viernes, 8 de diciembre de 2023

Pepitas de oro


Conor McGregor


Ignacio Ruiz Quintano

Abc


En Dublín, la senadora Pauline O’Reilly se propone salvaguardar la libertad de expresión prohibiendo… la libertad de expresión, en cuya defensa sólo ha salido el púgil Conor McGregor, personaje digno de un episodio en “La salida de la luna” de Ford.


En Madrid, un delegado del gobierno que se siente en deuda con Bildu por todo lo que los buenazos de Bildu han hecho por España, Paco Martín, prohíbe policialmente rezar el Rosario en la puerta de una iglesia del barrio socialista de Ferraz, rezo que tiene en un tal Calderón a su McGregor.


Nada nuevo bajo el sol, enseña el Eclesiastés, que contiene tantas pepitas de oro para la sabiduría de Salomón como la correspondencia de Goebbels para la policía de Marlasca. Así la carta en que un oficial de las SS encargado de los campos de trabajo informa que en uno caben diez mil prisioneros, y pregunta cuántos guardias le asignarán. Cincuenta, responde el ministro. Al oficial le parece imposible, por falta de proporción. Y Goebbels le explica que, de cada mil prisioneros, sólo uno será capaz de rebelarse (“Sólo se les resistirán a ustedes diez prisioneros; los demás obedecerán muy complacidamente a cambio de sobrevivir; le sobran a usted cuarenta guardias.”), por lo que es misión de los guardias identificarlo (“filiarlo”, hubiera dicho hoy) y neutralizarlo. Serían los que luego, en Nuremberg, se agarraron a la “obediencia debida”.


Si Bertrand Russell viviera hoy, al leer lo de Dublín y Madrid nos confortaría, entre risas de pájaro carpintero, con su boutade más famosa:


Para Hegel, y hasta aquí podemos coincidir, no hay libertad sin ley; pero él lo convierte en que, donde hay ley, hay libertad, con lo que libertad, para él, no es más que el derecho a obedecer a la policía.


Es lo que más o menos por las mismas fechas el psiquiatra polaco Lobaczewski designó con el término “patocracia”, una enfermedad de grandes movimientos sociales que contagia a sociedades, naciones e imperios enteros. 


Cuando una nación experimenta una “crisis del sistema”, o una hiperactividad de procesos ponerogénicos (de “poneros”, el mal) en su interior, se convierte en objeto de fácil penetración patocrática, cuyo propósito consiste en ofrecer al país como botín.


Todo aquello que amenace al régimen patocrático se vuelve profundamente “inmoral”, observa Lobaczewski, y su editora americana pone el ejemplo de George W. Bush y su tremendo “O con nosotros o contra nosotros”, que implicó que quien no estuviera con él era un “terrorista” (hoy, un “ultraderechista”). Los patócratas saben que su verdadera ideología es producto de su naturaleza trastornada, y tratan a la “otra” (la ideología cuerda) con un visible desprecio. Para el patócrata, permanecer en el poder constituye su “ser o no ser”.


Por lo tanto, la destrucción psicológica, moral y económica de las personas normales se convierte en una necesidad “biológica” para los patócratas.


La patocracia es la verdadera pandemia occidental.


[Viernes, 1 de Diciembre]