Poza de la Sal, Burgos
Jorge Bustos
Nunca he entendido las sonrisas maliciosas que suscitan los famosos
cuando contestan –o contestaban, que ya se ha perdido hasta ese decoro
de la pose sensitiva– al entrevistador que ellos lo único que ven en la
televisión son los documentales. Sospecho ahí una cierta displicencia
popular hacia el género del documental que no puedo consentir. El famoso
se acogía al documental como a una credencial de buen gusto, calculando
una pátina de ilustración darwiniana a lo Master and Commander,
sabiendo que nadie puede atacarte por ver documentales y sí por
atracarte de realities a dos carrillos. Actuando así, el famoso revelaba
la proverbial estupidez que lo constituye como famoso, porque sólo un
tonto asocia respetabilidad a la carnicería que las hienas deparan al ñu
cojo abandonado por la manada, al que devoran literalmente vivo, sin
molestarse en matarlo primero, operaciones estas cuidadosamente
soslayadas por la mano apócrifa y degenerada de Walter Disney.
A uno, bien que no siendo aún suficientemente famoso, le fascinan los
reportajes sobre ecosistemas naturales de un modo positivo y absorbente,
la abisalidad bíblica de las Marianas o la cruenta sabana del Serengeti
o las jacarandosas riberas amazónicas me cosen sin resistencia posible
al televisor cuando almuerzo en casa, y si el episodio es especialmente
bueno me cuesta dominarme para no salir al balcón a pegar rugidos. Pero
como de veras pierdo el sentido del tiempo y del espacio es
enfrentándome a los capítulos de El hombre y la Tierra en la voz del llorado Félix Rodríguez de la Fuente –el llorado Félix ya es un epíteto a la altura de las antiguas pesetas o el malogrado Papandreu–,
que La 2 está reponiendo a la bendita hora de la sobremesa. El otro día
me tragué íntegro el capítulo del azor, príncipe de las aves, y saqué
algunas conclusiones propias acerca del impar arte documentalístico del
llorado Félix.
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