domingo, 6 de mayo de 2012

José Mourinho: "Yo no pertenezco a la tribu"



Ignacio Ruiz Quintano
Abc
    
Cuando mi hijo andaba por los 14 años, patinaba en Colón y tenía dos ídolos: Tony Hawk, el mejor “skater” del mundo sobre rampa, y el entrenador (¡un entrenador de fútbol!) del Chelsea, José Mourinho.
    
De Mourinho sabía uno por aquella tela de araña magnífica que fue, de pronto, su Oporto, y, para mí, ahí había quedado la cosa, hasta que el chavalerío madrileño del “skate”, liderado por un irlandés de Cork que se había hecho del Chelsea por Mou (¡mi primer mourinhista!), hizo que me fijara en el personaje.
    
¿Cómo puede ser que tu hijo venga cada día a casa con una multa de Gallardón (martillo de “skaters”) y un cuento sobre Mourinho?

    Y a Valdebebas, con el director de ABC, Bieito Rubido (albacea, por cierto, de los saberes del grande Arsenio Iglesias), y Tomás González Martín, fui para preguntarle únicamente eso a José Mourinho, el portugués “viril, seco, íntegro, profesional, competitivo y de una moral señorial” del que Hughes tiene dicho que es como un Nietzsche que se puede explicar en la escuela.
    
¿Cómo explica usted su fascinación sobre la juventud?

    Valdebebas huele a spa.
    
Uno espera dar con el campo de entrenamiento de la Compañía Easy en “Band of Brothers”, y resulta que el nido de águila de Mourinho es un spa mitad Redacción de periódico, con estantes para las noticias de los fichajes, y mitad oficina de Correos, con estantes para las cartas de los goles.

    Sala de jugadores, decorada con posters de estrellas madridistas en mueca y grito de “Apocalypto”.
    
Sala de ayudantes (Faria, Louro, Morais y Karanka), con actividad frenética, como de Houston en día de vuelo (la verdad es que en un rato vuelan a Granada).

    Y, al fondo, el despacho del jefe, ese tipo de “irresistible y agresiva brillantez”: periódicos portugueses e italianos (“en Italia me sentí muy amado”); una silueta de Mou con su dedo en alto (el dedo de Número Uno de Luis Miguel en Las Ventas); la fotografía de su llegada al Real Madrid (“aquí sí que era yo joven”); balones en lo alto de un armario; y humanizándolo todo, las fotografías familiares (esposa, hijos) y una Biblia.

    La Biblia (de tapas encarnadas) sobre la mesa de Mou.

    San Francisco jugaba con la Biblia a la ruleta: abría al azar una página y decía: “¡Así lo haremos!” Del mismo modo San Agustín dio con el texto que cambió su vida. Y Balduino, rey de los belgas, le contó a Ratzinger que en los momentos de apuro abría la Biblia y daba con la palabra que le indicaba el camino.
    
A don Santiago Bernabéu le hubiera vuelto loco (para bien) José Mourinho.

    Bernabéu decía que hablar de entrenadores era como hacerlo del sexo de las avispas. Su ideal era una mezcla de artista y científico. Y una figura sagrada.
    
A “pura filosofía” redujo Bernabéu el secreto del Madrid:
    
La Causa está por encima de todo. Cuando alguien traiciona la Causa hay que borrarlo definitivamente, sin contemplaciones ni sentimentalismos.
    
Dice Mourinho que sólo Florentino Pérez (“si quieres ser el más importante, tienes que entrenar al Real Madrid”) podía sacarlo de Italia y apuntarlo a la Causa. Ganar, ganar y ganar. Mourinho, o la voluntad de ganar. Entre empatar el Madrid y perder el Barcelona o ganar el Madrid y ganar el Barcelona, elige lo segundo. Que lo bonito, dice, no es entrenar al Madrid, sino ganar con el Madrid. Que él no ha venido aquí a ganar al Barça, sino a ganar con el Madrid, luego de haber aprendido a ganar en cuatro culturas diferentes.
¿Cómo jugar para ganar en cada país? Ése es el reto.
    
Mourinho persigue en su fútbol la emoción resultante de mezclar talento y corazón. Y presume de que, en sus manos, los futbolistas son mejores. En el alirón Casillas le reconoció el acierto de tanta exigencia. Y cuenta que Rui Faria le habló una vez de rebajar esa exigencia, y cómo al rato volvió y dijo: “Claro, que si no fueras así, nosotros no estaríamos aquí”.
    
“Aquí”. Los filósofos creen que existir no es otra cosa que la puesta en escena de una diferencia aquí-allí.
    
Mourinho defiende que quien trabaja aquí (donde Aquí es la Causa) tiene que ser un enamorado del fútbol y del Club.
    
Lo de Club ponlo con mayúscula, no se te olvide –decía Bernabéu a los periodistas.
    
Y si (como en su caso) uno no nace madridista, hay que absorber, insiste Mourinho, la historia y la cultura del Club y convertirse en un madridista. (Pienso en Pepe y en Cristiano). Por eso su ilusión es un estadio más festivo.

    Doce años de entrenador, ocho de ellos fuera de Portugal. Y feliz en Madrid. En familia. “Calladitos, como siempre hemos hecho.” Viviendo para el fútbol, mas no para el entorno del fútbol.

    –Yo no pertenezco a la tribu.
    
¿Católico? Sí. ¿Otra mejilla? Según. (El pacifismo cristiano del receptor de bofetadas se agota en el número dos, puesto que no hay tercera mejilla que ofrecer.)

    Manos grandes, muy masculinas.

    Uno va a ver a Mourinho con el prejuicio aquél de Richard Ford de que con los deportistas puedes estropearlo todo si les hablas en tu tono normal (les asustaría mortalmente, pues les demostraría que el mundo es más complejo de lo que les ha enseñado su entrenamiento).
    
Pero Mourinho domina la cortesía que habla de lo caballeresco, de las soberanías secretas de la sinceridad.
    
Si los jóvenes me reconocen es porque soy un joven de 49 años. Con fuerza. Con carácter. Y sin corrección política para esconder mis defectos.
    
Hay mourinhismo (blanco) para mucho tiempo, dicho sea para disipar el temor de Pedro Ampudia de que Mourinho pudiera ser un Ethan Edwards (“Centauros del desierto”) eternamente crepuscular, tras el que siempre se cierra una puerta.