miércoles, 6 de diciembre de 2023

Un verano antiguo



Vicente Llorca


En un domingo frío, el llamado Portal de Pizarro, una pequeña plaza porticada, está vacía. No hay casi nadie a estas horas en Béjar. Se ve la sierra al fondo. Un letrero sobre una barandilla cuenta que en algún momento en la plaza se erigía un palacio señorial que daría nombre al lugar. En la acera baja se encuentra un edificio con balcones, de aire cansino, que era, comunica otro letrero en la puerta, el antiguo Casino de la ciudad. En la esquina otro edificio pálido, grande y sin relieve, ostenta el rótulo un tanto solemne de “Real Hospedería”. Todos están cerrados. Por la calle que baja a la Plaza Mayor numerosos avisos en las fachadas, descuidadas, indican que se venden o traspasan en alguno de los casos.


Del pasado señorial de Béjar apenas quedan algunos restos arrumbados, más señalados en las cartelas que advertidos en la calle. Al fondo de la Plaza Mayor el palacio ducal de los Zúniga, los duques de Béjar, ostenta en la puerta de la torre un letrero que indica que allí se encuentra la “Cámara Oscura”. A los que somos aficionados a la historia de la fotografía y a los artefactos mágicos que la anunciaban –cámara oscura, Tutilimundi, dioramas, teatro de sombras…– el anuncio nos complace y hacia la torre nos dirigimos. Que allí descubramos que se trata en realidad de una habitación desde la que se proyectan diversas imágenes de la sierra no resta un ápice nuestro entusiasmo inicial. Aunque nos privemos de tal acontecimiento.


Restan en las calles, casi vacías, los muros de algunos edificios que nombran una burguesía que conoció un cierto auge textil, en medio de aquellos cerros. Bajo la plaza una vieja casona se erige sobre el valle. Las ventanas están cerradas y el jardín, debajo, abandonado. Un portón de hierro cierra la entrada a unas escaleras que ya sólo conducen a las hierbas secas, unos árboles sin ramas. La casa, indica de nuevo un cartel en la fachada, se vende. Sobre el río, abajo, se adivinan entre las sombras la efigie de antiguas chimeneas, unos muros altos de ladrillo que serían las viejas fábricas laneras. Hacia la sierra otro edificio alto, de piedra, un tanto abrumador, del que sólo quedan los muros de afuera.


Tomo algunas fotografías. Al poco me escribe P., un amigo extremeño. Me pregunta por el Hotel Colón. No sé nada de él, no he bajado a las calles del ensanche. En él pasaron, me indica, algún verano remoto con sus tías y abuelos, del que guarda el recuerdo de una ciudad bulliciosa entre el monte, un balneario cercano y de los baños en el río.


Yo pienso entonces en un verano lento y burgués, algo provinciano, ya irrepetible. En él había una terraza frente al hotel que se llenaba por las tardes. Entre las mesas, los saludos se acompañan de un “Don Luis”. O “Doña Carmen”. Excursiones al río o a un estanque neoclásico en el Parque de Béjar. Baños termales en el balneario de Montemayor o una merienda en el Gran Hotel de Los Baños, con familias abrumadoramente vestidas de domingo… En los balnearios, en los hoteles ceremoniosos de la sierra, siempre huele a humedad, un poso como de caldo de gallina, algo rancio, que ni el verano acierta a despejar.


Más tarde P. me pregunta si hemos pedido en algún mesón las ancas de rana que eran tradicionales en los bares. O en su defecto la ración de cangrejos de río que acompañaba al vino, recio y oscuro, de la sierra. Cómo le explico que el tiempo ha pasado... Las últimas ancas de rana las tomé hace décadas en un bar memorable de su pueblo, el bar Español de Plasencia, después de una tarde de toros de la que aún guardamos recuerdo. En la ciudad esta mañana sólo hemos encontrado un pequeño local abierto en el centro, con taburetes de plástico y un menú del día compuesto de pizzas y no sé qué otra herejía.


El bar de Plasencia de entonces era una transgresión, un acuerdo privado entre el dueño y los comensales, que pedían a sabiendas caracoles con tomillo o un queso sin marca, ni etiqueta alguna, que elaboraban en algún lugar de la Sierra de Gata y sacaba a oscuras el mesero de un armario tras de la barra.


Aún eran posibles las transgresiones. Y los acuerdos privados. P. no lo sabe, pero desde la ciudad triste en domingo pienso que ha pasado mucho tiempo, sin remedio. La sierra está vacía y ahora todo está prohibido.