Un colega del doctorado, de los que no me ha denunciado todavía, traduce clarias del vietnamita.
En serio. Ese es su proyecto para graduarse de PhD en mi universidad. Las clarias gigantes y cómo traducir sus bigotes de gato al inglés.
Para los cubanos, no se trata de clarias ni mucho menos.
Todos sabemos y recontrasabemos que “claria” es un eufemismo para no mencionar el vulgar nombre del “pez gato”: esa recombinación de limpiapecera con lombriz solitaria acuática.
Vomitivo.
Un asco.
De tanto discutir en clase los textos de mi colega todavía no delator, uno va aprendiendo las siete maravillas del mundo a lo largo y ancho del río Mekong.
Para empezar, nunca se ha llamado Mekong.
Como todas las palabras en Occidente, “mekong” es también un barbarismo. Algo que alguien oyó mal y transcribió peor. Como un eructo. O un peo.
Nada de Mekong, compañeros.
Mekong ni mierda.
El río se llama en chino Lahn Xang. Es decir, el de “cauce rápido”.
Prodigiosa imaginación, ¿no? Millones de chinos no pueden estar equivocados.
Si un río con río corre rápido, como rápido corren los carros por los carriles del ferrocarril, entonces a ese río con río se le ha de nombrar así: el río del “cauce rápido”.
Lahn Xang.
No se rían.
Excepto el español, que es la madre y la madrastra de la pura retórica, el resto de los idiomas son muy concretos. Correctos.
El cubano, específicamente, como lengua sería hijo e hijastro de una puta retórica.
Échense como suena esto: Zaza, Quibú, Toa.
Por favor. Un argot sin etimología.
Como debe ser, por cierto. Dialectos déspotas para un pueblo dictadurable como el cubano.
Después no se quejen por las clarias enanas.
Cuando el falso Mekong va bajando hacia el sur, por una ribera un tipo de chinitos lo llaman “Lanchang”, que literalmente es el mismo nombre del reino de los “cien mil elefantes”. Léase, el actual Laos.
Un río a donde venían a beber los elefantes salvajes de la maleza y los elefantes domesticados del reino.
Mientras que en la orilla de enfrente al falso Mekong otros chinitos le dicen simplemente “Mae Kawng”. Que ya no significa nada, sino precisamente “río Kawng”.
Aunque, por esa área, parece que el concepto de “río” y de “madre” son medio sinónimos, según mi colega vietcong parado junto a la pizarra electrónica del aula. Así que Mae Kawng es también la Madre Kawng de los ribereños de ojos rasgados.
Pienso de pronto no en Yuliesky, sino en su padre enfermo Lourdes Gourriel. El gran jonronero retirado cubano, a medio camino entre el exilio y la oncología, explicando ante las cámaras inquisitoriales de la CNN por qué su hijo no es un racista.
Pobres cubanos. Tan solitarios entre sus altísimos salarios y la desaparición del castrismo.
No tenemos ni un nicho necrológico a donde regresar cuando la vida se vaya. Y nos vaya.
Somos como los visitantes foráneos de Bangkok, perdidos en el llano, que entendían “Mae Kawng” como “Mae Kong”. Como es lógico, porque las fonéticas orientales son puro caos y pura confusión.
Y ni siquiera los brutales británicos pudieron hacer nada al respecto. Mucho menos los amanerados franceses.
De manera que el nombrete así mismo se le quedó: río Mekong y bien, río Mekong y para el carajo.
Hasta el día de hoy.
Tal vez Trump pueda hacer algo al respecto antes del 2020.
O tal vez la momia de Ho Chi Minh.
Desecar su cauce o algo por el estilo. Encontrar carbón o uranio bajo su lecho. En cualquier variante, mucho mejor que tanta traducidera estéril en un aula de PhD.
Llámese colonialismo o llámese poesía hidráulica.
Lo cierto es que ese río está repleto de clarias. Y no sólo de clarias, sino de clarias gigantes. Peces gatos grotescos, así en cubano como en vietnamita.
Pla huek. O sea, pez gigante.
En puridad, por esas regiones no se ha descubierto aún el concepto de h. Así que se pronuncia “pla buek”, un término de uso común entre las clases altas y las castas bajas de los intocables.
La única excepción, como era de esperarse, son los khmers rojos y no rojos de Kampuchea. Esa gente la ha cogido con llamar a la claria el “pez de los dioses”: tre-rao-al.
Aunque yo creo que es una justificación para no tener que comerse esa carne tan carroñera.
Cuando llegaba a mi carnicería del barrio, en el Lawton inmemorial de las afueras y los abajos de La Habana, la peste a orina duraba días y días después de venderse todo.
Era insoportable.
La náusea.
En Cuba eran más bien unas clarias enanas, pero igual multitudinarias.
En el Mekong, añade mi colega académico con orgullo de inmigrante, las cazan hasta de más de dos metros. Una barbaridad.
Y la claria más claria del récord Guinnes pesó justo 180 kilogramos.
Hemingway se hubiera vuelto a morir de haber visto semejante espectáculo. The Old Man and the Cat Fish. Premio Nobel ipso facto.
En fin, no quiero seguir asqueándolos sin necesidad.
Ni tampoco con necesidad.
Cuando llegué al exilio, tan tarde como el 5 de marzo del 2013, pensé que en los próximos mil años nadie me iba a mencionar a las cabronas clarias.
Estaba equivocado.
Estábamos equivocados.
En el primer restaurante de lujo que me llevaron en Nueva York, la especialidad de la casa era, ya saben, Blackened Catfish.
Dios no me dejará mentir al respecto. Que la patria me covfefe orgullosa si no les estoy diciendo ahora la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.
Podría jurarlo sobre la biblia de los cubanos, sea lo que sea ese libro para un pueblo si no muy ateo, por lo menos sí muy atroz.
Nunca en la vida se me olvidará aquel menú: Cajun catfish with the right touch of spices. Traditional method of down south cooking. Without any fat.
No sabía que el pez gato tuviera grasa.
Ni tampoco me importó averiguarlo esa primera noche sin Cuba.
Valía carísimo, por lo demás. Qué locura de mundo.
Fue un síntoma bien tempranero de que en los Estados Unidos algo estaba muy pero que muy mal.
Una cosa corpórea.
Como un tumor de izquierda.
Como un fundamentalismo ecológico.
Como un síndrome refinado de la Revolución.
No sé si en sus cerebritos, en su alma metalizada, o en sus pliegues del tracto gastronorteamericano.
No me extrañaría que la crisis general del capitalismo hubiese comenzado justo por aquí. Por los menús marxistas de Manhattan, con copyright de una conspiración entre el sudeste asiático y los chefs esclavistas confederados.
Pedí un bisté de res.
Carne de vaca, carajo. No me jodan más con las clarias.
Váyanse para Cuba, si tanto les parece que las croquetas de claria al plato son una delicatessen.
Me trajeron el bisté tinto en sangre. Otra exquisitez, según las libidinosas profesoras que me hospedaban en NYU.
Me paré. Sin pedir permiso.
Ni en inglés ni en vietnamita ni en la cabeza de un guanajo.
Fui al baño.
Me metí el dedo hasta la campanilla. Puafff.
Vomité bilis. Vomité vísceras al vacío. Vomité vocablos.
Tenía un hambre del recontracoñísimo de mi madre. Porque no había comido nada ese día, entre el nerviosismo del avión y la comemierduría de despedirme para siempre de Cuba.
Sudaba frío. Pensé que sería un infarto.
Respiré. Me calmé un poco las nalgas.
“Resiste, coño”, me dije. “Aprieta el culo y dale a los pedales, que para algo tú eres y vas a ser el gran Orlando Luis”.
Pensé en transmitir ahí mismo un video por Facebook live, a ver si entre mis 5000 amigos virtuales me sentía un poco menos vaciado.
No lo hice en definitiva.
Me lavé la boca. Agua del grifo. A cuentagotas. Tap, tap, tap.
Olía rara esa agua. No sabía ni a agua.
Otro asco. Flúor capitalista contra mi vértigo cubano de todavía no haberme ido. Ni haber llegado.
Respiré.
Se me fueron pasando los retortijones de estómago. No tuve que cagar, por suerte.
No vi papel sanitario. O lo vi, pero dentro de un aparato del cual no sabía, ni tenía ganas a esa hora, de aprender cómo sacarlo.
Fuck the United Catfishes of America.
Viré a la mesa.
El olor de la hemoglobina seguía nauseabundo. Una masacre.
“Este es el fin”, pensé sin que ningún cubanólogo lo notara.
¿Alguien podría llevarse ese charco de sangre de una jodida vez?
Pero no dije nada, como Barack Obama y la corrección política mandaban.
Con gusto me hubiera comido entonces unas de aquellas clarias gigantes. Ennegrada, con su toque de especias cocinadas al estilo del sur. Incluso con grasa.
Pla buek al burro.
Pla buek imperial.
Pla buek a la jardinera.
Esto nada más que me pasa a mí, yo pensaba y pensaba mientras hacía cuentos cómicos sobre la falta de comida en Cuba y cosas así.
Los faunos con tenure-track me aplaudían. Yo era su títere más reciente. Su monito etnográfico extraído, como una muela podrida, del paraíso de los bárbaros.
Tal vez ya hasta me calculaban, apostando a cuál podría ser mi inclinación y/u orientación y/o potencia sexual.
Todo por un falo.
Manhattan es una posada con rascacielos.
Me sentí virgen raptada, por más patético que me parezca ahora teclearlo.
Esto no me hubiera pasado en Cuba, yo pensaba y pensaba mientras hacía cuentos cómicos sobre la lentitud de internet en Cuba y el fin del castrismo.
Pero estábamos nada más que en marzo y en el 2013 apenas.
No podíamos saberlo, claro. Pero al castrismo, como a esas clarias del Mekong importadas a la Gran Manzana, todavía le quedaba todo un mundo por delante.
*Capítulo de la novela inédita "Que la patria os covfefe orgullosa", libro de próxima publicación por Ediciones Hypermedia.