domingo, 2 de junio de 2024

Segunda de Rejones. Diego Ventura lo celebra a lo futbolístico. Pepe Campos



PEPE CAMPOS


Plaza de toros de Las Ventas.

Sábado, 31 de mayo de 2024. Vigésimo festejo de San Isidro. Segunda corrida de rejones. Lleno. Tarde primaveral soleada.


Toros de Los Espartales, procedencia Carmen Lorenzo, de sangre Murube, con los pitones muy cercenados, de escasísimo trapío, mansos, flojos, nobilísimos, obedientes y manifiestamente colaboradores. Hechos con calco.


Toreadores: Rui Fernandes, de Almada (Portugal), vestido a la Federica, casaca azul con adornos en oro y pantalones beis, silencio y silencio tras un aviso; veinticinco años de alternativa. Sergio Galán, de Madrid, traje campero, chaquetilla gris, oreja y saludos; veintitrés años de alternativa. Diego Ventura, de Lisboa (Portugal), traje campero, chaquetilla marrón oscuro, silencio y dos orejas, salió por la puerta grande —su decimonovena en Madrid—; veinticinco años de alternativa.


Poco le faltó a Diego Ventura llegadas las nueve y quince minutos de la noche para seguir rejoneando e irse haciendo corcovos hasta La Cibeles a celebrar su decimonovena Puerta Grande en Las Ventas. En la tarde de ayer parece como que el caballero lusitano saliera a la arena «venteña» contagiado del espíritu del Real Madrid —aunque sin conceder primeras partes en su ánimo—. Fue tal la cosa que desde el inicio del festejo se le vio concentrado y dispuesto para lograr un éxito mayor, y así ocurrió. Lo consiguió haciendo de todo, rejoneando y mucho, y expresando cortesías, realizando reverencias y saludando a todos y cada uno de los espectadores de la plaza. En las preceptivas clásicas del toreo a caballo, allá por el siglo XVII, se hacía notar la necesidad de que los toreadores tenían de cumplimentar a las autoridades y a las personas notables asistentes a los festejos. Por supuesto, el festejo empezaba con la salutación cortés de los caballeros a los reyes de la Monarquía Hispánica, cuando estaban presentes; y después también saludaban a todos los personajes de la nobleza que ostentaban cargos diplomáticos o profesaban funciones ejecutivas; sin olvidar de exteriorizar galanteo a las damas, tal vez, en orden de preferencia. Este aspecto tan notable del ceremonial del toreo a caballo, en ese inicio institucional de la tauromaquia, fue pasando a un segundo plano a medida que la importancia de los planteamientos taurómacos se fueron centrando en el dominio del toro. Así, escribía Jerónimo de Villasante, en sus Advertencias para torear con el rejón (1659), lo siguiente: «No aconsejo que se tenga galanteo: pero es cierto que si le hay, se obra todo con dicha y con mayor primor». Las cortesías y galanteo estaban en el programa del comienzo de la función taurina, y podían mantenerse comenzada ésta aunque el toro estuviese en la arena. Por ello, la parte de las expresiones corteses y su heterogéneo valor social se anteponían, si daban su fruto.


Con el tiempo, en el rejoneo moderno se ha mantenido la presencia, por florido y barroco, de aquel ceremonial que representaba respeto, finura y atenciones hacia los asistentes a las corridas. Por el camino, a dicho toreo a caballo se le ha querido dar un contenido para que ampliara conceptos —que ya habían sido prefigurados por aquellos rejoneadores pioneros de la Edad Moderna—, como ir de frente hacia el toro, dominarle a la cola de los equinos y clavarle los hierros en el morrillo o en la cruz, desde la altura o verticalidad de los estribos, tras quiebros en la llegada a esos bóvidos y con superación en el encuentro de estos mismos astados, mediante toreo en redondo. La reflexión aportada por Jerónimo de Villasante, que hemos citado más arriba, venía a ser un deseo para favorecer la introducción de fundamentos y criterios en el modo de torear. Andando los tiempos, algunos caballeros contemporáneos han valorado el contenido de lo taurino más que la aparente belleza de la salutación y del halago al público o de otros entretenimientos. Es decir, han aligerado su expresividad en el ruedo en pos de ponerse a torear. Así podríamos recordar al caballero castellano Manuel Vidrié o a su continuador en ideario, el jinete navarro Pablo Hermoso de Mendoza —que hace unos días se despidió de la afición de Las Ventas—. Aún así, ciertos toreadores siguen apegados a los grados más ceremoniosos del espectáculo, como lo plasma el adiestrado y vertiginoso caballista Diego Ventura. Desde nuestra perspectiva, para que sirva de guía, en relación a la importancia del mérito de la tauromaquia a caballo, finalizamos esta parte con lo que exponía el tratadista Luis de Trexo, en Advertencias y obligaciones para torear con el rejón (1639): «en el caballero lo más lucido de su gala, es la mesura, afabilidad, y modestia», es decir, mientras se torea, hay que estar alegres pero con «descuido».


Diego Ventura para conseguir sus prioridades de querer ir por la noche a La Cibeles no se descuidó. A su primer toro le puso un rejón de castigo delantero y caído, con el equino Velásquez. Más adelante, le colocó tres banderillas. Las dos primeras montando a Nómada —medias vueltas en la cara del morlaco y ejercitando piafé— y la tercera a lomos de Bronce con el que desplegó todo un repertorio de prestidigitación: de inicio una reverencia, tras lo cual el toro agotado se echó. Al levantarse el bóvido, Ventura enseñó el hocico de esta montura al toro. Puso banderillas a dos manos, colocadas desde la grupa e intentó que Bronce mordiera al toro, lo que hizo gracia al respetable. Finalizó, desapareciendo del ruedo reverencialmente marcha atrás, al tiempo que acompañaba la escena con recias palmadas y gruñidos para que el público se soliviantara. Montando a Guadiana puso dos rosas. Acto seguido, Ventura le dio dos cabezazos al toro, así como suena. A partir de ese momento se metió en un berenjenal de pinchazos que le impidieron cortar dos orejas muy ansiadas. Esta desazón subió de tono y de efectividad en el sexto toro de la tarde. Toreó con cuatro monturas. Con Guadalquivir para el rejón de castigo, clavado a la salida del toril y desde más allá del estribo; después, con la madera sobrante del rejón y su banderola hizo pasar al toro a la llamada del cabalgador, según embestía aquél: el astado se fue por un lado y la montura por otro. Utilizó a Lío en tres banderillas: las puso al quiebro y el toro derrotó en el equino en varias ocasiones. La cuarta banderilla fue con Fabuloso, al que tocó el bóvido. Terminó montando a Guadiana para rematar la faena clavando tres rosas al violín, lo cual elevó la temperatura de la plaza a niveles de frenesí. Con el rejón de muerte, fue muy operativo, y en un clima indescriptible de peticiones obtuvo las dos orejas que todo el mundo afanaba.


La labor de Rui Fernandes, en sus dos toros, fue sosegada a tramos, en muchos momentos clavó en la cruz, en otros no fue así. Quiso torear de frente, no siempre con éxito. El nivel de su monta no afloró. Destacó más con sus caballos, Mistral y Ponce. Mató desacertadamente. Por su parte, Sergio Galván tuvo detalles camperos, pero no clavó con fortuna y sufrió derrotes. A su primer toro le cortó una oreja por matar con efectividad. Sobresalió con el equino Bambino, que bamboleó con sus manos al torear. Ello le dio un grado de espectacularidad a su actuación. A su segundo toro, el quinto, al matar de bajonazo y golpe atravesado, perdió la puerta grande que se le iba a pedir.