Julio Camba
El otro día, al pasar por el mercado, presencié la disputa de una aldeana con un campesino. Cuando llegué al lugar del suceso el campesino había comenzado a hacer una detallada exposición de sus ideas antirreligiosas. ¡Exposición realmente impropia de un Ateneo, tan por su falta de razones científicas como por la violencia de sus frases! De las palabras de aquel campesino se deducía un espíritu satánico, que no creía en el misterio virginal de la encarnación ni en la omnipotencia de Dios. La aldeana, sin atemorizarse, le habló al campesino de su mujer, y entonces el campesino le dijo:
-¡Tú qué vas a decir! ¡Si tú estás en el libro del capitán Portela!...
La ira de la aldeana se desbordó con esta frase. Avanzó hacia el hombre, y dándole en la cara con un repollo, se lo quería hacer comer. Yo abandoné sumamente intrigado el lugar de la escena. ¿Quién era el capitán Portela? ¿Qué clase de libro había escrito este capitán? ¿Cuál era la razón de que -porque le hubiesen recordado una cita bibliográfica- pretendiera aquella aldeana que sus repollos se comiesen crudos, como las ensaladas?
Un amigo me lo explicó todo, contándome una historia de malicias y de delicias: una historia picaresca que yo voy a poner en una crónica, ya que no puedo ponerla en una jácara o en un romance.. Mis compañeros de la misteriosa Orden de los Terribles -dedicados a hacer la desgracia de los maridos mientras hacen la felicidad de las mujeres- tiene mucho que aprender en el libro de este don Juan lugareño, que, con un nombre verdaderamente terrible, se llama el capitán Portela.
Todavía joven y fuerte -como corresponde a un don Juan-, el capitán Portela había solicitado su retiro y se había ido a vivir a Brandón, una parroquia vecina de Pontevedra, en donde las mujeres son sanas, hermosas y fecundas, con una fecundidad que sorprendería a los avisados maridos de una capital. Brandón es inocente, y en la época del capitán Portela parece que era una misma la inocencia que hacía pecar a las mujeres y confiar a los maridos. El capitán se aprovechaba de ella y la burlaba. Todos los días se llevaba a su casa, en los recios bigotes veteranos, la sabrosa humedad de algún beso furtivo. ¡Gallos de Brandón! ¿Cuántas veces fue hollada por el capitán Portela la misma tierra de vuestros corrales, que eran vuestros feudos? ¡Grillos de Brandón! ¿Cuántas veces suspendisteis una serenata para no turbar los dulces sollozos que el capitán Portela pretendía vanamente ahogar con sus besos?
Era irresistible aquel capitán que, no teniendo moros con quienes pelear, derribaba todos los días alguna de estas formidables bellezas aldeanas sobre su tierra de labor, entre las altas hierbas, que le servían de lecho y de cortinas. Luego, cuando llegaba a su casa, a hurtadillas de su mujer, sacaba un cuaderno y anotaba el nombre de la víctima y el lugar del sacrificio. Un día, el bizarro capitán se puso malo y se murió. ¿Debilidad? ¿Gota? ¿Reúma? Ello es que la muerte del héroe dejó en la más triste orfandad a media parroquia de Brandón, cuyo número de vecinos había aumentado considerablemente desde que el capitán llegara a ella. La viuda llamó a un notario para que arreglase los papeles del difunto, y ante las austeras gafas leguleyas apareció el pequeño cuaderno con sus terribles revelaciones.
El escándalo fue espantoso. ¿Era verdad lo que decía el libro del capitán Portela, o se trataba de un caso de vanidad póstuma? De un modo o de otro, las cenizas del capitán no merecían tierra sagrada, y se pensó muy seriamente en hacer con ellas una exhumación vengadora. Un día un pobre hombre llegó junto a su mujer.
-¿Sabes lo que me han dicho?
-¿El qué?
-Pues que la hija está en el libro del capitán Portela.
-¡Bah! Son habladurías de la parroquia.
-Por un sí o por un no, yo voy a ver el libro.
Y fue, contrariando la opinión de su mujer. Vio el libro, y allí no sólo estaba su hija, sino que también estaba su esposa.
Esta historia es reciente. No hace aún mucho más de un año desde la muerte del capitán Portela. Yo recojo su vida según se cuenta por aquí, y como explicación de una frase popular. Por lo demás, la parroquia de Brandón merece todo mi respeto y toda mi simpatía: una simpatía igual para sus mujeres que para sus maridos.