Jorge Bustos
En el Jumbo 747 que el lunes partió de Bilbao con la expedición oficial del Athletic a bordo viajaba un grupo de 60 parroquianos de Lejona que había embarcado 200 botellas de cava, 70 kilos de percebes y varios centenares de pastelitos de nata. Al cierre de esta edición nadie ha podido desmentir el consumo íntegro del referido menú, menú digno de un chiste de vascos que acabó aderezando un drama imprevisto. A un madridista no le quedarían ganas de chuperretear troncos de percebe hasta cerciorarse de que Ramos marcaba ese penalti, pero eso es porque en Madrid se abriga un sentido demasiado estricto, meridiano, parmenídeo, de las antinomias clásicas: bien-mal, victoria-derrota, alegría-tristeza. Por el contrario, los de Bilbao deciden cuándo algo es un drama y cuándo no, y ganan las finales que les sale de los co... Se conoce que esta no les salía ganarla, y de ahí el resultado final.
A su modo teosófico de brahmán en chándal de pasar la ITV lo explicaba Marcelo Bielsa al término del partido: “Tendríamos que aclararle a la mayoría que el éxito es una excepción”. Excepción es desde luego un concepto muy vasco. Un bilbaíno cualquiera de entre los 40.000 que siguieron la debacle de los leones desde San Mamés, si decide que ha llegado la hora de flotar jubilosamente entre tetra-briks de Don Simón hasta exudar calimocho –kalimotxo– por la goma del gayumbo, lo hará igual en la derrota que en la victoria, pese a que uno oyó salir de un bar la siguiente exclamación tras el segundo gol de Falcao:
—¡Tranquilos, joder! ¡Yo ya he dicho que marcábamos el tercero en el minuto 118!
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