Llaman a la puerta y brinco hasta ella a la pata coja para abrir, un poco receloso porque no tengo citado a nadie y temo que sea Frutos, el portero, queriéndome reprochar que lleve dos días sin sacar la basura.
—Un paquete para usted, señor. Creo que es un libro —aventura el mensajero con cierta audacia, casi escandalizado de que alguien pueda todavía comprar esas cosas por Internet.
Lo desembalo y aparece Haciendo de República, el último Camba que le faltaba a mi biblioteca. A la hora de que suene el timbre de casa, y ya que se antoja ineludible el gravoso trámite de levantarse a abrir, se nos ocurren pocas alternativas más edificantes al dedo de un mensajero que viene a entregarte un libro de Camba. Que en el umbral se perfilara Bar Refaeli en picardías negro y sandalias esclavas de tacón es una de ellas, por ejemplo. Tampoco me explayaré sobre sus equivalentes.
Comprar libros en estos momentos tiene algo de provocación sibarítica. España no se merece contribuyentes que pierdan el tiempo leyendo, sino asalariados chinos y emprendedores yanquis con agendas rusificadas a ritmo de plan quinquenal. Uno se pondrá a la tarea en cuanto que se le suelde el peroné, pero entretanto me van a permitir ustedes que lea un poco. Y no sabemos con qué empezar después de las dos maravillas que me han regalado Ignacio Ruiz Quintano y José Ramón Márquez, con quienes ayer embaulé, en la Taberna de la Daniela, cuanto pude de un cocido madrileño como para tumbarse boca arriba en la Patagonia y derretir dos veces el Perito Moreno.
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