Toros, filosofía y modernidad
Jean Juan Palette-Cazajus
La noción de legitimidad es cuestión que me obsesiona yo diría que de toda la vida. Legitimidad de las cosas, legitimidad de las instituciones, legitimidad de las personas. Legitimidad intelectual, social, cultural, nacional. Acompañada de otro sentimiento que probablemente no sea más que el corolario de la primera cuestión, el de una exterioridad fundamental al mundo circunstante. Decir que mi sentimiento de la vida ha sido siempre un sentimiento periférico será tal vez la manera más suave de resumir la situación. Algo como la conciencia de una imposibilidad intrínseca para acceder al corazón de las cosas y de los seres. La sensación de estar siempre expuesto a la intemperie. Lo achaco en parte a las consecuencias de mi constitutiva esquizofrenia cultural. No niego que esta situación pueda, ocasionalmente, brindarle a uno la ilusión fugaz de una lucidez privilegiada. Pero aquellas satisfacciones, muy esporádicas, poco pesan frente a la presencia compacta, invasiva, inexorable, del sentimiento de ilegitimidad.
La noción de legitimidad es cuestión que me obsesiona yo diría que de toda la vida. Legitimidad de las cosas, legitimidad de las instituciones, legitimidad de las personas. Legitimidad intelectual, social, cultural, nacional. Acompañada de otro sentimiento que probablemente no sea más que el corolario de la primera cuestión, el de una exterioridad fundamental al mundo circunstante. Decir que mi sentimiento de la vida ha sido siempre un sentimiento periférico será tal vez la manera más suave de resumir la situación. Algo como la conciencia de una imposibilidad intrínseca para acceder al corazón de las cosas y de los seres. La sensación de estar siempre expuesto a la intemperie. Lo achaco en parte a las consecuencias de mi constitutiva esquizofrenia cultural. No niego que esta situación pueda, ocasionalmente, brindarle a uno la ilusión fugaz de una lucidez privilegiada. Pero aquellas satisfacciones, muy esporádicas, poco pesan frente a la presencia compacta, invasiva, inexorable, del sentimiento de ilegitimidad.
Óscar Domínguez
Cabeza de toro. 1941
Este sentimiento de ilegitimidad lastra también mi condición de aficionado a los toros. No tanto porque uno “sepa menos de toros que una monja belga” como venenosamente suele sentenciar una figura emblemática de la afición madrileña. Mis fondillos y yo llevamos matrimoniados con las alturas alpinas de Las Ventas y su inhóspito cemento años suficientes como para que se me hayan pegado algunas nociones de lo que suele ocurrir allí abajo. Las suficientes para aprender a discriminar, a lo largo de incontables e interminables concilios taurinos, entre la charlatanería y los “chaneladores” dignos de crédito. Pero confieso un terrrible hándicap, una verdadara tara: carezco de memoria taurina. No me pidan a mí, a diferencia de lo que suelen praticar con suma naturalidad algunos amigos privilegiados, que yo compare minuciosamente, como si acabara de presenciarlas, las tres tandas de naturales rematadas atrás que instrumentara Fulanito de tal a un cinqueño de la ganadería de Zutano, hace cosa de 15 años, con aquella otra lección de toreo con la zurda que diera Mengano con aquel calcetero y gargantillo de Perengano, cuatro años antes. Sin duda yo también estaba en aquellas corridas y cabe incluso que me acuerde de que Fulanito de tal y Mengano habían estado superiores aquel día, pero mi memoria fotográfica sólo conserva de aquellos eventos reminiscencias borrosas y deshilachadas.
Sorolla, 1915
Me he preguntado muchas veces por las razones de esta lamentable derrota de la memoria. Hace años, en alguna ocasión, traté de discurrir sobre el modo en que los conceptos de microcosmo y macrocosmo, tan del gusto del pensamiento medieval o analógico, pudiesen servir para entender el particular universo de la tauromaquia. Sus enemigos mortales nunca llegarán siquiera a intuir la densidad de contenidos de la cultura taurina y el espesor de las vividuras que la acompañan. Hasta el punto de que para algunos aficionados existe la tentación de que el microcosmo de la afición termine imponiéndose al macrocosmo de la existencia. Mi afición nunca se ha regido por la articulación de estos dos conceptos. Tal vez porque si los toros cuentan mucho en mi vida, tampoco la determinan. Para algunos, la desfachatez de semejante confesión me hará merecedor de una excomunión a matacandelas. Me defenderé empezando por negar la mayor: nada más iluso que la creencia o el refugio en la hipótesis de un microcosmo taurino tan protector como totalizador.
Porque no hay nada menos evidente y “natural” que la tauromaquia. Es ésta, históricamente, un fenómeno improbable, extremo y controvertido. Dijo alguien que no recuerdo algo como que la felicidad de Dios consistía en recrearse en la absoluta completitud de su unicidad. Haría mal el aficionado a los toros en inspirarse en semejante ejemplo. Más que de la absoluta –y finalmente comodona– unicidad de Dios, la tauromaquia es un ejemplo cardinal de la absoluta “incompletitud” de las ocurrencias humanas cuando pretenden acceder a los estratos donde confluyen la sangre y la sublimidad. De fenómeno emergente y nunca del todo emergido, la tauromaquia ha pasado a ser un fenómeno evanescente y nunca del todo desvanecido. Jamás he podido considerar la tauromaquia como una institución inalterable y tutelar. Para mí su modo de ser siempre habrá sido transgresivo, problemático y desestabilizador. De modo que mi afición nunca logró acceder a la confortable tranquilidad anímica que le permitiera atesorar una personal memoria taurina como otros acumulan un holgado patrimonio en fincas urbanas y rústicas. Mi afición es inseparable del carácter controvertible y agonístico de la tauromaquia.
Picasso
Dora y el Minotauro, 1936
Desde el interior del microcosmo taurino se pretende seguir creyendo, contra toda evidencia, que el animalismo representa sólo un sector minoritario, fanático y estrafalario de la sociedad. Persiste la negativa a conocer la capacidad reflexiva y ofensiva de aquellas teorías, la exponencial producción internacional de literatura sobre el tema. Nadie quiere enfrentar la asombrosa rapidez con que la mancha de aceite de la panestesia zoófila ha invadido las sociedades y las instituciones, hasta el punto de amenazar la propia definición ontológica del ser humano. Ya no puedo acudir a la Plaza con la frecuencia que lo hiciera. Fuera de ella no se ven los toros pero se pueden seguir pensando. No es el día de meterse en camisa filosófica de once varas. Sólo recordaremos que el animalismo le propone un horizonte infantil a la historia humana, basado en la generalización inofensiva de la necedad zoológica. De resultas de lo cual la corrida de toros se ha convertido en un referente fundamental desde donde recordar que la condición humana es azarosa por definición e inseparable del horizonte de la tragedia.
En el mundo taurino persiste la tendencia a creer que cualquier tiempo pasado fue mejor para el toreo y de paso para el nivel de exigencia y conocimientos de la afición. Dejaremos para otro momento la relatividad del primer punto para detenernos unos instantes en la evidente falsedad del segundo. No había Feria de san Isidro en los tiempos míticos de Joselito y Belmonte. Don Livinio Stuyck organizó la primera en 1947 y contaba con cinco festejos. En la presente ocasión, las mezquindades de la vida me impidieron acudir al Olimpo de la andanada del 9 donde el maestro Márquez imparte doctrina rodeado de exigente sínodo. Este año, particularmente fausto a lo que parece para la afición, los festejos sumaron 34. El aficionado actual puede acumular experiencia hasta el punto excesivo de “atorarse” como bien dice el dialecto venteño. Hace tiempo que el aficionado viene siendo sumergido por una ingente cantidad de información táurica, libros, revistas, fotos, vídeos, espacios televisivos, conferencias y tertulias varias. En ningún momento de la pasada historia taurina ha tenido, como hoy, tantas posibilidades de fabricarse un juicio sólido. Pero, como ocurre en cualquier otro sector de la cultura y del saber, la lucidez, la racionalidad del juicio contrastado y la clarividencia siguen siendo minoritarias.
J. García Ramos, 1852-1912
Banderillero citando
Banderillero citando
Aquella minoría se tutea dignamente con el “conocimiento”. Muy otra cosa es la pesadez de un presunto “saber” taurino cumulativo que ha conferido a cierto sector de la afición la ampulosidad estéril y malévola de los sacerdotes egipcios en tiempos faraónicos. Luego queda la inmensa mayoría, el público. Nadie entre los acólitos del maestro Márquez se arriesgará a la cursilería de emperifollar la corrida, con palabrejos engolados. No se suele mentar el rito, el sacrificio, la misa mayor. Lo evidente no necesita retóricas. Pero la corrida es también una diversión de masas. El aficionado no es el espectador: el primero va a abstraerse, el segundo a distraerse. Este último objetivo es hoy determinante. En estas circunstancias nada hay tan difícil como dar cuenta a los ausentes de la verdadera sustancia de una corrida. Me han “obligado” a intentarlo alguna vez. He vivido el resultado como una estafa, una impostura. El 90% del contenido de las mejores reseñas taurinas puede aplicarse sin cambiar una tilde a cualquier otro festejo. Por riquísmo que sea el acervo léxico taurino, bien pocos son capaces de transmitir las particularidades de un toro, las especificidades de un lance, de un trance, de un percance, de una faena. Conozco uno que acepta el envite. Hemos sido muchos en esta isidrada, los presentes y los ausentes, bajo diversas latitudes, desde las periferias del Celeste Imperio a los ruinosos caserones pirenaicos, en absorber las creo que treinta y una crónicas con que nos alimentó José Ramón Márquez. Ninguna parecida a la anterior, ninguna a la siguiente. Generosas, minuciosas, exhaustivas, didácticas, castizas, con aquellas andanadas de sorna en la sarna de la superchería. Perspicaces en referir cualquier incidencia significativa, capaces de sugerir la colocación, la curvatura del pase y el remate, empeñadas en invidualizar cada singularidad, el torero y el “subalterno”, el toro y el ganadero. Todas ellas tácita, implicitamente regidas por una reivindicación ética de la tauromaquia y una conciencia de su actual precariedad que me atrevería a considerar no tan alejadas de mis propias preocupaciones. Lo que decíamos al principio, legitimidad.
Mariano Fortuny*
Los que nos picamos de escribidores, sabemos lo que cuesta sumar un renglón tras otro y más aún que tengan algo de sentido. Para muchos aficionados la feria de San Isidro constituye el verdadero período vacacional, el único asueto digno. Suele ser época de indulgencia o resignación conyugal que, tras la corrida, permite a las cañas acumularse, al tono de las tertulias elevarse, a las estupendeces proferirse y al disfrute de la convivencia intensificarse. Pero para entonces, durante un largo mes, contrariamente a lo que algunos pudieran pensar, los numerosos amigos del maestro Márquez no disfrutarán de su talento conversador ni del privilegio de sus comentarios. Es la hora de Fray José Ramón cuya labor adquiere durante aquel tiempo litúrgico una dimensión cartujana, una austeridad zurbaranesca. Retirado en su celda, sólo el lento menguar de una vela en el corazón de la noche atestigua las largas horas dedicadas al deber de informar su expectante lectorado, desde el rigor del análisis, la pureza de los conceptos y la soltura del cálamo. Gracias maestro.
Pd. Nadie piense que olvidamos el lujo añadido, este año, de las fotos del gran Andrew Moore.
Labor cartujana
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* Pero Fortuny, Fortuny es el genio. Picasso estaba acorralado por los políticos. Todo el arte moderno empieza en Fortuny. Goya, al lado de Velázquez, no pasa de ser un caricaturista. La cadera de Gala es el principio y el fin de todas las cosas.
Salvador Dalí