Dos veces en la vida he tenido que ser Premio Nobel, esto es, desempeñarme como tal. Y como les prometí, les cuento.
Un día del verano de 1968 me hallaba en plena siesta, en mi ciudad natal de Huelva, España, cuando se presentó allí un equipo de TV alemana que estaba documentando, a lo largo del ancho y ajeno mundo, algunos lugares que la Literatura ha convertido en universales. Entre ellos el pueblo de Moguer, tan cerquita de donde yo nací, y al que Juan Ramón Jiménez inmortalizó en Platero y yo. El equipo de TV necesitaba un intérprete (lingüístico) y consultó al cónsul alemán, viejo y gran amigo mío, arquéologo aficionado, quien a su vez me contactó interrumpiendo aquella gloriosa siesta.
Acepté la oferta y la filmación se hizo muy rápidamente, muy profesionalmente, hasta que llegamos a la escena final. Según el guión, Juan Ramón Jiménez debía aparecer a lomos de su burro, de su Platero (“pequeño, peludo, suave”), encuadrado por la cámara mientras avanzaba hacia uno de esos crepúsculos incendiarios de la Andalucía atlántica.
Fue en vano que le explicase al realizador, el israelí Nathan Jariv, que Juan Ramón jamás se había montado a lomos de Platero ni de ningún otro equino… porque le tenía un pavor sagrado a los cuadrúpedos como medio de locomoción. “La escena hay que tomarla tal cual lo indica el guión, basta”, me dijo, y no sólo eso, sino que yo era la persona más adecuada para montar el pacientísimo burro alquilado de que disponíamos para la película.
Como se me filmaría de espaldas no importaba que yo fuese lampiño, carente de la barba nazarena de JRJ. “Por lo demás”, remachó Nathan, “eres de Huelva, poeta (aunque sólo sea aficionado), y alto y desgarbado, igual que el gran Juan Ramón”. De manera que me encaramé al Platero de alquiler, y me fui cabalgando en él frente a un lujoso ocaso de oros y de malvas.
Esta fue la primera vez que me desempeñé como Premio Nobel.