Jerónimo Molina
No creo que nadie, ni siquiera los primeros pensionados de la Junta de Ampliación de Estudios que regresan de Alemania, en pequeñas y patrióticas oleadas desde 1907, haya utilizado en España el vocativo “Profesor” con tanta profundidad y elegancia, respeto y afecto como los que pone en el tratamiento de don Dalmacio Negro Pavón su alumno Jorge Sánchez de Castro. El “Profesor”, “nuestro Profesor”, como también le llaman los convidados a su seminario –un banquete del cual, desde hace cuarenta años justos, sin que muchos lo sepan todavía, se nutre la España futura–, se nos murió. Se apagó, al descuido, el día de su cumpleaños, el 23 de diciembre de 2024, su dies natalis ya para las moradas eternas; por sorpresa, como quien participa en un escaqueo de distracción, previo al “golpe de mano” –táctica aprendida por don Dalmacio en la morería de Larache, en la 9ª Bandera (“Franco”) del Tercio Don Juan de Austria y que solía explicarme para enlazar amenamente sus experiencias en la Legión con la definición del coup d’État de Naudé–.
Creímos, el primer ingenuo uno mismo, que su energía, la misma que irradia el Don Quijote de Maeztu, era inextinguible. Aunque en “un día de angustias pued[e] madurar [el hombre] por completo”, confiábamos, tal vez, en que “aún no [estaría] en sazón” su humanidad, como escribe en unas páginas bellísimas, en Desolación (1922), Gabriela Mistral. Llegué a concebir, incluso, una de esas ideas sin fundamento que nos acompañan muchos años y nos reconfortan: que tal vez no fue advertida su presencia en el siglo, que acaso estaría siempre con nosotros, “como la espiga en la que no reparó, pasando, el Segador”. Pero sé que esto no es más que uno de los “universales del sentimiento”, algo que me contaba mi padre, extasiado en la contemplación de esos viejos valetudinarios (estampas de Gabriel Miró) que dan compaña en los pueblos y de los que parecía que, por alguna confusión o cambalache en sus estadillos abscónditos, Dios se había olvidado. Leído en la Mistral, lo del cereal y la siega, tan escatológico, suena distinto, pero no más bello, pues estos universales, “voz viva”, que no “eco inerte” (Antonio Machado), valen lo mismo enunciados por un labrador que por un espíritu del porte de la poeta chilena.
Debemos a Dalmacio (estoy pensando, ahora caigo, en aquel sonado “Debemos a Costa” [1911], también de Maeztu) tantas cosas. Sus libros y su magisterio. El concepto de Estado (“La historia moderna-contemporánea de España resultaría más inteligible si se emplease con exactitud el concepto Estado”). Una historia de las formas del Estado y la estatalidad en sus múltiples facetas (la teología política del Estado; el Estado moral o Estado-iglesia; la historicidad del Estado frente a la persistencia del gobierno). La dilucidación de la tradición política de la libertad. El liberalismo triste, la forma superior del realismo político o, como sugiere Carlo Gambescia, que tenía bien calado al Profesor, del realismo político ad quem. Pero le debemos también una manera de ver el mundo e, inscrito en él, la política, “piel de todo lo demás”, opinión de Ortega y Gasset cuyo sesgo, a favor o en contra, nunca he sabido captar del todo, quizá porque tampoco tuve la certeza de que el filósofo hablara en realidad de la política. Deudos suyos, don Dalmacio nos ha enseñado con su ejemplo que en política no caben ni la desesperación ni la indignación, actitudes incompatibles con la genuina inteligencia de lo político, un sector de la vida humana colectiva del que sabemos poco y del que también olvidamos casi todo periódicamente. La metapolítica es el ávido arqueo cotidiano de un cierto número de banalidades superiores y olvidadas.
Pero lo más importante: a este hombre bueno y feliz, jocundo tantas veces, le debemos la posibilidad de no morir políticamente idiotas. Se lo debemos como hijos, no de la carne, sino del entendimiento, pues son segundos padres los maestros. Lo de la paternidad en segundo grado se lo escuché a Pedro Laín Entralgo en una conferencia o acaso alguien lo dejó caer a mi lado; pero lo mismo pudo escribirlo Aristóteles, el del zoon politikón o un Maquiavelo, mientras despenaba pajarillos en San Casciano y, in der Sicherheit des Schweigens, “en la seguridad del silencio”, escribía Il Principe. También pudo repentizarlo el hijo de un campesino.
La muerte de don Dalmacio no ha revelado la existencia de una escuela (“las escuelas no existen, son clasificaciones abstractas que se hacen para ordenar la historia de las ideas”), pero sí la de una como hermandad de viejos y jóvenes –él era el gran Urvater– que participa del mismo lenguaje, que comparte conceptos políticos y cuidados. También las mismas o parecidas lecturas (Luis Díez del Corral, José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri; Carl Schmitt y Bertrand de Jouvenel; Michael Oakeshott y Eric Vögelin; y tantos otros). Precepto mayor de su magisterio, de su extraordinaria vis docente era el Tolle, lege agustiniano con el que solía despedirnos, estudiantes de Políticas, al llegar el verano. El pasado lunes se encontraron muchos de sus alumnos en la despedida del Profesor, insólita reunión que nadie más que don Dalmacio podría suscitar en la España actual, en la que parece que todo el mundo, cuando no va a lo suyo, anda a la greña. Esa tarde-noche se estrecharon los vínculos de solidaridad y se hizo más grande aún la amistad entre todos nosotros.
Responde don Dalmacio al arquetipo profundamente europeo del sabio desinteresado. Su ascética contrautilitaria le ha permitido seguir su propio camino, sin extraviarse, en una década decisiva para la historia reciente de España, la que va de 1985 a 1995. No puede decirse lo mismo de la entontecida derecha intelectual posfranquista, pedisecua, desde entonces, de la última moda extranjerizante: de la corrección política al patriotismo constitucional, del Austrian Economics al neoconservadurismo.
Don Dalmacio llega a la cátedra de su maestro, Díez del Corral, en 1985 y a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas diez años después. Mientras que el Profesor, en su cátedra de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas, metaboliza el liberalismo para nacionalizarlo mejor, cerca de él, aunque sin conocerse todavía, Gonzalo Fernández de la Mora se bate, desde Razón Española, para hispanizarlo más bien y darle contenido, con sus oceánicas lecturas, a un neofranquismo nonato, homólogo, como explicaba Arnaud Imatz no hace mucho, al soberanismo neogaullista. Sucede entonces que la “derecha intelectual” española, heredera de “casi un cuarto de siglo de oro” (el que va de 1935 1969), vende su primogenitura por la calderilla del cotarro. Se vuelve oportunista porque ya no cree en sí misma. La mayoría se “desolidariza”, como ha dado a entender, por antífrasis, el Profesor, de los maestros con los que se había formado intelectualmente. Con la palanca de la Ley Maravall (Ley de Reforma Universitaria de 1983), los socialistas –expresión manifiesta de un residuo (résidu) español indestructible: el bandolerismo– echan mano de la universidad y se la meriendan en menos de una generación, porque todos quieren hacerse catedráticos. Se quedarán con todo, sin apenas resistencia, al adelantar cinco años la jubilación del profesorado universitario, por “franquista”. Ni siquiera en las “oposiciones patrióticas” de la posguerra llegó a la cátedra una colección de ignorantes como la de los años 80 y 90 del siglo pasado. Advertido, por los síntomas, de que estamos ante un nuevo tiempo-eje, don Dalmacio espera y mira pasar. Algunos de esos teratológicos catedráticos parecían venidos directamente de los Programas de Alfabetización de Adultos. La universidad española, convertida, sin embargo, en el tonel de la Danaides, nunca había caído tan bajo. La ANECA, organismo saprófito, se limita hoy (en inglés) a acelerar su descomposición.
No lo tuvo, pues, fácil el Profesor en esos ambientes. Ni podían ni querían entenderle quienes tenían la obligación de hacerlo. Por su cuenta, don Dalmacio inicia “un giro (schmittiano)”, eine schmittsche Wendung, hacia el realismo político –desde el liberalismo tout court de La acción humana de Ludwig von Mises y Los fundamentos de la libertad de Friedrich A. von Hayek–. Esto, que hoy nos parece obvio, porque se reconoce que siempre tuvo razón, entonces, ¿hace cuántos años? ¿treinta?, no lo era tanto. Y él pagó la patente en la forma de un ostracismo, siempre relativo porque, sencillamente, imperturbable, no se dejó marginar. Vien dietro a me, e lascia dir le genti. No quiso ser un sabio cortesano ni un profesor orgánico, como otros que se han repartido los gajes con los esclavos morales del socialismo español, de izquierdas y derechas. Todos estos perdieron hace treinta años la posibilidad de no morir idiotas. Así que por ahí los vemos hoy, aplaudiéndose mutuamente y consumiendo, viejos alebrados, lo poco que queda ya de todo, de instituciones, de colecciones, de archivos estatales, de autoridad, hasta de higiene mental.
Decía Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote (1914), que “conviene a todo el que ame honradamente, profundamente la futura España, suma claridad en la misión que atañe al concepto [político]”. A forjarlos, por patriotismo y por amor a la verdad, dedicó sus horas a miles el Profesor. Por eso, vale más su obra que todo el Régimen del 78, desfondado también, como la inteligencia política nacional, entre 1985 y 1995. Desde entonces, el relato antipolítico de la fundación de la monarquía parlamentaria ha estimulado una selección inversa de las oligarquías. El gran problema nacional, como decía don Dalmacio, es la ínfima calidad de nuestra clase dirigente, ayuna, particularmente después del franquismo, de una tradición de servicio público que merezca ese nombre. Políticamente enervado y deslegitimado por sus enemigos –débiles como el régimen que tanto desprecian–, el desmayado Estado de las Autonomías da sus últimas boqueadas.
Releía hace unos días, con la vista puesta en una ocasión festiva, una oposición a cátedras fijada para el día de san Dalmacio por el ciego cómputo de plazos de la Ley de Procedimiento Administrativo Común, algunos pasajes de la Galería de amigos de Ramón Carande. Uno de ellos, que me atrevo a copiar, me alienta a seguir, de otro modo, con un diálogo, para mi tan pródigo, que nunca cesó desde que me determiné, en los mismos términos que, con tanta gracia, cuenta hoy aquí mismo mi amigo Jorge Sánchez de Castro, a “desobedecer la unanimidad del prejuicio”: “Ante la velocidad del olvido devorador de recuerdos y cancelador de mercedes, ante la inquietud de la incertidumbre que nos envuelve y nos aparta del pasado, ante el imperio pasajero de las novedades del día, ante un horizonte nublado, me gustaría tener otra vez cerca de mí al maestro que ayer me enseñó y luego me dejó solo”.
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