Emilia Landaluce
Abc
El mar, la mar. / El mar. ¡Sólo la mar!». No quería empezar a escribir sobre El Puerto de Santa María citando a Alberti, pero no he podido evitarlo. He de decir, sin embargo, que no se trata sólo de admiración, sino de una chanza que repetíamos cuando enfilábamos la primera parada de nuestra ruta de tapas mañanera. «El bar, el bar. ¡Sólo el bar!». La excusa esgrimida para evadir las cuatro horas de playa que mi padre y yo detestábamos era ir a tirar al plato. ¡En dos semanas, empieza la media veda!
Comenzábamos oteando el río Guadalete en el extinto Échate p´alla: copita de fino Pavón y carne mechada. Seguíamos con una ensaladilla en Casa Flores y terminábamos en la barra de El Faro con unas tortillitas que son como encaje de oro y camarón. Sobre las dos, recogíamos a mi madre y nos íbamos al Buzo a contemplar cómo los playeros profesionales sufrían la levantera.
El Puerto de Santa María domina la bahía de Cádiz. De un lado, la cúpula de la catedral gaditana; al otro, el relieve de los barcos de la base de Rota. No sabría de qué Puerto hablarles: está el de Alberti y el de Muñoz Seca, que, pese a las divergencias ideológicas, es el mismo. Esto es, el pueblo, con su arquitectura desmadejada de salitre, los palacetes de viejas, sus bodegas y los miles de rincones en donde brota ese arte –el ángel– que sólo se da en Cádiz.
Hay quien comete el error de estancarse en las urbanizaciones. En ese caso, Vistahermosa es la de siempre. Recuerdo que tras la siesta bajaba a la playa con el resto de los jóvenes. En la adolescencia nos prestábamos al ligoteo encaramadas a altísimas cuñas de esparto que en la arena, como los pies vendados de las chinas, producían un efecto similar al bamboleo de un junco. En mi generación, destacaba la anatomía perfecta de Casilda Arizón, fibrosa como un masai. Algo mayor, Maise Martí, que tiene un hijo que ya trabaja en un banco y sigue siendo la Claudia Schiffer de la bahía. Esta carne trabajada se mezcla con las omaítas del lugar. ¿Quién está más gorda, ésa o yo?, solía preguntarme con sorna mi esbelta progenitora cuando nos cruzábamos con algún cachalote trikineado.
En ese Puerto en el que todos se conocen, los nombres no han variado con el paso del tiempo y siempre hay algún Domecq, Díez, Ybarra, Soto... Por eso todos acabamos llamando tíos a la gente más insospechada. Mi favorito siempre fue Jaime Domecq: hábil cazador y dueño de un sentido del humor insuperable. Y aún está don Fermín Bohórquez, el último caballero y artista de Jerez. Por las tardes, entre copas de sobremesas interminables, viejos y jóvenes se pierden en los vericuetos de las almas de campo: el corzo con reclamo, la cosecha de remolacha, cómo están criando las perdices y... los toros. Ya lo dijo Joselito: «Quien no ha visto toros en el Puerto no sabe qué es una tarde de toros». Verdad. Cuando embisten y la banda toca Nerva, los tendidos tocan palmas por bulerías. Recuerdo una faena de Ortega Cano a un toro de Bohórquez y...
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