Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Madrid es una fiesta.
Julián López (el torero de San Blas, no el sastre) presenta en el Círculo de Bellas Artes su temporada 2014, y, como si de una hecatombe de Cuadris, Escolares y Miuras se tratara, exige traje oscuro para los caballeros, y para las damas, traje corto, sin haber leído lo que con motivo de los Goya escribe la más fina cronista de la mundanidad: “En mi armario no hay un puto vestido de fiesta”.
Los Goya, los Bardem, los Trueba…
Madrid, y con dinero, Fuenterrabía en agosto.
Sólo que es febrero y nieva.
La nieve obra en el castellano como la luna en el licántropo, y al primer copo sale uno corriendo a comer cordero en Campaspero. Este verdear del trigo entre el blanquear de la nieve es lo que inspiró a los teólogos su idea de que en invierno crece el pan.
Dejo en Madrid al neurólogo Dick Swaab, un holandés errante que sostiene que, en niños y monos, las preferencias del cerebro femenino por los rostros (las muñecas) y del cerebro masculino por los objetos en movimiento (los coches) no son un capricho educacional, sino neuronal, como la necesidad psicológica (esto lo supongo yo) del cordero asado que acomete al castellano en cuanto nieva.
Asimilando cordero puede criarse un león.
Pero en Campaspero no queda cordero y me acojo a sagrado en un mesón laureado al pie del castillo de Peñafiel. La carta ofrece lechazo y vinos de mil euros. No hay nadie. El asado, recalentado, es un afrocán (hierro forjado pavonado) de Chirino, y me da por pensar en la dureza con que la crisis está dotando al carácter (¡al cordero!) castellano.
En la soledad del comedor, que es una fragua, sobre el plato, que es un yunque, se piensa en lo que el poeta Basterra, con busto en Bilbao, dijo antes que ese Dick Swaab:
–El león es cordero asimilado.
Después vendría lo de los pastores de Amaiur con los sudarios de sus lobisones en el Congreso: lobos y corderos bebiendo juntos en el mismo arroyo.