viernes, 3 de enero de 2025

El último sabio



Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Teníamos dicho que Dalmacio Negro, cuando se fuera (“y parece eterno”), apagaría la luz de “una época que al final habrá tenido un fin”. Se fue el 23, víspera de Nochebuena y día de su cumpleaños, que a eso llamaría Ruano “desnacer”:


Como volver a nacer, esta vez de verdad, para entrar en esa ancha patria que llamamos muerte, donde se despierta de ese ridículo sueño que llamamos vida.


España es atroz, y la desaparición de Dalmacio, que sigue a las de Trevijano y Gustavo Bueno, nos deja políticamente a oscuras: ayunos de pensamiento político y ahítos de lo que lo parece, en expresión de Quevedo. Trevijano descubrió la teoría de la democracia a una nación que no la ha conocido nunca. Bueno descubrió España a un pueblo arrastrado a detestarla siempre. Y Dalmacio descubrió la teoría del Estado a una sociedad que no sabe quitarse los mocos sin una nómina del gobierno (172.000 millones en políticos y funcionarios).


Sin arredrarnos, podríamos extremar a Hobbes (para quien los pensamientos son como escuchas y espías que baten los campos hasta dar con las cosas apetecidas) y decir con soberbia expresividad castellana que el animal locuaz llamado hombre piensa por mor del pienso –avisó don Nicolás R. Rico.


¡El españolejo como animalejo hobbesiano! Al pasear por la ciudad, si cierras los ojos, oirás el rosnar de los liberalios en sus comedores ministeriales; comen como sabañones, con arreglo al principio del esnobismo superior de Santayana, para quien “todos los liberales sinceros son esnobs superiores”. Lo llaman “democracia liberal” (no lo es), que va ya para el medio siglo, un “lustro” de los de Urtasun, ministro de un gobierno que ignora la muerte de un sabio, pero que dedica “pompas estatales” a una cómica que, como dice otra cómica, “ha estado siempre ahí” (no reírse: Steiner define la desconstrucción como una elaboración de la “boutade” de Gertrude Stein: “there is no there there” –“ahí no hay ahí”–). El mismo gobierno aprueba luego el “anteproyecto de Ley Orgánica (en España no hay poder legislativo) reguladora del derecho de rectificación, que forma parte del Plan de Acción por la Democracia”, o sea, la Censura gubernativa.


Trevijano enseñó que no hay más democracia que la americana, y Dalmacio, que los Estados Unidos no tienen Estado, sino (sólo) Administración. Por su funesta manía de pensar, ambos (y Bueno) recibieron la hispánica condena al ostracismo: apartar de la vida pública a los mejores. ¡La consigna masónica del silencio! Son los tres nombres que salvan la dignidad intelectual de este medio siglo de España la más cerril. Dalmacio Negro se ha ido tan sigilosamente que ni siquiera hemos oído la tos del cura (“la cama, la pared, la tos del cura”) que anunciara el poeta, seguramente tapada en la calle por el pimple y la zambomba de la Navidad. Dejan libros únicos (¡no picar, por favor, en los discípulos!), pero a los españoles los libros siempre se les hacen bola.


[Viernes, 27 de Diciembre]

Viernes, 3 de Enero

 


Cuerpo de guardia

jueves, 2 de enero de 2025

Garcilaso



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


En la descripción que hace Ruano en conversación con su amigo de romanerías Eugenio Montes, va Garcilaso por Provenza en las compañías del emperador. Le disparan desde una fortaleza. Le corresponde tomar la fortaleza a un hombre gordo que suda sólo de pensarlo. Garcilaso le dice que se quede, sube él y allí recibe su herida mortal. Esto, según Montes, es elegante y no es dandy.


El dandysmo es la versión anglofrancesa de la elegancia.


¿Puede ser dandy un español?


El punto de coincidencia entre el dandysmo y las virtudes españolas sería la exigencia para uno mismo. Pero el dandy se exige parecer bien y los grandes españoles se distinguen por ser buenos, por ser hombres esenciales y no aparenciales. De otra parte, los valores del dandysmo son valores mundanos, y para el español ha existido siempre el otro mundo.


Según Montes, el escritor menos elegante del mundo es, del mundo español, Blasco, y del mundo “mundial”, Sartre, pero porque cuando él lo dijo todavía no había aparecido –quién lo diría– Gala, el escritor que, como un príncipe “emo”, anuncia que, de fallarle algo, se suicidará. El anuncio tiene conmocionada a la república de las letras, donde todo el mundo se pregunta qué va a pasar.


Nada –es la respuesta.


¿Qué esperan ustedes? ¿Un suicidio de Gala a lo Garcilaso?


Garcilaso cantó siempre al amor en su poesía y nunca a la guerra. Como Gala, que ya en las campas de Brazatortas suspiraba: “¡No, no y no a la guerra!”


Si Neruda fue el Sepu de la poesía, Gala es el Sepu del amor: Catulo, el Arcipreste y Quevedo untarían sus versos con tocino porque no se los mordiera un tío de Brazatortas que, viniendo de una mili dura en el Regimiento Lepanto de Córdoba, no ha sido capaz de encontrar una oración en la Biblia, obligándose a rezar una oración a la luna que le enseñaron unos indios con un real de bellón (sic) en la mano:


Con real me dejaste, con real me encontraste, haz que cuando vuelvas con real me encuentres.


¿Un real de “bellón”? Por un real de vellón con “uve” entenderíamos una moneda de cobre, pero por un real de “bellón” con “be” hay que entender a un Arturo Fernández, a un Roberto Domínguez o a un Cayetano Ordóñez. Es decir, a un guapo de exportación o de caja de pasas.


El guapo español que a uno no le gusta.


Rarezas.

Don Dalmacio o la posibilidad de no morir idiotas. Vale más su obra que todo el Régimen del 78



Jerónimo Molina


No creo que nadie, ni siquiera los primeros pensionados de la Junta de Ampliación de Estudios que regresan de Alemania, en pequeñas y patrióticas oleadas desde 1907, haya utilizado en España el vocativo “Profesor” con tanta profundidad y elegancia, respeto y afecto como los que pone en el tratamiento de don Dalmacio Negro Pavón su alumno Jorge Sánchez de Castro. El “Profesor”, “nuestro Profesor”, como también le llaman los convidados a su seminario –un banquete del cual, desde hace cuarenta años justos, sin que muchos lo sepan todavía, se nutre la España futura–, se nos murió. Se apagó, al descuido, el día de su cumpleaños, el 23 de diciembre de 2024, su dies natalis ya para las moradas eternas; por sorpresa, como quien participa en un escaqueo de distracción, previo al “golpe de mano” –táctica aprendida por don Dalmacio en la morería de Larache, en la 9ª Bandera (“Franco”) del Tercio Don Juan de Austria y que solía explicarme para enlazar amenamente sus experiencias en la Legión con la definición del coup d’État de Naudé–.


Creímos, el primer ingenuo uno mismo, que su energía, la misma que irradia el Don Quijote de Maeztu, era inextinguible. Aunque en “un día de angustias pued[e] madurar [el hombre] por completo”, confiábamos, tal vez, en que “aún no [estaría] en sazón” su humanidad, como escribe en unas páginas bellísimas, en Desolación (1922), Gabriela Mistral. Llegué a concebir, incluso, una de esas ideas sin fundamento que nos acompañan muchos años y nos reconfortan: que tal vez no fue advertida su presencia en el siglo, que acaso estaría siempre con nosotros, “como la espiga en la que no reparó, pasando, el Segador”. Pero sé que esto no es más que uno de los “universales del sentimiento”, algo que me contaba mi padre, extasiado en la contemplación de esos viejos valetudinarios (estampas de Gabriel Miró) que dan compaña en los pueblos y de los que parecía que, por alguna confusión o cambalache en sus estadillos abscónditos, Dios se había olvidado. Leído en la Mistral, lo del cereal y la siega, tan escatológico, suena distinto, pero no más bello, pues estos universales, “voz viva”, que no “eco inerte” (Antonio Machado), valen lo mismo enunciados por un labrador que por un espíritu del porte de la poeta chilena.


Debemos a Dalmacio (estoy pensando, ahora caigo, en aquel sonado “Debemos a Costa” [1911], también de Maeztu) tantas cosas. Sus libros y su magisterio. El concepto de Estado (“La historia moderna-contemporánea de España resultaría más inteligible si se emplease con exactitud el concepto Estado”). Una historia de las formas del Estado y la estatalidad en sus múltiples facetas (la teología política del Estado; el Estado moral o Estado-iglesia; la historicidad del Estado frente a la persistencia del gobierno). La dilucidación de la tradición política de la libertad. El liberalismo triste, la forma superior del realismo político o, como sugiere Carlo Gambescia, que tenía bien calado al Profesor, del realismo político ad quem. Pero le debemos también una manera de ver el mundo e, inscrito en él, la política, “piel de todo lo demás”, opinión de Ortega y Gasset cuyo sesgo, a favor o en contra, nunca he sabido captar del todo, quizá porque tampoco tuve la certeza de que el filósofo hablara en realidad de la política. Deudos suyos, don Dalmacio nos ha enseñado con su ejemplo que en política no caben ni la desesperación ni la indignación, actitudes incompatibles con la genuina inteligencia de lo político, un sector de la vida humana colectiva del que sabemos poco y del que también olvidamos casi todo periódicamente. La metapolítica es el ávido arqueo cotidiano de un cierto número de banalidades superiores y olvidadas.


Pero lo más importante: a este hombre bueno y feliz, jocundo tantas veces, le debemos la posibilidad de no morir políticamente idiotas. Se lo debemos como hijos, no de la carne, sino del entendimiento, pues son segundos padres los maestros. Lo de la paternidad en segundo grado se lo escuché a Pedro Laín Entralgo en una conferencia o acaso alguien lo dejó caer a mi lado; pero lo mismo pudo escribirlo Aristóteles, el del zoon politikón o un Maquiavelo, mientras despenaba pajarillos en San Casciano y, in der Sicherheit des Schweigens, “en la seguridad del silencio”, escribía Il Principe. También pudo repentizarlo el hijo de un campesino.


La muerte de don Dalmacio no ha revelado la existencia de una escuela (“las escuelas no existen, son clasificaciones abstractas que se hacen para ordenar la historia de las ideas”), pero sí la de una como hermandad de viejos y jóvenes –él era el gran Urvater– que participa del mismo lenguaje, que comparte conceptos políticos y cuidados. También las mismas o parecidas lecturas (Luis Díez del Corral, José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri; Carl Schmitt y Bertrand de Jouvenel; Michael Oakeshott y Eric Vögelin; y tantos otros). Precepto mayor de su magisterio, de su extraordinaria vis docente era el Tolle, lege agustiniano con el que solía despedirnos, estudiantes de Políticas, al llegar el verano. El pasado lunes se encontraron muchos de sus alumnos en la despedida del Profesor, insólita reunión que nadie más que don Dalmacio podría suscitar en la España actual, en la que parece que todo el mundo, cuando no va a lo suyo, anda a la greña. Esa tarde-noche se estrecharon los vínculos de solidaridad y se hizo más grande aún la amistad entre todos nosotros.


Responde don Dalmacio al arquetipo profundamente europeo del sabio desinteresado. Su ascética contrautilitaria le ha permitido seguir su propio camino, sin extraviarse, en una década decisiva para la historia reciente de España, la que va de 1985 a 1995. No puede decirse lo mismo de la entontecida derecha intelectual posfranquista, pedisecua, desde entonces, de la última moda extranjerizante: de la corrección política al patriotismo constitucional, del Austrian Economics al neoconservadurismo.


Don Dalmacio llega a la cátedra de su maestro, Díez del Corral, en 1985 y a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas diez años después. Mientras que el Profesor, en su cátedra de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas, metaboliza el liberalismo para nacionalizarlo mejor, cerca de él, aunque sin conocerse todavía, Gonzalo Fernández de la Mora se bate, desde Razón Española, para hispanizarlo más bien y darle contenido, con sus oceánicas lecturas, a un neofranquismo nonato, homólogo, como explicaba Arnaud Imatz no hace mucho, al soberanismo neogaullista. Sucede entonces que la “derecha intelectual” española, heredera de “casi un cuarto de siglo de oro” (el que va de 1935 1969), vende su primogenitura por la calderilla del cotarro. Se vuelve oportunista porque ya no cree en sí misma. La mayoría se “desolidariza”, como ha dado a entender, por antífrasis, el Profesor, de los maestros con los que se había formado intelectualmente. Con la palanca de la Ley Maravall (Ley de Reforma Universitaria de 1983), los socialistas –expresión manifiesta de un residuo (résidu) español indestructible: el bandolerismo– echan mano de la universidad y se la meriendan en menos de una generación, porque todos quieren hacerse catedráticos. Se quedarán con todo, sin apenas resistencia, al adelantar cinco años la jubilación del profesorado universitario, por “franquista”. Ni siquiera en las “oposiciones patrióticas” de la posguerra llegó a la cátedra una colección de ignorantes como la de los años 80 y 90 del siglo pasado. Advertido, por los síntomas, de que estamos ante un nuevo tiempo-eje, don Dalmacio espera y mira pasar. Algunos de esos teratológicos catedráticos parecían venidos directamente de los Programas de Alfabetización de Adultos. La universidad española, convertida, sin embargo, en el tonel de la Danaides, nunca había caído tan bajo. La ANECA, organismo saprófito, se limita hoy (en inglés) a acelerar su descomposición


No lo tuvo, pues, fácil el Profesor en esos ambientes. Ni podían ni querían entenderle quienes tenían la obligación de hacerlo. Por su cuenta, don Dalmacio inicia “un giro (schmittiano)”, eine schmittsche Wendung, hacia el realismo político –desde el liberalismo tout court de La acción humana de Ludwig von Mises y Los fundamentos de la libertad de Friedrich A. von Hayek–. Esto, que hoy nos parece obvio, porque se reconoce que siempre tuvo razón, entonces, ¿hace cuántos años? ¿treinta?, no lo era tanto. Y él pagó la patente en la forma de un ostracismo, siempre relativo porque, sencillamente, imperturbable, no se dejó marginar. Vien dietro a me, e lascia dir le genti. No quiso ser un sabio cortesano ni un profesor orgánico, como otros que se han repartido los gajes con los esclavos morales del socialismo español, de izquierdas y derechas. Todos estos perdieron hace treinta años la posibilidad de no morir idiotas. Así que por ahí los vemos hoy, aplaudiéndose mutuamente y consumiendo, viejos alebrados, lo poco que queda ya de todo, de instituciones, de colecciones, de archivos estatales, de autoridad, hasta de higiene mental.


Decía Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote (1914), que “conviene a todo el que ame honradamente, profundamente la futura España, suma claridad en la misión que atañe al concepto [político]”. A forjarlos, por patriotismo y por amor a la verdad, dedicó sus horas a miles el Profesor. Por eso, vale más su obra que todo el Régimen del 78, desfondado también, como la inteligencia política nacional, entre 1985 y 1995. Desde entonces, el relato antipolítico de la fundación de la monarquía parlamentaria ha estimulado una selección inversa de las oligarquías. El gran problema nacional, como decía don Dalmacio, es la ínfima calidad de nuestra clase dirigente, ayuna, particularmente después del franquismo, de una tradición de servicio público que merezca ese nombre. Políticamente enervado y deslegitimado por sus enemigos –débiles como el régimen que tanto desprecian–, el desmayado Estado de las Autonomías da sus últimas boqueadas.


Releía hace unos días, con la vista puesta en una ocasión festiva, una oposición a cátedras fijada para el día de san Dalmacio por el ciego cómputo de plazos de la Ley de Procedimiento Administrativo Común, algunos pasajes de la Galería de amigos de Ramón Carande. Uno de ellos, que me atrevo a copiar, me alienta a seguir, de otro modo, con un diálogo, para mi tan pródigo, que nunca cesó desde que me determiné, en los mismos términos que, con tanta gracia, cuenta hoy aquí mismo mi amigo Jorge Sánchez de Castro, a “desobedecer la unanimidad del prejuicio”: “Ante la velocidad del olvido devorador de recuerdos y cancelador de mercedes, ante la inquietud de la incertidumbre que nos envuelve y nos aparta del pasado, ante el imperio pasajero de las novedades del día, ante un horizonte nublado, me gustaría tener otra vez cerca de mí al maestro que ayer me enseñó y luego me dejó solo”.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera 

Jueves, 2 de Enero

 


Pies para qué os quiero

miércoles, 1 de enero de 2025

En la muerte de César Leal Jiménez

 

 

El artista visual César Leal Jiménez, destacado por su contribución a la pintura contemporánea cubana, falleció este lunes a los 76 años en La Habana. El velorio de Leal Jiménez se realizó en la funeraria de Calzada y K, en el Vedado, y su entierro tuvo lugar en el Cementerio de Colón. A través de sus publicaciones en Facebook, César Leal manifestó con valentía su preocupación por la creciente presión ejercida por el régimen cubano sobre los creadores y sus ideas. Su mayor afición final fue el Real Madrid.


El Receso. Óleo, 1992. César Leal Jiménez

@clealjimenez48


Garci



Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Garci recibió en Madrid un encargo imposible: narrar cinematográficamente el “Big Ban” castizo que dio origen al madrileñismo o arte de apagar la luz eléctrica a salivazos mientras se moja pan en el vermú. Madrid, cuyo verdadero nombre es “Viva-Madrid-que-es-mi-pueblo”, es inexplicable, y los “vivamadridqueesmipueblerenses” lo saben. Pero la prensa de progreso no perdona a Garci su deserción de la secta, y ha aprovechado la ocasión para repasarle el lomo como sólo los cabestros de ese encaste saben hacerlo.


¡A mí, que durante el franquismo iba tirando propaganda en Méndez Álvaro! –protesta Garci, chapoteando en la perplejidad.


Méndez Álvaro fue alcalde de Madrid apenas durante un mes, pero dio nombre a una estación de Metro que es donde Garci soltaba aquellas octavillas que tan malos ratos hacían pasar al Generalísimo. Y Garci no estaba solo. No se me olvida la cena que a unos cuantos nos dio una vez Querejeta para contarnos, con esa premiosidad que, según él, da mayor categoría intelectual a lo que cuenta, los malos ratos que le hacía pasar al Generalísimo tirando octavillas en el Metro de Goya.


Todo nuestro cine, pues, debe de estar hecho en el Metro de Madrid, y ese Goya de Querejeta nos lleva de cabeza al Goya del que Garci ha tirado para narrar cinematográficamente el origen de “Viva-Madrid-que-es-mi-pueblo” en “Sangre de Mayo”. Goya y Galdós, claro.


Mire usted –le dijo Galdós a Camba un día que se encontraron en la calle del Turco–. Aquí se hace un concurso para premiar a un maestro de música. Acuden treinta opositores y se pasan quince días trabajando. Al cabo de los quince días llega una persona informada y les dice: “No se molesten ustedes; el premio es para Fulano; está resuelto desde el año pasado...” Pasemos por que el favoritismo sea tan grande que se le adjudique el premio al que menos lo merezca; pero ¿para qué se abre entonces el concurso? Esta hipocresía es lo que más me indigna, y ésta es la hipocresía, la cobardía de nuestra política.


En cuanto a Goya...


Goya, al lado de Velázquez, no pasa de ser un caricaturista –dirá Dalí–. El genio es Fortuny. Picasso estaba acorralado por los políticos. Todo el arte moderno empieza en Fortuny.


Madariaga sostenía que lo que de imperfección tienen Goya y Picasso se debe a un exceso de masculinidad, de genio. O a un defecto de feminidad, de talento.

Violación de la pinacoteca


Annus horribilis

Hughes


Tuvimos la generación del 98, la del 14, la del 27, la del 36, la del 50, la de los 70 o novísimos y, creo, la del 82, cuando el PSOE ganó las elecciones y el Estado se hizo, además de otras cosas, Estado Cultural, a la francesa manera pero con españoles alcances.


Víctor Lenore nos contaba hace unos días que ese modelo cultural del PSOE estaría agonizando. Puede. Es verdad que hay signos de agotamiento. Este fin de semana, sin ir más lejos, temblamos al ver la caída en el escenario de Miguel Ríos. 80 años de roquero, más años que un bosque, pero bosque de esos donde ‘entrenaban’ los etarras, y ahí estaba arriesgando la pelvis y cantando «bienvenidos, hijos del rock and roll», ya probables bisnietos. Puede que Ríos sea el hombre que más ha estirado, que más partido ha sacado a una chupa de cuero, pero ahí estaba metiendo la semillita generacional en Ojete Calor, con perdón.


La generación del 82 podrían ser los Almodóvar, Miguel Ríos, Ana Belén y Víctor Manuel, los Sabina, García Montero, y tantos y tantos, el ejército cultural del PSOE, como el inefable Benjamín Prado, otro roquerinchi convertido, ¡chas!, en actor en la serie del año.


Ahora otro ejemplo: la felicitación del 2025 que hace el Museo del Prado con la canción «España, camisa blanca», cantada en espeluzante y alipórica capela por Ana Belén (veo a Letizia en ella). El museo vacío, cerrado como cuando la cumbre otanera, reverberando en las pinturas y paredes las notas de la cantante del Agapimú y, peor aún, las letras de Víctor Manuel, que no de Blas de Otero, como se repite, pues las letras se le hacen Blas de Otero como a Ismael Serrano se le hacían Machado


Víctor Manuel escribió lo de «España, a veces madre, siempre madrastra» dieciocho años después de dedicar «Un gran hombre» al Generalísimo. Su contenido le daría problemas ahora con la Ley de Memoria Democrática. Es una buena regla en la vida: escribe cosas, hijo, que te den problemas en el régimen siguiente nunca en el vigente.


Víctor Manuel tenía en 1966 algo ya claramente pemánico, de compositor de himnos. Donde Pemán veía una patria que supo seguir «sobre el azul del mar el caminar del sol», Manuel verá después, ya con el PSOE, una «peregrina hacia ningún lugar», o una «paloma buscando cielos más estrellados donde entendernos sin destrozarnos». ¿Los del empíreo estrellado de la UE?


El «camisa blanca» se escribe en 1984 y demuestra lo que es un escritor de himnos. La perfecta captación del kairós, del instante oportuno: en la pomadita cogollística del puritito PSOE a tope de power y de entrar en la UE, enlazando la paralizante cursilería de la Transición y su libertad sin ira con el horizonte triunfal del 92 y el fin presupuestario de la historia.


Hay algo sutil, aunque no muy sutil, en ese vídeo del Museo del Prado. Mientras suena la canción, van circulando obras de nuestra pintura y se embadurnan, se calan de Ana Belén, y vemos unos inmigrantes españoles en el instante de partir, un abrazo, unas manos, nuestra historia bajo el signo del Diálogo; unos hombres abrazados en posibilidad sensual, gente doblando el lomo, campesinos, y mujeres, muchas mujeres, y hombres de rostro ilustrado, con la mirada serena, comprensiva y liberal de, casualmente, un director o incluso dos de la Institución Libre de Enseñanza; y rostros, más rostros, la historia de la pintura, las caras de España convertidas en hombres y mujeres, muchas mujeres, que nos miran libres, libres ya aunque rodeadas de patriarcado, como si hoy cobraran vida en un video clip de Ana Belén o en un anuncio emocionante. ¡Caras también un poco Campofrío! Es imposible no ver ya en las meninas o en los bufones de Velázquez la mirada de un probable votante del PSOE. Los rostros del Bien y la Luz del progreso de nuestra Historia, salvados de la Negrura… ¿no es eso la Cultura? ¿Lo bello que queda arrancado de la Superstición patriarcal y nacional?


El PSOE había interpretado la Historia de España como algo que nacía en el siglo XX; pero ahora, impulsado por la Ley de Memoria Democrática, con la gran pija historiográfica al aire, se permite ir más allá. Coge su arsenal cultural, su generación del 82, la bate y la espolvorea por la cultura española como si fuera un Miguelito de La Roda. Todas las caras de nuestro arte y nuestra historia no son ya batallas, logros, personajes, lugares, epopeyas, sino rostros liberándose, personas buscando coincidir con nosotros ahora, en un Hoy rabioso de libertad. No hemos de buscar comprenderlos porque son ellos, gracias a Ana Belén, bajo el maniqueísmo triunfal, el indulgente buenos y malos de esa canción, los que se nos aparecen, los que vienen a nosotros. Hay, de repente, una actualidad en sus ojos que no es exactamente la humanidad, sino la anabelenidad, el candor socialista. Miradas muy serias, como pidiendo responsabilidad al votar porque ha costado mucho llegar hasta aquí (no tuvo que sufrir nada el enano de Velázquez…). ¡Toda la pinacoteca en realidad tiene mirada sociata! Haber logrado esto, que nos demos cuenta de esto, puede ser la obra cumbre de Ana Belén y del 82… ¡Hacernos intransitable el Museo del Prado!


Meter el Museo del Prado en Ana Belén, y no al contrario. Qué genial violación de la pinacoteca.


Y dirán: modelo acabado. Bueno, pero bendito acabamiento, porque están sirviendo hasta el final y enlazando con lo que viene. Los de esa generación del 82 suben a la categoría de sellos, canonizados y entronizados. Dios los tenga con vida muchos años, pero cuando fallezcan, si el PSOE gobierna (o si gobierna el PP), ¿qué les van a dedicar? Si a Almudena Grandes le dieron la Estación de Atocha y la de Chamartín la tiene Clara Campoamor, ¿qué le dejarán a los demás? ¿Qué queda? Vienen problemas en el Panteón, ¡tendrán que hacer obras en el Parnaso! Tendría que haber un nuevo Estado de Obras, un boom de la infraestructura para hacer cosas grandiosas a la altura de estas glorias de nuestra cultura. Como no es probable, quizás La Castellana sea Avenida Miguel Ríos, y Las Ventas Plaza Joaquín Sabina, y el Museo del Prado tenga una nueva sala Ana Belén… ¿por qué no? Esto está más cerca de ser real que una exageración. Serán los grandes ángeles custodios de Nuestra Cultura, pero no con espada, no con «navaja, barro, clavel, espada», no, no con la rabia y los malo sueños, pero sí, sí con los labios que anuncian besos, según los versos de Aleixandre o quizás Miguel Hernández


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Miércoles, 1 de Enero

 


Año Nuevo