lunes, 15 de abril de 2024

Médico español en Irlanda. Situación desesperada



Eduardo Gavín


Hace 25 años, cuando terminé los estudios de medicina, la situación de la profesión era desesperada. Una bolsa histórica de desempleo, fruto de una intencionada y populista mala gestión que había masificado las facultades en los 80, se cernía sobre nuestra cabeza, condenándonos al más que probable paro, a los empleos precarios o a aceptar cualquier cosa que surgiese. Como anécdota, recuerdo que, al ir a recoger el título de medicina, el funcionario de la secretaría me deseó suerte y me hizo saber que él era médico también. Por si fuera poco, el gobierno del ahora estadista González había despojado a la Universidad de la facultad de dar capacidades laborales, una vez que el título de Medicina y Cirugía pasaba a necesitar el complemento de una especialidad para poder trabajar. El seis igual a cero, no sé si se acuerdan, una vez que ahora se quiere otorgar capacidades médicas a quien ni siquiera tiene el título de medicina.


Así que, dado que me apetecía cambiar de aires y salir de la muy ventosa y noble Zaragoza, cogí los bártulos y marché a hacer la especialidad que quería (de entre tres candidatas) a Lisboa. En aquel momento, el salario de un residente allí era casi el doble que el de un residente en España y los precios eran más bajos, así que la sensación fue semejante a ser rico, aunque fuese a ratos (o sólo a primeros de mes). Hice la residencia y luego encadené una serie de contratos fijos que yo mismo interrumpía por la llegada de mejores ofertas. Y así transcurría la vida en Lisboa, hasta que recibí la llamada de la patria en forma de oferta laboral en un hospital que era, para mí, objeto de culto dentro de la especialidad, la Fundación Jiménez Díaz. El prestigio de sus profesionales en mi especialidad era enorme y volví a España, a Madrid, ciudad a la que no puedo tener más cariño.


Sin embargo, nada más llegar, antes siquiera de empezar a trabajar, comenzaron los problemas. Corría el año 2010 y el señor Zapatero anunciaba un recorte de salarios del 5% (que fue más bien el 15%) en los salarios de la función pública y la Fundación, pese a ser privada, tenía los salarios adscritos a los de la Administración, así que, antes de empezar, mi Españita había hecho de las suyas.


Pese a ello, y pese a los años de aprendizaje profesional y humano que fue mi paso por la Jiménez Díaz, pasé a la pública fetén. Y ahí el comenzó el calvario.


Calvario, sí. Un sistema ineficiente a más no poder, decisiones arbitrarias y despóticas por parte de todos los mandos, manditos y mandones y un sinfín de engaños, estafas, sisas, burlas y bajomanismos, escatimando cada euro al que tenía derecho y poniéndome siempre la zanahoria delante del hocico para que siguiese corriendo. Mientras el trabajo aumentaba sin freno (el 50% más en 9 años, sin aumentar la plantilla), el salario permanecía ridículamente parado, con subidas del 0,5% anual que se acababan de pagar a final de año. Igualmente, las pagas extra absurda e ilegalmente recortadas, el contrato era renovado año a año (hasta 7 años) se me negaban los trienios (finalmente reconocidos a medias) o la carrera profesional. Esta última es mi favorita. Tres veces la solicité. En la primera ocasión, el hospital no envió el papel a la Consejería (lo sé porque una amable funcionaria me lo mostró, tirado en una caja, junto al de otros siete u ocho compañeros). En la segunda, me otorgaron (como si fuese un favor) el llamado “Nivel 0”, que no se remuneraba pero que, en el futuro… ah, el futuro. Y por fin, hace un año, me concedieron graciosamente el nivel 1. Con 49 años.


Todos estos abusos frente a la aparente pasividad de compañeros, colegio, jefes… y sindicatos que, al menos, tímidamente y de vez en cuando levantaban la voz.


El caso de los colegios es quizá, el más execrable. Pues, aparte de cobrar religiosamente sus elevadísimas cuotas a cambio de nada, debería ser el garante de la conformidad y cumplimiento documental y académico de todos sus colegiados, así como de evitar los abusos sobre la profesión, vengan de donde vengan. Pues nada, tienen psiquiatras para los quemados y ofertas del 5% para ir al Parque de Atracciones. Ah, y unos correos que ya –gracias a Dios– no mandan, donde explicaban cómo emigrar, como si ellos lo supieran.


Aun así, con estos mimbres, los sindicatos consiguieron las migajas de trienios, subidas de 25 euros mensuales, carreras retrasadas, etc. Poca cosa, limosnas, pero las celebrábamos con resignación silenciosa o incluso agradecida.


A mi entender, esto que cuento no se puede llamar más que situación desesperada, como la del inicio. Sólo que ahora las cosas son muy diferentes. No reflejan la realidad del mercado. La escasez de médicos en todo el mundo es notoria y basta saber algún idioma para recibir una llamada, como me sucedió a mí y de nuevo, tomar las de Villadiego, esta vez a Irlanda.


Y nuevamente, la mitad de los problemas desaparecen.


Llegué a Irlanda el 29 de febrero. El primer día, se me asignó (obsérvese que no se me concedió ni se me otorgó, bastó presentar los papeles con mi vida laboral) el nivel 6 de carrera, el más alto. Se me firmó un contrato indefinido, para pasar a plaza estructural en un par de meses. Y mi salario base es exactamente un 475% del que percibía en España. Repito: el 475%. No falta ninguna coma o decimal. Curiosamente, es exacto.


Podría ser un golpe de suerte, dirán muchos. O que Irlanda es un caso especial. Pero en Francia también se triplican los salarios. Lo mismo en Bélgica o el Reino Unido. En los países nórdicos, depende, son de entre el doble y el cuádruple. ¿Y en Uruguay? Vean los salarios en Uruguay y me cuentan.


Así que sí, la situación es desesperada, pero no para nosotros. Es desesperada para los politicastros españoles que piensan que pueden sostener con corchos un sistema que hace aguas por todos lados. Es desesperada para el funcionamiento racional de los hospitales, con salidas e incorporaciones permanentes, sin equipos, sin estructura, sin solidez. Pero, sobre todo, es desesperada, aunque no lo sepa, para el paciente o como los cursis que “administran” la sanidad prefieren llamarlo: “usuario” o incluso “cliente”. Porque la fuga es masiva y va a ser más. Y porque, por más que la administración traiga médicos de otras latitudes y que el colegio acepte colegiados hasta quemar los sellos de caucho, no serán suficientes para sostener el edificio. No el edificio que conocemos. Quizá uno en ruina y apuntalado. Hasta que les caiga en la cabeza.


Esta es la única realidad que espera.


En fin, voy acabando. Muchos pensarán que a santo de qué me pongo a largar ahora. En efecto, me resultaría más fácil callarme y mirar la chimenea, degustando un güisqui local. Pero me puede la rabia que siento viendo cómo se gastan dinero en estadios o en programas de telebasura en la tv pública, mientras dicen que no encuentran ni una monedita que dejarnos.


Es cierto que ya no es mi problema, pero yo, siendo sincero, preferiría ganar un poco menos y no sentir vergüenza de "la mejor sanidad del mundo".


Nada más tengo que añadir. Salvo que el uso de comillas es más sarcástico que evocador y que sigue lloviendo. No en Irlanda, no. Allí.

Sláinte.