ABC, 14 de Junio de 2000
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Bernard Shaw pensaba que la democracia se define como el sistema imaginado para que no puedan gobernar los que valen más que el votante. Y lo dijo. Con esto quiero decir que, a base de decir lo que se piensa, uno puede llegar a ser Bernard Shaw en Gran Bretaña, pero no, pongamos por caso, jefe de prensa en España, o al menos ningún jefe de prensa ha alcanzado en España el reconocimiento que Bernard Shaw obtuvo en Gran Bretaña.
A estas alturas de la historia, todos convendremos en que no hay una definición de libertad que se corresponda exactamente con el uso lingüístico que en la calle se hace de ella. Tomemos, por ejemplo, la libertad de expresión, que es cosa que hoy ponen en peligro, se nos dice, los tiburones del océano financiero. Personalmente, no acierto a ver dónde está el riesgo. A mí me parece que la libertad de expresión, siempre que uno no tenga cosas nuevas que expresar, es una libertad al alcance de cualquiera, puesto que la que conocemos consiste en decir que uno puede decir todo lo que quiere decir, y la verdad es que si uno quiere decir que puede decir todo lo que quiere decir, ¿quién le impide decirlo? Lo dijo Umberto Eco, el del premio: «¿Qué es un periódico, sino un producto en el cual las cosas dichas no son determinadas tan sólo por las cosas a decir, sino también por el hecho de que una vez al día debe decir lo suficiente para llenar tantas páginas?» Pues eso.
Aplicada al oficio periodístico, la libertad de expresión no tiene mayor valor apodíctico que la famosa regla de oro en el toreo: «O te quitas tú o te quita el toro.» Acuérdense ustedes de la Nochebuena de 1836, cuando Larra se acordó de que los romanos, en sus famosas saturnales, trocaban los papeles de modo que los criados pudieran decir la verdad a sus amos. «Costumbre humilde —dice Fígaro—, digna del cristianismo.» Entonces miró a su criado y dijo para sí: «Esta noche me dirás la verdad. Come y bebe de mis artículos; sólo en esa forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.»
Podría decirse que la libertad de expresión no existe más que en los almuerzos que se organizan para hablar de la libertad de expresión. Aunque algunos espíritus sensibles la invoquen ante la alarma que les provoca leer, un suponer, la lista de países que limitan el acceso a Internet con el pretexto de proteger a la población de ideas subversivas, la libertad de expresión no es más que una expresión muy española. Un recurso gnómico, vamos, y en algunas bocas tan gongorino como aquél de «resolver el río en rosario de cuentas». Un modismo de conversación de buen tono, tal que «Estado de Derecho». Una frase hecha de tipo coloquial, tal que «¡Pues ha "quedao" buena noche!».
El hecho de que todos los taxistas te suelten lo de «¡Pues ha "quedao" buena noche!» no significa que la noche sea buena, sino que quieren trabar conversación. Y él hecho de que cualquier personaje suelte lo de «Estado de Derecho» cada dos por tres no significa que estén siempre prestos a enaltecer al Derecho público de Prusia, que es para lo que se inventó la expresión, sino que quieren adornar la conversación. Lo mismo ocurre con la libertad de expresión, si no se ve acompañada por la libertad de pensamiento. ¿Y qué van a decirnos del pensamiento que no sepamos?
Un bioquímico llamado Jack Drummond se hizo famoso por sostener que el pensamiento desempeñaba un papel importantísimo en la alimentación del hombre, «y en algunos casos hasta puede llegar a sustituirla por completo». Pero las cosas han cambiado tanto que, si uno echa un vistazo a su alrededor, comprobará en seguida que lo que desempeña un papel importantísimo en el pensamiento del hombre es la alimentación, que en muchos casos lo sustituye por completo. Así que, libertad —el derecho de todo hombre a ser honrado, la definió Martí—, ¿para qué? La honradez afecta de cintura para arriba, y la gente prefiere la honestidad, que afecta de cintura para abajo.
A estas alturas de la historia, todos convendremos en que no hay una definición de libertad que se corresponda exactamente con el uso lingüístico que en la calle se hace de ella. Tomemos, por ejemplo, la libertad de expresión, que es cosa que hoy ponen en peligro, se nos dice, los tiburones del océano financiero. Personalmente, no acierto a ver dónde está el riesgo. A mí me parece que la libertad de expresión, siempre que uno no tenga cosas nuevas que expresar, es una libertad al alcance de cualquiera, puesto que la que conocemos consiste en decir que uno puede decir todo lo que quiere decir, y la verdad es que si uno quiere decir que puede decir todo lo que quiere decir, ¿quién le impide decirlo? Lo dijo Umberto Eco, el del premio: «¿Qué es un periódico, sino un producto en el cual las cosas dichas no son determinadas tan sólo por las cosas a decir, sino también por el hecho de que una vez al día debe decir lo suficiente para llenar tantas páginas?» Pues eso.
Aplicada al oficio periodístico, la libertad de expresión no tiene mayor valor apodíctico que la famosa regla de oro en el toreo: «O te quitas tú o te quita el toro.» Acuérdense ustedes de la Nochebuena de 1836, cuando Larra se acordó de que los romanos, en sus famosas saturnales, trocaban los papeles de modo que los criados pudieran decir la verdad a sus amos. «Costumbre humilde —dice Fígaro—, digna del cristianismo.» Entonces miró a su criado y dijo para sí: «Esta noche me dirás la verdad. Come y bebe de mis artículos; sólo en esa forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.»
Podría decirse que la libertad de expresión no existe más que en los almuerzos que se organizan para hablar de la libertad de expresión. Aunque algunos espíritus sensibles la invoquen ante la alarma que les provoca leer, un suponer, la lista de países que limitan el acceso a Internet con el pretexto de proteger a la población de ideas subversivas, la libertad de expresión no es más que una expresión muy española. Un recurso gnómico, vamos, y en algunas bocas tan gongorino como aquél de «resolver el río en rosario de cuentas». Un modismo de conversación de buen tono, tal que «Estado de Derecho». Una frase hecha de tipo coloquial, tal que «¡Pues ha "quedao" buena noche!».
El hecho de que todos los taxistas te suelten lo de «¡Pues ha "quedao" buena noche!» no significa que la noche sea buena, sino que quieren trabar conversación. Y él hecho de que cualquier personaje suelte lo de «Estado de Derecho» cada dos por tres no significa que estén siempre prestos a enaltecer al Derecho público de Prusia, que es para lo que se inventó la expresión, sino que quieren adornar la conversación. Lo mismo ocurre con la libertad de expresión, si no se ve acompañada por la libertad de pensamiento. ¿Y qué van a decirnos del pensamiento que no sepamos?
Un bioquímico llamado Jack Drummond se hizo famoso por sostener que el pensamiento desempeñaba un papel importantísimo en la alimentación del hombre, «y en algunos casos hasta puede llegar a sustituirla por completo». Pero las cosas han cambiado tanto que, si uno echa un vistazo a su alrededor, comprobará en seguida que lo que desempeña un papel importantísimo en el pensamiento del hombre es la alimentación, que en muchos casos lo sustituye por completo. Así que, libertad —el derecho de todo hombre a ser honrado, la definió Martí—, ¿para qué? La honradez afecta de cintura para arriba, y la gente prefiere la honestidad, que afecta de cintura para abajo.
Jack Drummond
Un bioquímico llamado Jack Drummond se hizo famoso
por sostener que el pensamiento desempeñaba un papel importantísimo en
la alimentación del hombre, «y en algunos casos hasta puede llegar a
sustituirla por completo»