domingo, 16 de junio de 2024

Sol y Sombra: el mito de la razón ilustrada y las corridas de toros


Bonifacio


Yesurún Moreno y Juan de Dios Júcar Alcalá [1]


El pasado 11 de mayo, el diario El País dedicaba su quintuagésima puya a la Fiesta de los Toros, de la mano de ese conocido viñetista que firma como El Roto. Es curioso que quienes más reniegan de los puyazos y las estocadas tengan tanta afición a blandir la garrocha y seguir barrenando, erre que erre, ensañándose con algo que, según ellos, está a punto de extinguirse, como si de picadores malos y “carniceros” de la inquina y del odio a lo propio se tratase…


La viñeta en cuestión presenta a un matador de toros liado con el capote de paseo. Encabeza la ilustración un “ingenioso” texto, que reproducimos a continuación: «Aportación hispana al Siglo de las Luces: el traje de luces».


Cierto es que el llamado «Siglo de las Luces» —véase: el siglo XVIII— fue el siglo que vio nacer la corrida de toros tal y como hoy la conocemos, dado que las tauromaquias —en sus múltiples modalidades— se celebran en el solar patrio desde tiempos inmemoriales. Valga como ejemplo la «fiesta de toros» que, entre otras funciones,  se celebró en 1128, con motivo de la boda de Alfonso VII con Doña Berenguela, en la localidad palentina de Saldaña. Y es que como sugiere el Consejero de Cultura, Premio Nacional de Ensayo, Gonzalo Santonja e ilustre experto taurino: “El toro y sus manifestaciones gozan de una historia milenaria en Castilla y León. Su figura aparece en Guisando, en la Estela romana de Clunia, en la misma Universidad de Salamanca y se menciona, por ejemplo, en los Fueros de Zamora, Ledesma o Alba de Tormes”.


La corrida de toros, por tanto, es una aportación dieciochesca, dizque ilustrada por algunos de sus panegiristas. Sin embargo, ¿es lo mismo el Siglo XVIII que ese fenómeno de cariz filosófico-ideológico que en España llamamos “Ilustración”, y que en otros muchos ámbitos de la Hispanidad se conoce como “Iluminismo”?


La historia oficial y oficialista de las ideas siempre ha ofrecido a los estudiantes dicho binomio como algo consabido e indiferenciable. ¿Cómo es entonces posible que los ordenamientos y  reglamentaciones taurinas, es decir, la institucionalización del Toreo por parte del Estado, surgiera y se consolidara en plena Ilustración, si uno de los archisabidos tópicos antitaurinos afirma que las corridas de toros constituyen un residuo bárbaro en Europa, por ser precisamente un arte pre-ilustrado? ¿Cómo se explica que entre los primeros matadores de toros de éxito figurara un hombre como Francisco Montes «Paquiro», conocido popularmente como «el Napoleón de los toreros»?


«Para sabio, Salomón /

Paquiro, para torero/

Y para gobernar España/

Don Baldomero Espartero«,


reza una coplilla de la época… ¡Paquiro y Espartero! ¿Son las corridas de toros no sólo obra de españoles ilustrados, sino también un producto genuino de la España liberal?


Una vez se enfrenta uno a toda esta batería de argumentos y otros tantos del mismo jaez, cree necesario negar la mayor. Y no me refiero a negar el carácter ilustrado de la corrida de Toros, como se hace por sistema desde las tribunas de El País; pero tampoco a afirmar su encaje natural y orgánico en el Siglo de las Luces. Pues lo que considero perentorio y del todo justo y necesario es ir a la raíz del asunto, que no es otra que el propio Mito de la Ilustración, que constituye el telón de fondo del supuesto diálogo que mantienen tirios y troyanos, cada cual más empecinado en demostrar el carácter ilustrado de sus premisas.


Pero, lo primero de todo, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la Ilustración? En su maravilloso texto ¿Qué es la ilustración? el filósofo francés Michel Foucault explica: «Kant define la Aufklärung de una manera casi enteramente  negativa, como una Ausgang, una “salida”, un “final” […] indica inmediatamente que esta “salida” que caracteriza a la Aufklärung es un proceso que nos libera del estado de “minoría” [culpable de edad]. Y por “minoría” entiende un cierto estado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que conviene hacer uso de la razón […] Desde el primer párrafo, hace notar que el propio hombre es responsable de su estado de minoría. Por tanto, hay que suponer que no podrá salir de ese estado si no es por un cambio que él mismo ha de efectuar sobre sí mismo […] ¿Y cuál es esa consigna? Aude sapere, ‘ten el coraje, la audacia de saber’”.


De tal modo que, desde Kant en adelante, se instala en el corazón mismo de la Modernidad la peligrosa idea de que el Hombre debe emanciparse de todas aquellas heterónimas tutelas y pesadas cadenas que le sujetan a la Tradición… Aunque para rastrear este Mito, en realidad, podríamos remontarnos al Discurso sobre la dignidad del Hombre (1487) del humanista italiano Giovanni Pico della Mirandolla cuando pone en boca del “sumo padre, Dios arquitecto” lo siguiente: “No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses”.


En Los dioses olvidados: caza, toros y filosofía de la religión (1993), Alfonso  Fernández Tresguerres zanja la discusión entre partidarios y detractores de la tauromaquia triturando el marco común en el que ambos dirimen sus irreconciliables diferencias; y éste marco es el marco de la ética, por cuanto el profesor Tresguerres considera que el análisis de la realidad simbólica y fenomenológica del Toreo se circunscribe al ámbito de la antropología. Algo muy parecido sucede en lo que nos proponemos en esta tribuna, pues en ningún caso podríamos aceptar el marco, punto de partida, o reglas del juego que vertebran habitualmente la discusión. No es, por tanto, irrelevante el hecho de que la corrida de toros pueda ser un producto inequívoco y original del Siglo de las Luces, sino que es del todo imposible. Y esto es así porque las luces que brillaron y resplandecieron hasta cegar a doctos y a profanos, en aquel siglo que en los libros ha quedado consagrado a la Ilustración, no han resultado ser sino fantasmagorías y fuegos fatuos, en la mayor de las ocasiones.


Desengáñense, señores: la pretendida luz de la razón que engatusó y engatusa a los ilustrados de ayer y de hoy no responde a una superación de las tinieblas, sino a una inversión de la máxima entrañada en el sola fide luterano, transmutada en el sola ratio del racionalismo, edificio levantado a golpe de duda metódica y martillo voluntarista. Ya que, como afirmara el filósofo y sacerdote italiano Cornelio Fabro: “El voluntarismo es el secreto íntimo del racionalismo”.


La corrida de toros contrasta —¡nunca mejor dicho!— con el culto a la Luz de la Razón, que es siempre evanescente como el propio lucero del alba (huelga decir que el culto a la Luz del racionalismo y de la masonería es claramente luciferino), pues la corrida fue alumbrada desde el juicio de la razón natural, que es la que predomina en una obra tan monumental como popular; y la razón natural nunca ha sido ajena a los elementos simbólicos ni mistéricos con los que la razón culterana siempre termina atragantándose.¿Y qué significa “culteranismo”? Culterano es una palabra que surge en el Barroco para despreciar al erudito de turno que se pasa de listo, al que se compara con un protestante: los “culteranos” practicaban el gusto por la latinización; los “culturetas” anti-tauromaquia profesan el gusto por la anglosajonización (aunque en ambos se da igualmente el desprecio por el lenguaje popular). Y como recuerda el maestro Dalmacio Negro en su obra El mito del hombre nuevo (2009): “La Nueva Era será una nueva época de la Humanidad inundada de amor, paz, luz y concordia de cada uno consigo mismo, con los demás y con el universo (…) se extingue la luz de los sentidos y de la razón, y el yo consciente queda inundado por corrientes luminosas nuevas y potentísimas que lo llenan de luz”. Puesto que esta luz iluminista ciega a quienes la miran directamente, como quien se planta bravo frente a un eclipse solar sin protección alguna, como quien mira al horizonte de la Vieja Era crepuscular absorto por la llegada del Mañana.


Monumental y popular… Así es la actual plaza de toros de Las Ventas de Madrid, pero también lo son las de México D.F. y la de Pamplona, entre otras. La Fiesta de los Toros es un monumento erigido siglo a siglo por el pueblo, con polvo, sudor y sangre, que son los únicos materiales de construcción de los que han dispuesto las clases populares.


La Fiesta de los Toros no es fruto de la Ilustración porque la única luz artificial que brilla en ella es la que desprende el oro de las chaquetillas, como bien ilustra la viñeta del Roto. A la hora de la verdad, nada en la plaza refulge más que esa luz natural que empapa los tendidos de sol, y que tan bien contrasta con los tendidos de sombra. El Sol y la Sombra no se excluyen, sino que se compenetran en la eucaristía taurina, de igual modo que la fe y la razón siempre se han ahermanado en el arte popular hispánico, tan alejado de las ensoñaciones de las élites y demás monstruos de la razón pura. Y como bien intuyera el gran taurómaco y arquetipo perfecto del modo de estar en el mundo propiamente hispano, Francisco de Goya: El sueño de la razón produce monstruos.

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[1] Versado en diferentes áreas de las artes y las letras, es licenciado en Filosofía y ha ejercido como profesor de filosofía de instituto. A día de hoy, trabaja como publicista en Madrid


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