EL OTRO ALONSO
Alfonso Antonio Vicente Eduardo Ángel Blas Francisco de Borja Cabeza de Vaca y Leighton,
VIII marqués de Portago, XIII conde de la Mejorada y Grande de España,
más conocido por su título de marqués de Portago, también como Alfonso de Portago
o por su apodo Fon de Portago
Jorge Bustos
De Vargas Llosa siempre dicen los depositarios alfaguaros de la Cultura que admiran sus novelas a pesar de su liberalismo, y de Fernando Alonso admira
la gente sus habilidades motrices a despecho de su proverbial
antipatía. Pues bien, uno –que no es liberal ni conservador, ni mucho
menos socialista– celebra en Vargas las diatribas periodísticas más que muchas novelas y en Alonso ese
carácter hosco de astur prerrománico muy por encima del somnífero
deporte que practica. A Alonso tenemos que perdonarle que se dedique a
una cosa tan coñazo como la Fórmula 1, cuyos arduos reglamentos,
inspirados en seminarios de Física para pagafantas, rara vez consiguen
amenizarnos las resacas.
Fernando Alonso hizo el domingo la mejor carrera de
su vida y hasta cosechó en mi casa ecos rendidos de las onomatopeyas
exultantes que en los momentos álgidos va descargando Lobato, esa autoescuela de los pobres en definición de Ruiz Quintano. Es Lobato un Rodríguez de la Fuente al
que no excita el rociado glandular del lince sino el vapor de la
gasolina y el zumbido de un difusor, la acotación territorial que los
bólidos evacuan quemando caucho contra el asfalto en vez de meando sobre
las amapolas de Doñana. Lobato es el Homero de Alonso, un exégeta tan umbilicalmente dependiente del piloto como lo era Boswell del Doctor Johnson,
y si en mitad de un adelantamiento vertiéramos sobre la calva de Lobato
puñaditos de maíz, enseguida los veríamos crepitar bajo la forma de
sudorosas palomitas, como sucede en cualquier microondas.
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