J. G.
Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
La prueba de que la edad nos vuelve entrañables es Juan Goytisolo, el Jacinto Grau de nuestra generación. Con qué galanura se nos queja J. G. de la deriva cultural que nos lleva a apreciar más al autor que a la obra, a Cervantes que al Quijote.
Algo hay de eso.
Uno (quiero decir el Gobierno) pone en Nueva York un Instituto que se llame Don Quijote y la idea que se hace la gente es la de una venta a la que muy raramente entraría un intelectual, o trabajador de la inteligencia, con ese paladar tan fino, como de gato, que tienen. Para que el negocio de un Instituto funcione ha de llevar el nombre de Cervantes, que suena a que los cheques están avalados por el Banco de España.
La ironía nunca ha sido el fuerte de J. G., pero en su intento de coña para una cultura más asequible y amena se nota la melancolía de los tiempos en que J. G. se prestaba a acompañar a Cela a casa de Sartre para que éste le echara a aquél un autógrafo en una botella de Anís del Mono.
¿A quién le importa hoy la obra de Sartre o de Cela?
–Don Julián c’est moi –decía J. G. en tiempos más gratos.
Ahora Don Julián es un recogepelotas, Guardiola, que va a las juntas vecinales de Ómnium Cultural para debatir el expolio español. Y sin necesidad de haber escrito un p… libro.
A J. G., que le gustaba la Historia, lo han desplazado en las librerías personajes de pelo suelto y pajarita como los Escolar o Viñas.
A J. G., que le gustaba la Ilustración, lo han adelantado por la vereda volteriana lectores anónimos que, presas de indignación a la española, escriben cartas al director para denunciar que el viaje del Papa supone un gasto de cien millones de euros. Los mismos millones de euros, por cierto, que ha costado encontrarle una colocación en la Onu a Bibiana Aído.
Malos tiempos, los nuestros, para la lírica de J. G., obligado a competir con la pluma con un insecto recién descubierto que pega serenatas con el pene, como los cantautores latinos.
Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
La prueba de que la edad nos vuelve entrañables es Juan Goytisolo, el Jacinto Grau de nuestra generación. Con qué galanura se nos queja J. G. de la deriva cultural que nos lleva a apreciar más al autor que a la obra, a Cervantes que al Quijote.
Algo hay de eso.
Uno (quiero decir el Gobierno) pone en Nueva York un Instituto que se llame Don Quijote y la idea que se hace la gente es la de una venta a la que muy raramente entraría un intelectual, o trabajador de la inteligencia, con ese paladar tan fino, como de gato, que tienen. Para que el negocio de un Instituto funcione ha de llevar el nombre de Cervantes, que suena a que los cheques están avalados por el Banco de España.
La ironía nunca ha sido el fuerte de J. G., pero en su intento de coña para una cultura más asequible y amena se nota la melancolía de los tiempos en que J. G. se prestaba a acompañar a Cela a casa de Sartre para que éste le echara a aquél un autógrafo en una botella de Anís del Mono.
¿A quién le importa hoy la obra de Sartre o de Cela?
–Don Julián c’est moi –decía J. G. en tiempos más gratos.
Ahora Don Julián es un recogepelotas, Guardiola, que va a las juntas vecinales de Ómnium Cultural para debatir el expolio español. Y sin necesidad de haber escrito un p… libro.
A J. G., que le gustaba la Historia, lo han desplazado en las librerías personajes de pelo suelto y pajarita como los Escolar o Viñas.
A J. G., que le gustaba la Ilustración, lo han adelantado por la vereda volteriana lectores anónimos que, presas de indignación a la española, escriben cartas al director para denunciar que el viaje del Papa supone un gasto de cien millones de euros. Los mismos millones de euros, por cierto, que ha costado encontrarle una colocación en la Onu a Bibiana Aído.
Malos tiempos, los nuestros, para la lírica de J. G., obligado a competir con la pluma con un insecto recién descubierto que pega serenatas con el pene, como los cantautores latinos.