Hughes
El Bernabéu, tras la reforma, se ha convertido en un lugar de conciertos y eventos, un Wembley madrileño. Ya no es sólo el centro deportivo de la ciudad, es también su centro cultural —además de espiritual—. El club obtiene con ello unos importantísimos ingresos que han de hacer posible su futuro como club independiente.
Esto tiene un impacto urbanístico y vecinal y es aquí donde la cosa adquiere relieve porque el Madrid, que ha vencido a las grandes potencias del futbol, a los jeques, jerarcas y oligarcas, a las grandes ligas y hasta a la UEFA, topa ahora con la última frontera, los últimos enemigos: la izquierda madrileña y una alianza de antimadridistas de los medios y wokes de Más Madrid (pero menos Real Madrid) contra el tycoon Floren, agarrados a disquisiciones urbanísticas sobre un parking y, sobre todo, a la última ratio, el ruido del Bernabéu, el fascismo sónico.
Se trataría del malestar de unos vecinos, pero se sospecha que de fondo haya también antimadridismo, el odio inextinguible, una fuerza oscura que de España se expande por el planeta. El antimadridismo, que ha tenido muchas caras, ya no descansa en Messi ni en el Cholo ni en el City, sino en el vecino de Chamartín que se queja del ruido. El descanso de este señor es ahora todo para ellos. Es su héroe.
El antimadridismo de todo el planeta ha hecho de este hombre auditivamente sensible su causa unificadora. Los ideologizados teóricos de «nuestros barrios» van ahora al barrio de Chamartín para extender allí sus protestas. Se quejan de la brutalidad sónica de un estadio blindado con su techo-escudo-domo.
Esto ya lo anticipó Segurola (ínclito Segurola, e ínclito es una palabra «deportiva» gracias a José María García) que se quejó del estadio como periodista pero sobre todo como vecino. Ah, un pisito en Chamartín… ¡cómo rentó el tiquitaca!
Frente a ello tenemos los argumentos contrarios, los del madridismo, que parten de una afirmación curiosa, muy tajante y hasta cierto punto intransigente: el Estadio estuvo antes. Esgrimen un derecho original sobre el territorio, y los argumentos suenan extrañamente familiares.
El Bernabéu, defienden, está allí desde antes de que llegaran los vecinos e incluso Segurola. El estadio preexiste y es lo primero. Tras unos años en los que el pueblo madridista anduvo disperso y conoció el exilio en campos como el de O’ Donnell, el Madrid se refundó allí, en Tierra de Chamartín, por el patriarca Bernabéu y el patriarca Di Stéfano. Entonces no había nada y surgió el Estadio, que hasta confundió su nombre con el del lugar, y los que llegaron después, los asentamientos de Chamartín, carecen del derecho sobre la tierra, sin perjuicio de que lo tengan sobre sus concretas viviendas (eso sí, con condiciones).
El Bernabéu no es sólo el Bernabéu, no es sólo el estadio, sino que iría, en realidad, más allá, como mínimo desde Paseo de la Habana hasta la Castellana. Ese podría ser el lema: desde Paseo de la Habana hasta La Castellana todo es Bernabéu, sagrado territorio del pueblo madridista extendido por el mundo que tiene allí su origen, su templo y su lugar de peregrinación. Allí fue donde se reveló el Espíritu de las Remontadas, manifestado primeramente al profeta Juanito.
Los asentamientos chamartínicos quieren, en alianza con el progresismo surmadrileño, siempre sospechoso de alianza con el terrorismo informativo y el antimadridismo internacional, que cesé la explotación de los espectáculos sometiendo el desarrollo boombástico del Bernabéu a unos límites marcados en decibelios.
Esto supondría un retoque estético intolerable (quizás forrar el estadio de cajas de huevo) o reducir la dimensión de los espectáculos (música bajita, quizás cantautores).
Al Madrid, que cree haber cumplido con la legalidad y las ordenanzas, se le estaría limitando mucho su derecho a ser, a ser en el Mundo, como el resto de clubes que explotan soberanamente su estadio. Esto afectaría a su existencia. Ya no podría ser el club independiente del pueblo madridista, perdería a la larga su propiedad y su distinción, su ser uno y distinto frente al resto.
La queja del ruido, por tanto, encubre algo muy serio. Es mediante el ruido como se quiere constreñir el crecimiento del Madrid. Reducir a decibelios su impacto real, que es impacto medible en Champions, en gloria, en gloribelios. Eso se quiere hacer mediante el drama humano del vecino que aspira a conquistar la opinión pública con un disfraz humanitario aunque se sospeche que de fondo late un ancestral antimadridismo, la creencia conspiranoica en que Florentino y su palco controlan entre bambalinas el mundo del fútbol y el urbanismo con su poder económico.
El Madrid, creen los madridistas y algunos pocos filomadridistas, tendría derecho a defenderse porque afronta una amenaza existencial para impedirle desarrollar su nueva forma económico-deportiva, la única que garantiza su viabilidad. Ha de reaccionar imponiendo sus derechos sobre el territorio: desde el Paseo de la Habana hasta La Castellana todo es Bernabéu, fue siempre Bernabéu y será siempre Bernabéu, la casa de los madridistas. Los asentamientos inmobiliarios en Chamartín tendrán que aceptarlo —piensan— o vender sus pisos y mudarse a los barrios sureños, donde podrían ser bien recibidos por una amalgama de antimadridistas, entusiastas democráticos de las ordenanzas y otros creyentes en la coránica ley del decibelio. Se sospecha, sin embargo, que ellos, en el fondo, no estarían muy conformes.
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