martes, 5 de diciembre de 2023

Huérfanos


Jean Paul Richter

Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Un diputadín de lista de partido que va de Saint-Just por la vida, en la que no ha hecho otra cosa que barra de “after hours” a cargo del contribuyente, dice que la única solución para España es el referéndum de independencia: primero en Cataluña, y después el “café para todos” de Clavero, aquel barman sevillano del 78, que ponía los chupitos autonómicos de la Transición como Laureano los martinis con vodka de Gitanillos.


Una secesión sólo puede alcanzarse mediante la guerra, y si una nación admite un patafísico “derecho de secesión” estamos hablando de una nación muerta de cuyos restos mortales brota esa fauna cadavérica que representa el diputadín.


¿Y Europa?


Mon cher cadavre! –musita el marqués del European Rule of Law, Didier Reynders, imitando el mohín de la Dudevant a Chopin.


Asunto interno –contestó famosamente Haig, secretario de Estado de Reagan, a lo del 23F en el 81.


La idea es desmontarnos como a Yugoeslavia, pero sin tiros ni uranio solanáceo empobrecido, aprovechando que Franco primero nos desarmó y luego nos domeñó hasta convertirnos en el carnero castrado de la fábula de Santayana que somos hoy. Un pueblo mansueto y solo. El Kaspar Hauser de los pueblos, otro “huérfano de Europa”, pero poetizado por García Montero, que no es Verlaine.


Para Schmitt, el verdadero Kaspar Hauser fue Jesucristo. En una patocracia, sostiene Lobaczewski, todos los puestos de liderazgo deben ser ocupados por individuos con trastornos psicológicos. Romper una nación es robarse el espacio de los vivos, que también es el tiempo de los muertos. Somos los niños muertos del “Sueño” de Jean Paul Richter: “Discurso de Cristo muerto en lo alto del edificio del mundo: no hay Dios”.

 

Todas las sombras –anota Jean Paul– empezaron a temblar con violencia, y Cristo continuó así:


He recorrido los mundos, me he elevado al medio de los soles, y allí tampoco estaba Dios; descendí hasta los límites últimos del universo, miré dentro del abismo y grité: “¡Padre!, ¿dónde estás?”, pero no escuché más que la lluvia que caía gota a gota en el abismo. Elevando mis ojos hacia la bóveda de los cielos, no encontré otra cosa que una órbita vacía, negra y sin fondo. La eternidad reposaba sobre el caos y lo roía, y se devoraba lentamente ella misma: redoblad vuestros ruegos amargos y desgarrantes; que los gritos agudos dispersen las sombras, porque esto es un hecho.


Las sombras desoladas se desvanecieron como el vapor blancuzco que el frío había condensado; la iglesia quedó pronto desierta; pero de repente, espectáculo horroroso, los niños muertos, que se habían levantado en el cementerio, acudieron y se postraron delante de la figura majestuosa que estaba sobre el altar y dijeron: “Jesús, ¿no tenemos padre?” Y él respondió: “Todos somos huérfanos, vosotros y yo no tenemos ya padre”.


El templo y los niños se abismaron, y el edificio íntegro del mundo se desplomó en su inmensidad.


[Martes, 28 de Noviembre]