Gregorio Corrochano
Francisco Riera Bado
El Ruedo, 18 de mayo de 1950
Aquella tarde marrueca –fecha de la feria de Sevilla– estaba sentado en el taburete de un bar de estilo andaluz un hombre de aspecto elegante y distinguido que hablaba de fútbol. Comentaba las incidencias del encuentro España-Portugal, recientemente jugado en Lisboa que había oído por radio.
La vehemencia de su palabra fluida, el calor y el tono que ponía en sus frases traicionaban su atuendo aristocrático. Alguien, desde lejos, le hubiera tomado por inglés. Su traje parecía salido de Sacville (sic) Road –sede de los sastres elegantes de Londres–. Su sombrero –un auténtico Trilby de Regent’s Street–. Sólo su rostro cetrino de marcadas cejas negras señalaba el aire de España. Su rostro y su corbata. Una inquieta mariposa verde moteada de blanco parecía arrancada de un traje de gitana.
Tenía algo de revolera torera, de chalina reducida, de poeta andaluz.
–El secreto del fútbol está en la competencia de las dos porterías –decía, mientras su mano sostenía con firmeza una copa de Valdespino–. Quite usted una portería y no queda nada. Yo no entiendo una palabra de fútbol, pero le aseguro a usted que no queda nada. Este partido de Portugal me lo ha demostrado. No entiendo de «off-sides», de «penalties» ni de «corners», pero el «speaker» me tuvo todo el tiempo durante la radiación del partido con el alma en un hilo. Hubo dos ocasiones en que tuve que apagar la radio. Mi corazón se debilitaba. Sentía ahogos. Porque creía que perdíamos. Sí, que perdíamos. Y es que yo, como español, deseaba naturalmente que ganara España y me inclinaba a un bando. Si es lo que digo, la competencia. ¡Si tan sólo hubiera habido una sola portería...! Me habría ahorrado este mal rato. Ahora comprendo perfectamente que la gente vaya con ese ahínco a ver jugar a la pelota. Que la multitud se entusiasme y llene los Estadios hasta desbordarlos. Porque se aferran a un bando (cada uno a la portería que más le agrada) y surge la competencia. El secreto del éxito. Como que casi estoy pensando en que alguien me inicie en las reglas del juego para hacerme aficionado.
Y este hombre elegante que decía todo esto volvía a parecerme inglés. Ahora no por su ropa, sino por el tono irónico con que a la vez hablaba. ¿A quién me recuerda este hombre por su estilo, su gracejo, su dominio y su donaire...? ¿A quién? A alguien que está muy lejos... Alguien...
Encontré la respuesta reflejada de repente en el fondo de topacio de la copa jerezana. Aquel hombre era Bernard Shaw con treinta años menos, con cejas negras y sin barbas. Un Bernard Shaw más pequeño, sevillano o madrileño. Pero su rostro le traicionó de nuevo. Una brisa triste se reflejó en sus ojos. Y sus pupilas se llenaron de fantasmas, de gritos antiguos y de palmas.
–¡La competencia, señor, la competencia!
Pero ya no hablaba de fútbol, sino de toros.
–Ya no hay competencia en las Plazas –decía–. Ya no hay nada.
Y un caudal de recuerdos surgió a borbotones de sus labios. Toros que eran toros, toreros que eran toreros, hombres que eran hombres, vida que era vida. ¡Ay señor! Feria antigua de Sevilla, viejas ventas de Antequera y Eritaña... Todo fue surgiendo en mágicas palabras. Y fue su relato como una oración al pasado. A un pasado más amable y mejor. Y se acordó de anécdotas antiguas, haciendo desfilar por el aire, envuelta en gracia de cronista viejo toda la gama castiza y valiente de la historia del Sur. El «Guerra», «Machaquito», Antonio Montes, Mazzantini, «Bombita», «El Gallo», Joselito y Belmonte. Los toreros volvieron a ser machos y los toros volvieron a ser toros, con kilos y con cuernos. Grandes ovaciones de recuerdos llenaban las paredes del bar andaluz. Las figuras de las estampas tomaron vida y volvieron a moverse dentro de sus pequeños marcos como homenaje a aquel hombre que tan bien les recordaba, haciendo brillar sus cristales con los reflejos de unos caireles que ya no existían... Y de los toros pasó al cante. Y se elevó desde Manuel Torres y «La Niña de los Peines» hasta Chacón y Silverio Franconetti, aquel que hizo exclamar a García Lorca:
Entre italiano y flamenco
Cómo cantaría aquel Silverio.
Tenía en la garganta
La dulce miel de Italia
Con el limón nuestro
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Después se acordó de «Habichuela» –el guitarrista inigualable– e hizo de nuevo volar su bordón en el aire. Le hizo tocar primero para que «la Macarrona» bailara. Luego para que Rafael «El Gallo» y su hermana Lola también lo hicieran. Que Rafael bordaba con los pies lo mismo que con la muleta. Y dijo tantas, tantas cosas más aquel hombre que no sé cómo aquella tarde no se partieron en aquel bar taurino los espejos.
Cansado por el esfuerzo del relato, tras una pausa, exclamó como en un murmullo:
–Quisiera ser aficionado al fútbol, pero no puedo. No puedo.
Luego se quedó en silencio.
Aprovechando el momento pregunté con disimulo al barman:
–¡Fernando Segovia!... ¿Quién es este hombre que desde lejos parece inglés?...
–¡Fernando Segovia!... ¿Quién es este hombre que desde lejos parece inglés?...
Y me contestó sorprendido:
–¿Quién? ¿Este señor...inglés? ¡Ah! Pero ¿no lo sabe usted? ¡Gregorio Corrochano! ¡El maestro!
ENVÍO
A don Gregorio Corrochano, rogándole me perdone por esta crónica que le robé.
Crónica que fue recitada bajo la cabeza de «Gallineto», toro de Nandín muerto
por «Gallito Chico» en Sevilla el 29 de septiembre de 1916, después de
una faena monumental y habiendo tomado [ilegible] varas.
Así reza la leyenda.
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J. R. M.