Juan Carlos de Borbón en el Pegaso de Trevijano, 1957
Javier Torrox
El mismo día que Alfonso Guerra (PSOE) –que nunca ha sido un Menéndez Pelayo– se quejaba en un acto del Instituto CEU de Estudios de la Democracia acerca del escaso nivel intelectual de Sus Señorías en las Cortes, la ilustrada diputada Cayetana Álvarez de Toledo (PP) materializó el acierto de la queja del sevillano. «Sánchez pasará; la Monarquía Constitucional, perdurará», dijo desde su escaño para concluir una diatriba contra el Gobierno en vísperas de la llegada del verano.
Durante la Presidencia de turno de la UE en 2023, el Ejecutivo socialista elaboró una extensa propaganda, tan amplia y costosa como estéril. «España es una democracia parlamentaria y una monarquía constitucional», rezaba la página web creada al efecto.
El poder Judicial también entra en esta algarabía de la confusión. En referencia al golpe a la Nación de la Generalidad de Cataluña iniciado en septiembre de 2017, el Consejo General del Poder Judicial aseguró que la asamblea regional «declaraba abolida la monarquía constitucional» al aprobar la llamada Ley de Transitoriedad. Lo expresó con este tenor en su informe del pasado marzo sobre la entonces aún Proposición de Ley de Amnistía –ahora ya aprobada, sancionada, promulgada y vigente–.
En el mismo día en el que la señora Álvarez de Toledo y el señor Guerra se habían expresado como hemos apuntado, dictó el Tribunal Constitucional una sentencia –mejor ni mentamos su escandaloso fallo a favor del privilegio de robo por razón de carné–. La corte de garantías titulaba un epígrafe de sus fundamentos jurídicos con la leyenda «Características de nuestra democracia constitucional y parlamentaria».
Las personas que ocupan los poderes constituidos del 78 no distinguen la monarquía tradicional de la constitucional, ésta de la parlamentaria y ninguna de las anteriores de la realmente existente en España en la actualidad, la monarquía de partidos. La confusión babilónica entre lo que puedan parecer las cosas, lo que todos fingen que son las cosas y lo que en realidad son las cosas es un mal endémico de los tiempos que nos ha tocado vivir.
La desorientación acerca de la naturaleza de la Monarquía del 78 es de tal magnitud que alcanza a la misma Corona. «Hoy puedo afirmar ante estas Cámaras –y lo celebro– que comienza el reinado de un Rey constitucional», dijo Felipe VI en su alocución a las Cortes tras ser proclamado Rey por éstas en 2014. «La Monarquía Parlamentaria puede y debe seguir prestando un servicio fundamental a España», afirmó poco después en este mismo discurso. En la celebración de su primera década de reinado volvió a dirigirse a las Cortes y de nuevo se refirió a sí mismo como «Rey constitucional». Curiosamente, en esta conmemoración no pronunció ni una sola vez la palabra «Monarquía».
Vivimos un renacimiento de la peste sofista. Lo adjetivo se ha convertido en lo sustantivo del discurso público porque el modo de presentar el hecho –el relato– es hoy más importante que el propio hecho –la sustancia de las cosas: la realidad–. Esto es, el envoltorio ha sustituido al contenido. En esto consiste la infantilización del siglo, el deseo de la caja unido al desdén por lo que contiene. Es el triunfo del significante sobre el significado, de la presunción sobre la realidad: la necedad como modelo de conocimiento.
Esta es la razón de la actual fortuna de las expresiones «Rey constitucional» o «Monarquía constitucional». Lo relevante de estos sintagmas está en el adjetivo, que es la razón por la que son utilizados con tanto éxito como equivocación. El calificativo de lo que es «constitucional» no es aplicado por la relación política con este ordenamiento jurídico, sino por su coincidencia en el tiempo con la vigencia de esta norma. Esto es una fuente de errores, enredos y malentendidos que imposibilitan la inteligibilidad de cualquier diálogo. Felipe no es un «Rey constitucional». Nunca lo ha sido –como tampoco lo fue su padre, Juan Carlos–.
Veamos, sin afán de hacer un examen integral de la institución, cuáles son los principales tipos de Monarquía –occidental– que ha habido y cuáles son sus características hasta llegar a la presente.
En el pasado remoto, el Trono y el Altar eran una misma cosa. Las primeras sociedades sedentarias necesitaban una dirección política que dirimiera los conflictos internos y bregara con las amenazas exteriores de otros grupos humanos. Las normas de conducta y el Gobierno procedían de los dioses nacionales –esto es, de los de cada comunidad–. El primer Rey de Roma, Rómulo, tenía contacto directo con los dioses, acabó reunido con ellos y fue elevado a deidad por los romanos. Numa Pumpilio sucedió a Rómulo y fue el modelo de unión de Trono y Altar. Este segundo Rey de la ciudad organizó sus creencias, creó las instituciones religiosas –que posteriormente guardaron una estrecha relación con el cursus honorum político romano– y construyó los primeros templos.
Esta tradición tuvo continuidad con el cristianismo, que la bebió de los reyes de la antigua Alianza del pueblo judío y la combinó con Roma para cristianizar sus ritos paganos. «No hay poder que no provenga de Dios» –Non est potestas nisi a Deo– son palabras de San Pablo (Epístola a los Romanos 13:1). Esta sentencia en tiempos de Nerón –poco amigo de la nueva religión– del llamado Apóstol de las naciones sentó una duradera cátedra en su ámbito de influencia sobre el carácter divino del Poder. Dejó su impronta en el rito de la unción de los reyes de la Spania visigoda. El célebre Canon 75 del IV Concilio de Toledo (633 d.C.) no sólo se hizo eco de la intangibilidad de los ungidos que ya había establecido el Antiguo Testamento en sus Crónicas y en uno de sus Salmos. En estas protocortes españolas dirigidas por San Isidoro de Sevilla se oía aún el eco de la más remota antigüedad y establecieron que atentar contra el Rey era hacerlo contra Dios mismo.
La Monarquía tradicional evolucionó con sus particularidades y características locales en cada uno de los reinos y de las comunidades políticas que surgieron en la Cristiandad tras la caída del Imperio Romano y que, con el devenir de los siglos, sobrevivieron a la implacable Historia.
Los reyes y la Iglesia se disputaron la supremacía última del poder terrenal. Durante cientos de años, los monarcas cristianos gobernaron, impartieron justicia y crearon leyes en armonía con la Ley de Dios –la norma divina era un límite que moderaba el Poder real y lo limitaba–.
Acotado por la divinidad, el Poder encontró nuevos medios para crecer. Surgieron las Cortes de León –y sucesivamente en Castilla, Aragón y Navarra–, el Parlamento de Londres y otras instituciones análogas en el resto de las naciones de la Cristiandad. Cada una tenía sus matices y evolucionaron según éstos y en función de los incentivos que creaban o dejaban de crear en quienes se veían beneficiados o perjudicados por su acción. En síntesis, estas asambleas asumieron con el tiempo la potestad de crear nuevas leyes.
Alfonso X dejó dicho en la segunda de sus Siete Partidas que «en el rey yace la justicia», pero el crecimiento en extensión de los reinos imposibilitaba que la Corona atendiese personalmente su impartición. Delegada en la nobleza local o en jueces, también ésta anduvo su propio camino hasta el presente. Aún hoy, el 78 establece que la justicia «se administra en nombre del Rey».
Sobrevivió varias centurias la Monarquía tradicional, que era hereditaria en una familia. Su finalidad política consistía esencialmente en el Gobierno del reino para el aseguramiento de la paz y la libertad dentro de sus fronteras; para mantener la integridad de su territorio o, a ser posible, aumentarlo en lo que le conviniere; y, en último término, para dar ventaja a su reino en sus relaciones con las demás potencias.
Mientras cumplía con estas obligaciones inherentes a la propia Corona, ésta se disputaba el Poder con los brazos que le crecieron en las Cortes y en las Audiencias, por un lado; y con colectivos adicionales como la nobleza y los gremios, que limitaban la capacidad de acción del Rey y moderaban su autoridad mediante el ejercicio de sus privilegios frente a la Corona, por el otro.
Todo éxito político es efímero y la llama que resplandece en los grandes reyes y príncipes acaba en humo al cabo de unas pocas generaciones. Las costumbres se relajan con la creencia de que la Corona llega acompañada de la grandeza de quienes la ciñeron en el pasado, como si el hijo pudiera estar blasonado de las hazañas del padre y adoptarlas como propias. El tiempo traía monarcas humosos que preferían los entretenimientos a las fatigas del Gobierno. De este modo se hicieron los eunucos con el Poder en el Imperio Romano, así también validos y cancilleres a partir de la modernidad renancentista.
Fue en los tiempos de las revoluciones que comenzaron en Inglaterra en el siglo XVII cuando la Monarquía tradicional retrocedió junto con el mundo que le era afín. Por mor de la claridad y para evitar una extensión que comienza a ser excesiva, veamos una a una y cronológicamente las distintas monarquías que han dejado tras sí los últimos trescientos años.
Monarquía Parlamentaria. Tuvo su principio en Inglaterra tras la llamada Revolución Gloriosa de 1688. Conjurada con el Parlamento y su marido Guillermo de Orange, María Estuardo arrebató la Corona a su católico padre Jacobo II. Las causas de la rebelión fueron religiosas. El objetivo era impedir que un católico ocupara el trono inglés. Tras invadir el sur de la isla con un ejército, el holandés y la hija traidora fueron proclamados Reyes. Al año siguiente, Guillermo fue obligado por la Cámara de los Comunes a suscribir la Declaración de Derechos de 1689. Esta carta imponía una serie de nuevas limitaciones al poder real en favor del Parlamento.
Según el historiador británico George Trevelyan, la suma de la Revolución y la Declaración de Derechos «decidió el equilibrio entre el poder del Parlamento y el del Rey en favor del primero y, de ese modo, dio a Inglaterra un Ejecutivo en armonía con un Legislativo soberano». Para lo que nos ocupa, confirió al Parlamento –entre otras potestades más– la regularidad en sus sesiones, la aprobación de los impuestos, la libertad de expresión en sus debates y la libertad de elección de sus miembros, que se realizaba del modo tradicional: mediante elección nominal directa de cada miembro del Parlamento por su propio distrito (constituency, lo llaman). Aún así, el Rey mantenía el poder Ejecutivo. Todo ello son los elementos constitutivos de la Monarquía Parlamentaria.
Las monarquías continentales aún existentes cumplen muchos de estos requisitos, pero no todos. Ninguna satisface, por ejemplo, el de la elección nominal directa de sus parlamentarios. Y en todas ellas, adicionalmente, el Ejecutivo es elegido por el Legislativo.
No hay ninguna Monarquía Parlamentaria en Europa.
Monarquía Parlamentaria de Gabinete. También nació en Inglaterra y lo hizo muy poco después como evolución de la que le precedió. Su génesis fue la siguiente. Guillermo de Orange y María Estuardo murieron sin descendencia. Les sucedió Ana Estuardo, hermana de María y también hija de Jacobo II. Tampoco ella tuvo hijos. Fue la última de su estirpe. Aun antes de su ascenso al trono y en previsión de ello, Westminster aprobó en 1701 la Ley de Instauración. Este ordenamiento, unido al Tratado de la Unión –con Escocia– del mismo año, convertía en heredera de la Corona inglesa y escocesa a una familia alemana protestante, los Hannover, que había emparentado con los Estuardo un siglo atrás. Esta legislación estableció la obligatoriedad de ser protestante para ser Rey de Gran Bretaña. Por añadidura, permitió un nuevo crecimiento del Poder del Parlamento en detrimento del Rey en diversos ámbitos. Fallecida Ana en 1714, le sucedió su primo alemán, que reinó como Jorge I de Hannover.
Los monarcas británicos contaban con un órgano consultivo denominado Consejo Privado. Su pertenencia se convirtió en un galardón que los reyes daban para premiar las lealtades de sus cortesanos. Cuando dejó de ser operativo por su excesivo tamaño, Carlos II (1660-1685) comenzó a reunirse con tan sólo la media docena de miembros más influyentes y destacados. Este Consejo Privado restringido recibió el nombre de Gabinete.
La Reina Ana solía integrar su Gabinete de forma alterna con miembros de los dos partidos mayoritarios del momento, los whigs y los tories. Los whigs eran así descalificados por sus oponentes, pues ese nombre respondía a la denominación de unos bandidos escoceses de la época; esta formación era partidaria de ampliar el poder del Parlamento a costa de las atribuciones del Rey; andando el tiempo adoptaron el nombre de liberales. Del mismo modo, los tories recibían este apelativo despectivo de sus adversarios, pues se correspondía con el nombre de otro conocido grupo de bandidos, éstos irlandeses; el partido tory era defensor de las prerrogativas reales frente al Parlamento; en la actualidad son conocidos como conservadores.
Jorge I pretendió mantener la costumbre de su antecesora. Sin embargo, el whig Robert Walpole –al que la tradición reconoce como el primer Primer Ministro británico– le convenció para que el Gabinete estuviera formado exclusivamente por integrantes del partido mayoritario en cada momento en el Parlamento –cuyos miembros eran y aún son elegidos de forma nominal y directa en sus respectivos distritos–.
El hecho esencial para la transformación de la Monarquía Parlamentaria fue que el primer Hannover no sabía hablar inglés. El Gabinete se reunía sin el Rey, al que le pasaban a firma las decisiones que habían sido tomadas sin su presencia ni conocimiento. De este modo, el poder Ejecutivo fue ejercido por el Gabinete, que era un órgano que no existía en la Constitución inglesa. «Los detalles de este nuevo equilibrio se formularon a través de los años mediante el desarrollo del sistema de Gabinete y el cargo de Primer Ministro», anotó mister Trevelyan.
Este fue el proceso de transformación de la Monarquía Parlamentaria inglesa en Monarquía Parlamentaria de Gabinete, que ha sobrevivido hasta el presente unida a los medios tradicionales de elección nominal directa de los miembros del Parlamento.
Esta forma monárquica es exclusiva del Reino Unido.
Monarquía Constitucional. La Monarquía Constitucional y la Parlamentaria son excluyentes entre sí. La Monarquía Constitucional es aquella en la que el poder Ejecutivo es privativo del Rey al tiempo que el Legislativo es potestad exclusiva de una asamblea integrada por diputados elegidos de forma nominal y directa por sus diputantes –que es la forma tradicional del procedimiento electoral–. Esto es, un monarca que gobierna y un parlamento que legisla.
Este modelo político requiere el cumplimiento de cuatro formalidades. La primera es que sea una Constitución la que establezca esta separación de poderes entre el Rey –poder Ejecutivo– y la asamblea –poder Legislativo–. La segunda son los medios de elección de los representantes que integran la cámara, que han de ser elegidos de forma nominal, directa y mediante mayoría absoluta por sus representados. La tercera, el aseguramiento de la reunión regular y continua de la asamblea. Y la cuarta, que prohíbe a los legisladores deliberar en presencia del poder Ejecutivo, del Rey.
Recibe el nombre de «Monarquía Constitucional» porque fue la carta francesa de 1791 –la segunda moderna tras la de los EEUU– la primera que creó esta distribución de los poderes del Estado. Fue aprobada al cabo de dos años desde el inicio de la Revolución Francesa. La Constitución española de 1812 –que fue la tercera moderna tras la francesa– también instituyó una Monarquía Constitucional que atribuía el poder Ejecutivo al Rey y el Legislativo a las Cortes. La del Doce cumplía las cuatro formalidades arriba descritas.
En la actualidad no existe ninguna Monarquía Constitucional en el mundo.
Monarquía de Partidos. La Monarquía de Partidos es la monarquía de la postmodernidad. Surgió al término de la II Guerra Mundial. Los vencedores de la contienda decidieron la forma política de la vencida Alemania para tenerla bajo control: una República de Partidos con sistema electoral proporcional. Italia –que había sido beligerante en los dos bandos de la guerra y hasta vio quebrada su unidad resultando de ello una guerra civil paralela– adoptó el mismo sistema. Esta fórmula fue descrita como «Estado de partidos» por el jurista alemán Gerhard Leibholz, que afirmó que esta forma política integraba a las masas en el Estado a través de la erradicación de la representación política en los parlamentos. Esto se traduce en la descivilización de la sociedad mediante su estatalización.
Concluida la guerra, los reinos europeos continentales también adoptaron este artificio político. La sustancia de la Monarquía de Partidos es la transformación de la Corona en una magistratura honorífica que sanciona como propias las decisiones tomadas por terceros sin su concurso. Hace del Rey un espectador del consenso apandador de los partidos, que están asalariados por el Estado con cargo a todos los contribuyentes.
Esta forma política ha dado lugar a que los partidos hayan expropiado y privatizado de facto el Estado y sus poderes como su patrimonio particular. El Gobierno y las asambleas legislativas han sido transformados en salones en los que escenifican –mediante las formas a las que les obliga el ordenamiento– las decisiones que han tomado fuera de su ámbito.
El encargado de la separación de los poderes Ejecutivo y Legislativo español es el tapicero que viste de color distinto los asientos de uno y otro poder en la misma cámara. El primero es elegido por el segundo y –como los reyes absolutos– tiene capacidad para disolver –a su arbitrio– al cuerpo legislador, que –además– delibera en presencia del Ejecutivo.
Por si lo anterior fuera poco, la elección de la cámara se realiza mediante votaciones de listas que son confeccionadas por el jefe de cada partido. El recuento electoral aplica criterios proporcionales a través de una compleja ecuación de la que nada saben los votantes y que otorga a cada voto un valor distinto en función de diversas variables que son ajenas al acto de votar. Todo esto impide la representación de los legislados. Sólo los partidos tienen representación en las asambleas.
La instaurada en España con la Constitución de 1978 es una Monarquía de Partidos, que es la antítesis de la Monarquía Constitucional y tampoco es una Monarquía Parlamentaria por más que el propio 78 así lo afirme en su primer artículo.
El lugar al que hay que dirigir la mirada para distinguir todas estas formas monárquicas es a la relación de la Corona con los poderes Ejecutivo y Legislativo. Todo lo que no sea llamar a las cosas por su nombre es ruido y confusión. El pensador político Antonio García-Trevijano argumentaba que detrás de toda corrupción del lenguaje se esconde un objetivo político. Esta opinión ya había cuajado en la antigua cultura china, que la plasmó en la obra Lüshi Chunqiu antes del inicio de nuestra era cristiana. De ella se hizo eco Julio Camba, según recogió Ignacio Ruiz-Quintano hace años:
«Si las designaciones son justas, el orden reina; si son equívocas, reina el desorden. El que confunde las designaciones, corrompe el lenguaje. Las cosas prohibidas sustituyen entonces a las permitidas. La inexactitud toma el lugar de la exactitud y lo falso ocupa el sitio de lo verdadero. El hombre noble escoge sus designaciones de tal modo que puedan ser empleadas sin equívoco en el discurso y compone sus discursos de tal suerte que puedan, sin equívoco, transformarse en actos».
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