Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Me gusta la franqueza de Thomas Bernhard, mi gran fox terrier de pelo duro, para expresarlo: a que lo meen a uno, decía Bernhard, se acostumbra uno con el paso del tiempo. Bueno, probablemente uno se brinda a hacer de árbol. Y vienen los perritos y se mean. Pero ningún árbol se muere porque lo meen.
Veamos cómo arranca la carta que Clinton, el césar que dormía en el sofá castigado por una esposa varona (“Mujeres fire-proof, a la pasión inertes, / hijas de la mecánica Venus made in América; / de vuestra fortaleza, la de las cajas fuertes, / es el secreto... idéntica combinación numérica”, aclara el poeta José Juan Tablada), ha enviado a Zapatero invitándolo a pasar tres días de septiembre en Nueva York para construir un nuevo mundo: “Basándome en tu impresionante historial de logros...”
Clinton es un redomado pícaro de la industria progre, pero como ninguno de los tres días de septiembre en Nueva York cae en miércoles, tendremos que pensar que detrás de la extraña proposición no se esconde una cena de los idiotas en que Zapatero –téngase en cuenta eso que los lectores de “Cahiers du Cinéma” llaman “le physique du rôle”– haría el papel de Pignon, el regocijante tonto doctorado en el arte de provocar catástrofes. Y, si no hay cena de los idiotas, la zalema se queda en un piscolabis de ironía.
Si había fracasos lamentables e irreparables en este mundo, Julio Camba recababa la primacía para el fracaso de las frases irónicas, sumándose a la iniciativa de Antonio Palomero, un satírico del ABC primigenio que, víctima de su propia experiencia, propugnó la creación de un signo ortográfico para la ironía que equivaliese a los signos de admiración e interrogación y no dejase la mínima duda sobre el doble sentido de frases como “Basándome en tu impresionante historial de logros...”
El mismo día de la carta de Clinton se supo de la petición, haciendo orfeón, de escritores, editores y libreros a Zapatero para que “dirija personalmente la política cultural y educativa”. Esto prueba que en España, y volvemos a Camba, el ideal de cada perro sigue siendo, más o menos, el de cada dueño: los dueños quieren exhibir sus perros, los perros quieren exhibir sus dueños y, por regla general, ambos deseos se complementan entre sí. ¿Qué hacer cuando uno ve una correa o una cadena sostenida de un lado por un perro y del otro por un hombre?
Me gusta la franqueza de Bush cuando, a la vista de una montaña de libelos progres a él dedicados, exclama:
–¡Y dicen que no hago nada por los libros!
