—No debe un hombre mimar a un niño chico. Hay en el mundo menos amor
del que tienden los niños a suponer, y no es acertado que un hombre
aumente la cuantía del engaño y la ilusión en que viven. Los mimos
corrompen no sólo a los niños, me atrevo a aventurar que incluso a sus
padres. La empalagosa simpatía y la compasión sensiblera son fastidiosas
para los hombres que piensan como se ha de pensar. Cierto que quizá no
deseemos ver a las mujeres del todo libres de esas blandas
disposiciones...
Pero cuando Boswell, hambriento de aprendizaje como un pijo en un máster, quiso reconducir la charla a la refutación del escepticismo empirista de Hume, Kant protestó jovialmente:
—Señor, la verdadera metafísica de la vida está en el buen comer y
beber. Así que tengo por máxima no considerar temas especulativos
mientras se almuerza.
Y llegó Green, de considerable estatura, y se llevó a Manny a dar su paseo, “como una gran gallina clueca con un polluelo muy pequeño”. Y cuando Boswell reparó
en que acababa de comparar mentalmente al gran filósofo con una
gallina, cuenta que ya le duró el buen humor el resto del día, como le
pasa a uno cuando al fin apresa a cualquier milhombres en una metáfora
irreverente.
Señor, la verdadera metafísica de la vida está en el buen comer y
beber. Así que tengo por máxima no considerar temas especulativos
mientras se almuerza