Dibujo: Carlos Gómez
Francisco Javier Gómez Izquierdo
En conversaciones que tengo con profesionales del Derecho a los que agradezco y estimo por su independencia intelectual no dejan de incomodarme sus continuas lamentaciones por la forma de legislar de los padres de la Patria en el Congreso y las continuas trabas en sus quehaceres procesales, al tiempo que viven avergonzados ante ese continuo escándalo de propuestas de jueces por las parcialidades políticas y al que sus colegas contribuyen con indigno entusiasmo.
En estos días en que un marido o novio enfadado va a la cárcel por llamar idiota a su pareja... y a la esposa que en Córdoba dió un palizón al esposo, le rompió todos los dientes y le mordió hasta los testículos no le caen más que seis meses que no cumplirá encerrada, se ha puesto de moda el indulto.
Delincuentes condenados en firme y a los que rodea cierta fama, han dicho a los jueces que no van a la cárcel porque han pedido el indulto. Una cosa así como exigir medio millón de euros a un banco con un décimo del 01015 al que estamos abonados cuatro ilusos, argumentando absoluta confianza en la Lotería.
En mis manos han caído las reflexiones de un catedrático en Derecho Penal que nunca entendió por qué durante tanto tiempo las cosas de la Justicia las gobernaba un departamento denominado “de Gracia y Justicia” que en 1812 se convirtió en Ministerio y hoy, como ayer, nadamos en las mismas inciertas aguas que hicieron presentar a Montero Ríos, ministro con Prim, la ley de Indulto como “preciosa prerrogativa” atendiendo tanto a “las consecuencias siempre lamentables de la inflexibilidad de la sentencia” como a la “abusiva facilidad con que los delincuentes lograron muchas veces eximirse del cumplimiento de las penas que se habían hecho acreedores por sus crímenes”.
Todos comprendemos aquellas situaciones en las que es procedente corregir la “inflexibilidad” de la justicia. Un poner: el caso de un conocido mío que con 18 primaveras robó en un supermercado 14. 000 pesetas y al que al cabo de 8 años le condenaron a tres de cárcel. Resocializado con mujer y dos hijos y reinsertado con trabajo estable en una importante empresa hubo de agradecer, ya preso, la comprensión de un equipo de tratamiento que con buen criterio lo clasificó en tercer grado penitenciario. Los ministros del Gobierno de España no creyeron oportuno la preciosa prerrogativa, mientras se afanaban en indultar alcaldes que firmaban peonadas falsas.
No creo que a los ciudadanos -entre ellos, me consta que muchos jueces, les parezca edificante esa desvergüenza de célebres delincuentes a los que se les suspende el cumplimiento de condenas mayores de cinco años arguyendo el sentido de la pena: la reeducación y reinserción social, principios que aseguran cumplen con creces. ¿Acaso la condena no ha de ser también punitiva sobre todo en sujetos reincidentes?
Vuelvo a los papeles del catedrático y su disgusto porque el Poder Ejecutivo interfiera en la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Un indulto interrumpe el cumplimiento de la pena que ha impuesto... el que sabe. Para “suavizar” la rígida letra de la ley, basta con echar mano a los atenuantes ó eximentes -siempre judiciales- y para los casos en que la Ley penal sancione conductas que no deben ser penadas, o prevea castigos decisivos para el caso en concreto, debe tramitar- conforme lo dice ya el art. 4.3 CP- la correspondiente solicitud de indulto.
Teniendo en cuenta lo dicho, estamos en tiempos predemocráticos donde el poder ejecutivo detentaba -y digo bien- las funciones de un Poder Judicial prácticamente nominativo.
“Fueraparte”, que decía mi abuelo, los políticos siempre encuentran en la ley sus gateras: enfermedad incurable como la de Bolinaga, psicólogos que voten terceros grados como a De Juana y otros de menor notoriedad.... y el art. 100.2 del Reglamento Penitenciario, una de las mejores muletas legales para que ciertos condenados no conozcan la dureza de la prisión. Con este 100.2, pasaba los días en casa un tal Rafael Vera.
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*Comentario a un artículo de la revista LA LEY PENAL. Catedrático Esteban Mestre Delgado.
“Fueraparte”, que decía mi abuelo, los políticos siempre encuentran en la ley sus gateras: enfermedad incurable como la de Bolinaga, psicólogos que voten terceros grados como a De Juana y otros de menor notoriedad.... y el art. 100.2 del Reglamento Penitenciario, una de las mejores muletas legales para que ciertos condenados no conozcan la dureza de la prisión. Con este 100.2, pasaba los días en casa un tal Rafael Vera.
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*Comentario a un artículo de la revista LA LEY PENAL. Catedrático Esteban Mestre Delgado.