Pan y vino andan camino
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Sin juramento puedo hoy creer a la Wikipedia cuando afirma que Cerdeña empata con Okinawa en la cúspide mundial de tasa de longevidad, registrando exactamente 22 centenarios por cada 100.000 habitantes. He pasado en Cerdeña unos días de julio, gastando mi dinero en la industria local de pasta al pesto y crema solar y deteniendo el coche al paso de mammas antiquísimas, padrinescas, cuyas barbillas se agrietan como oscuras ciruelas quemadas por el sol y cuya mirada escudriña al turista con la fijeza montaraz que aquella niña afgana regaló al fotógrafo de National Geographic. Esas viejas sardas que observan luto riguroso, a cuyo lado Bernarda Alba está lista para participar en un casting televisivo de saltos de trampolín, cifran en mi imaginación calenturienta el carácter irreductible de una isla violada por sistema –ha sido fenicia, griega, cartaginesa, romana, vándala, goda, bizantina, mora, aragonesa, austriaca y finalmente italiana, signifique italiana lo que signifique– y sin embargo virgen todavía de civilización en buena parte de su cuerpo montañoso de archipiélago eterno.
Rebusco en su Nuevo Descubrimiento del Mediterráneo la opinión de César González Ruano sobre Cerdeña, pero quia: es la única plaza importante del Mare Nostrum que Ruano no quiso o no pudo visitar, y quedó por tanto sin la glosa vivaz de su muñeca impresionista. El paisaje sardo no se distingue en todo caso del cuadro –consabido y novedoso– con el que nos tiene familiarizados el monte mediterráneo: encinares dispersos y riscos escarpados, cielos limpios que permiten al sol estival hacer su trabajo de fundición sobre la chicharra, olivos como bonsáis que Zeus regó demasiado, rebaños de cabras y ovejas que no respetan las normas básicas de seguridad vial, calas de agua caribeña cuya densidad de población turística resulta inversamente proporcional a la dificultad de su acceso.
Rebusco en su Nuevo Descubrimiento del Mediterráneo la opinión de César González Ruano sobre Cerdeña, pero quia: es la única plaza importante del Mare Nostrum que Ruano no quiso o no pudo visitar, y quedó por tanto sin la glosa vivaz de su muñeca impresionista. El paisaje sardo no se distingue en todo caso del cuadro –consabido y novedoso– con el que nos tiene familiarizados el monte mediterráneo: encinares dispersos y riscos escarpados, cielos limpios que permiten al sol estival hacer su trabajo de fundición sobre la chicharra, olivos como bonsáis que Zeus regó demasiado, rebaños de cabras y ovejas que no respetan las normas básicas de seguridad vial, calas de agua caribeña cuya densidad de población turística resulta inversamente proporcional a la dificultad de su acceso.
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