domingo, 30 de junio de 2024

Un lector de mis columnas


Bolaños de Calatrava


Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


A Filiberto y Avelino


Esa cosa fugitiva en la que la reputación del escritor se arriesga como en un gran libro, que es el artículo, tiene como recompensa la aparición de interesantísimos lectores que te siguen, formándose una afectuosa red de amigos, y que incluso acaso la lectura de ese escrito tuyo, empujado por la prisa y represado por el servicio inexorable de la actualidad, se convierta en rito entre los miles de ritos cotidianos. Nadie sabe a ciencia cierta la razón por la que un lector se fija en un columnista, y a partir de ese momento se hace parte de tu vida. Debe ser algo parecido al misterio de la amistad. A los lectores los elige el destino, como en un trance revelatorio. Hay columnas que nos tocan, otras no. Uno de esos lectores fieles que me seguían, lector de alta calidad y preeminencia, a pesar de mi poco mérito, ha fallecido hace unos días, el caballero bolañego Don Filiberto, ingeniero de caminos, hombre culto y de una discreción y modales aristocráticos, de la vieja aristocracia, claro. Todo lo noblemente aristocrático no es más que un vestigio funerario en nuestro mundo. Ocultó la letalidad de su enfermedad a su familia y amigos. ¿Por qué hacer sufrir con antelación a quienes nos quieren? Eso es tener clase y dignidad ante la muerte. Que la muerte no consiga jamás afearnos nuestro buen gusto. La forma de morir es la última definición de nuestra vida. Nos califica. Saber morir es siempre un acto ético, el último acto de conducta. Esta sociedad no nos enseña a morir, por eso son pocos los que saben morir como se debe morir. “Calaron los cascos, embrazaron las rodelas y ciñeron las espadas”. Así se recibía la muerte gloriosa. Perder un lector, un testigo de nuestras palabras, es un poco morir uno mismo, al cerrarse uno de los canales por el que discurría tu humanidad, sensata o insensata, acertada o desacertada, hasta él, vivo e inflexiblemente inteligente, y hoy nos invade un poco la somnolencia de vencido. Pero la muerte de un lector no es un objeto literario, sino un artículo de silencio y despedida singular. Quienes escribimos nos importa mucho vivir en la sensibilidad de nuestros lectores, y hoy una sensibilidad exquisita ha muerto. Escribir columnas es una operación que afina el pensamiento y la pluma para quizás un día llegar a la gran creación, igual que los golpes que los boxeadores dan a un balón colgado de una cuerda, ensayándose para el gran torneo con otros atletas. Y los buenos lectores, como sin duda lo era Filiberto, presienten en esas columnas la capacidad de creación que tiene el columnista. Por eso los lectores de columnas son los que mejor conocen a los escritores, porque han visto potencialidad que se guarda en la trastienda. Los artículos, si son buenos, ya son hojas de libro, y si son de categoría fugaz, sirven, en el caso peor para vencer la inercia; quizás para sufrir, que es el motor supremo de la creación. A partir de la muerte de Filiberto me temo que mis artículos pierdan algo de eso que está debajo de ellos, tanto eso que los clásicos llamaban hypokeímenon (subiectum) como la hypóstasis (substantia), pues que se escribe en función del que lee. La escritura y la lectura que se prolongan en el tiempo forman un fuerte vínculo espiritual, aunque no se conozcan el escritor y el lector en el sentido vulgar de conocerse, a pesar de que haya un conocimiento más profundo de lo que parece en esa relación. Ya Julia Kristeva nos decía que leer (del lat. legere, coger, recoger, robar, apropiarse de) es una actividad tan dinámica, agresiva y apasionada que las almas tanto del lector como del escritor contactan profundamente. Además, un texto literario dice mucho más que su significado denotativo, porque incluso el propio significante se convierte en tema del texto. En un texto literario del subgénero de la columna podemos encontrar eso que la misma Julia Kristeva llamó ideologema, el alma y la mundivisión de una época, además los abismos del inconsciente del autor a través de ese lenguaje plurisignificativo, tan propio de la literatura. La muerte de un inteligente lector de opinión pública empequeñece un poco eso que Agnes Heller llamaba la comunidad de argumentación. Filiberto era de los que frente al “discurso de poder” juzgaba libremente y daba su opinión a partir de una suficiente información y una acrisolada virtud cívica. La virtud cívica se exige a todos los ciudadanos, en tanto que la educación se ofrece a cada ciudadano. Pensemos también que la muerte en sí no deja de ser el interrogante a un “si” condicional, un transpositor creador de universos. Y nadie sabe si ya desde la otra orilla siga leyendo nuestras opiniones, con una gran sonrisa, pues que ya tiene en sus manos todas las claves. Artículos, naturalmente, cada vez más filosóficos, místicos y puramente culturales, pues ¿cómo poder escribir de Alvises o Puigdemones y otros predicadores itinerantes sin tener una nauseabunda sensación carminativa? ¿Qué decir en un mundo en donde la vieja política del Big Stick se vuelve a imponer en esta misma Europa enloquecida? ¿Dónde está ahora aquel Cuerpo de Paz concebido por el gran Kennedy? Bolaños es el pueblo en que vivió Filiberto, quizás el pueblo más emprendedor, autodisciplinado y trabajador de Castilla-La Mancha, pues que nada puede amedrentar o arrugar a un bolañego; tiene coraje para vender pollos policromáticos o melones en todo el mundo conocido, y levantar mil empresas útiles del mismo suelo. No existe la crisis que abata a los bolañegos, henchidos de esfuerzo personal, dinamismo y capacidad de conquista. En su día el aceite, el vino, un estupendo anís mejor que el de Rute, los cereales, las frutas, la cría de ganado y fábricas de aguardientes eran sus principales motores económicos, pero hoy sus activísimos polígonos industriales ofrecen una variegada panoplia de sectores económicos. Pueblo abiertamente de derechas, caracteriologicamente de derechas, como corresponde a una afanosa sociedad emprendedora y muy trabajadora en la que cada uno labra su propio futuro sin olvidarse de los deberes éticos que tiene para con los demás. Sit tibi terra levis, carissime Philiberte.


[El Imparcial