miércoles, 19 de febrero de 2025

El Cid


 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


¿Qué es torear?


Rafael el Gallo, hijo de padre payo y madre calé, creía que el que tiene en la mano una muleta debe saber que tiene un reloj que da la hora exacta y que no debe adelantar ni atrasar:


Templando y mandando. Así se torea.


Así torea Manuel Jesús Cid, El Cid, que, a base de mano izquierda, convierte a los feroces victorinos en aquellos ganados del dulce Garcilaso que se olvidaban de pacer por escuchar la zampoña rústica de Salicio. Templar y mandar. ¡Qué manera, hace un año, de tirar con la mano izquierda de Bombonero, un victorino largo como una media de mujer!


Venía de Sevilla, donde el diablo, decía Santa Teresa, “parece que tiene más manos para tentar”, y se hacía anunciar El Cid, título que en las carteleras teatrales de Londres siempre han traducido como “The Lord”. Vamos, “un torero torero”, como dicen los que patinan.


Este año, en abril, El Cid toreó en Sevilla a un victorino bueno, de los que hacen el avión como si estuvieran pagados para eso, llevándolo por la Feria como dicen que por París llevaba Nerval a su langosta. Y en junio ha toreado en Madrid a dos victorinos malos: Gamberro y Baratero. A éste lo toreó como mandaba el gran Villalón, pero a aquél lo estoqueó como exige la Puerta Grande. Y la cruzó a hombros de su abogado.


Joaquín Moeckel, el abogado más brillante de Sevilla, sacó al Cid a hombros por la Puerta Grande de Madrid. Sobre la Ley, el Arte. Para Moeckel, que en el fondo es alemán –tiene algo de conde Keyserling, gran visionario a la par que gran vidente con la facultad de enviar miradas de mil años–, El Cid vendría a ser el “vollkommenste”, el “wunderfarste”, el “herrlichste” torero que hay y que habrá habido, y por eso se vino con él a Madrid, saltó al ruedo, “indemnizó” a los capitalistas y, en plena rebullencia de mirones, con su ladradera de saltos y zarpazos, se echó al Cid a cuestas, y España en estos dos devotos del Baratillo está entendida: el desorejador de victorinos, a hombros del letrado que, con la prestancia del marinero blanco que ve la conspiración de los marineros negros, salva al Salvador –la joya del barroco sevillano que Carmen Calvo se negó a reparar porque “¿qué van a decir los budistas y los musulmanes andaluces?”–, pone en jaque a la Sociedad de Autores o empapela a un perillán “condenado a pagar a su abogado por no ser pobre”.