Hughes
Abc
Vi hoy en la prensa hindú (trato de estar al día de la prensa hindú) la noticia de un infanticidio. Una niña de ocho años violada y asesinada en Cachemira. Con quizás demasiada crudeza mostraban una foto, aunque pixelaban el rostro. La noticia era tremenda, pero sorprendía lo que venía después: la policía creía que el motivo del crimen era asustar a la comunidad. Los detenidos eran hindúes y la comunidad era musulmana y nómada; el objetivo del infanticio era atemorizar a esa gente para que se marchara.
La relación entre el infanticidio y lo colectivo tiene que existir. No hay más que ver los días que llevamos en España. Es tan desmesurado que algo tiene que haber. De alguna forma, y salvando las distancias, los infanticidios empiezan a jugar un papel similar al del terrorismo. O mejor, el uso que se hace de ello. El terror social no es voluntad del infanticida, pero acaba provocándose por la intervención mediática y política. Por su amplificación.
El terrorismo justificó o legitimó siempre al Estado y hasta su dureza (lo vemos en ciertas leyes vigentes, pensadas contra Eta), pero ahora, de alguna manera, ciertos límites del Estado son sensibilizados/erizados/activados por esta cuestión. Surge al menos la tensión penal, el debate sobre las penas (en esto es muy curioso el recurso a cierta opinión experta: “Cien penalistas piden que”. ¿Pero quién hace las Leyes?).
La derecha pide vigor penal, y desde la izquierda he leído alguna voz pidiendo una nueva ley del Menor, que el Estado se meta a fondo en la relación familiar y en su protección. El efecto combinado es curioso. La derecha española se preocupa siempre de la existencia misma y de la unidad del Estado, y diría que de su tono, de su vigor; mientras que la izquierda aspira a su extensión, su ensanchamiento hasta lo privado. Incluso a las relaciones sexuales o parentales. El efecto no es contradictorio, es más bien de refuerzo, complementario.
De un lado y de otro, piden la extensión de medidas. Porque estas noticias, tratadas constantemente, generan conmoción y miedo. Se siente una amenaza dentro de la comunidad que se parece a un miedo al exterior. “EL mal”, “los malos” se ha repetido estos días. Surge una noción de frontera que se nos refresca, que no aparece en otro tipo de crímenes. Cuando leí que un familiar de la presunta asesina culpaba al demonio pensé que ya estábamos todos, pero cosas parecidas se han leído: el demonio existe, el mal existe. ¿Y qué propone el Estado? El Leviatán contra el demonio. Y en ese momento vemos que ante el mal no surge la oración, ni la esperanza ni la valentía, ¡sino el Estado!
En la prensa, los padres de las víctimas, los Cortés, Quer, Del Castillo son entrevistados y vemos que juegan cierto papel político por la legitimación de su dolor (es como si el dolor siempre fuese una fuente de soberanía, o al menos de futura legislación). Y ciertos periodistas se apoyan en su dolor como antes hicieron con el dolor de las víctimas de Eta. De alguna forma, ese sufrimiento forma un capital que exige ciertas medidas, y es un capital que se atesora y cuya frecuentación se busca. El horror y el miedo consiguiente invocan al Estado. Zoido dio explicaciones desde el principio, le vimos en el tanatorio. Sentimos incluso la necesidad del ministro. El abrazo del ministro. Hay miedo y aparece el Estado, se persona allí. Remedia, consuela. Llora incluso. Nos cuidan. Y la explotación televisiva y mediática del dolor se hace show y negocio, cosa que aceptamos de forma natural. Es así, somos así. No vamos a cambiar de canal. Ambas cosas se hermanan para mí en la figura del periodista de sucesos cuando elogia frenéticamente a los policías, alguno de los cuales probablemente haya sido su fuente o confidente. El resultado es, a la par que su beneficio profesional, una aclamación policial, habitualmente acrítica. Ese abrazo entre el periodista y el aparato estatal resume y explica algo de la actitud colectiva ante estos crímenes.