Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Las tres primeras señas de identidad europeas que, con nostalgia, enumera Steiner son los cafés, los paisajes a la medida de los pies y la costumbre de poner a las calles nombres de escritores del pasado, algo inconcebible en América. A Borges, por ejemplo, siempre loco por dar la nota, el hábito de dar nombres de personas a las calles le parecía una horrible costumbre francesa:
–Lugones prohibió que se le diera su nombre a una calle, pero no le hicieron caso. Yo tampoco quiero convertirme en una calle, una esquina o una estación: es muy triste.
El Ayuntamiento de Madrid ha resuelto poner a una calle el nombre de Eduardo Haro Tecglen, por unanimidad, y a otra, el de Jaime Campmany, con la oposición de las fuerzas de progreso. ¿Por qué?
–Por fascista –argumentó como una centella la señora de los comunistas, gracias a los cuales el “fascismo” es, como se sabe, la primera idea política que se concede como un cargo honorífico y gratuito, sin intervención del candidato.
–Porque trabajó para la Dictadura –argumentó, más reposadamente, la señora de los socialistas, hija, por cierto, de un comisario de policía de la rama dura de aquel Régimen, es decir, de la Dictadura.
Como sea que de mí los dos hablaron públicamente bien –más y mejor Haro–, uno ni quita ni pone rey. Pero conviene retratar aquí la categoría, no moral, sino cultural de las fuerzas de progreso municipales.
La propuesta de las calles de Haro y Campmany partió de la Concejalía de las Artes, donde la señora Moreno, hija, por cierto, de un falangista de primera, sólo veía, curiosamente, una objeción a la candidatura de Campmany: “¡Es que fue falangista!”, musitaba en privado. Luego, en público, consciente de que vivimos en un país donde el fascismo, cuando no está prohibido, es obligatorio, apeló al “afilado ingenio” del personaje.
–¿Afilado ingenio? Echar vitriolo a las razones de los demás es ser fascista –contestó la señora “Yo Soy De Leer”, como gusta de presentarse la señora comunista, repitiendo, como loro, las triquiñuelas ideológicas de la arraigada Unión de Escritores Soviéticos pasadas por el “glamour” del tenebroso Coronel General Zhdanov.
–Yo puedo dar fe personalmente (?) de lo aficionado que era [el callejeado] a denunciar gente (?) –contestó, no menos tenebrosamente, la hija del comisario.
Ante lo cual un vicealcalde centrista, Cobo, sólo pudo hacer votos porque nunca haya en Madrid un Gobierno que pueda quitar la calle a Campmany. Ni a Haro.