Javier Bilbao
No quisiera entrar en polémicas futboleras, que allá no se me ha perdido nada y en bastantes jardines me he metido ya, pero tengo amigos madridistas a los que llevo un tiempo escuchando cierto discurso que me llama la atención: la liga española sería, a su parecer, un circo de enanos en el que el Real Madrid se encuentra constreñido, mientras que es la Champions donde puede medirse y, por extensión, su anhelada Superliga europea, de materializarse, devendría en agua de mayo para finalmente poder independizarse junto a otros equipos ya globales como el Barça y el Atlético de esas obsoletas ataduras nacionales. Pues bien, aquí tendríamos un ejemplo un tanto prosaico pero muy nítido del fenómeno que Christophe Guilluy define en No Society: el fin de la clase media occidental.
Según este geógrafo francés, las reformas económicas de los años 80 en el caso del Reino Unido y Estados Unidos —añadiríamos que también en España, con una reconversión que siguió un camino similar— supusieron el canto del cisne de la clase obrera y el inicio de un proceso de globalización que tras haber desindustrializado las sociedades occidentales acomete, a continuación, la liquidación de la agricultura (la cual, como vemos en las recientes movilizaciones, se resiste a morir). ¿Qué nos queda entonces? Países escindidos entre una élite, bien integrada en la nueva economía, que se percibe a sí misma como cosmopolita, garante de un nuevo código moral liberal-progresista y que se concentra geográficamente en unos pocos núcleos urbanos (una «gente de arriba» o «gente de cualquier sitio», que el autor estima en torno al 25% de la población), frente a unas nuevas clases populares, crecientemente precarias, de moral «anticuada», de las que aquellas aspiran a desembarazarse, pues rotos los lazos nacionales son considerados un lastre: «La Francia periférica» —en nuestro caso podríamos hablar de «La España vaciada»— los «brexiteers» o, en el contexto estadounidense, aquellos «deplorables» a los que se refirió Hillary Clinton, que viven en zonas rurales, carecen de títulos universitarios y son trumpistas entusiastas. Pero antes de hablar de la irrupción electoral de estas nuevas clases populares y cómo han trastocado el mapa político (en lo que poco tienen que ver injerencias rusas, fake news y resurrección de fascismos) sigamos definiendo las características de ambas facciones y cómo se han ido conformando.
En la campaña presidencial de 1981 el secretario del Partido Comunista Francés, Georges Marchais, declaró que había que «frenar la inmigración regular e irregular» al ser «inadmisible dejar entrar a nuevos trabajadores inmigrantes en Francia, cuando nuestro país cuenta con cerca de dos millones de desempleados». La respuesta que recibió ya se la pueden imaginar y motivó una réplica aún más interesante por su parte: «planteamos los problemas de la inmigración y dicen que es para utilizar y favorecer el racismo, que lo que hacemos es adular los más bajos instintos; y si combatimos el tráfico de drogas, dicen que sería para no hablar del alcoholismo que nuestra clientela tanto aprecia… todos a una gritan que somos partidarios de la ideología de Petain (…) ¿Qué idea tiene esa gente de los trabajadores? Tarados, incultos, racistas, alcohólicos, brutales según nuestros detractores, desde la derecha al Partido Socialista, así son los obreros» (si Marchais viviera hoy día vería a Yolanda Díaz proclamando lo mucho que le aburren los hombres heterosexuales y dedicándose el Día del Padre a hablar de los maltratadores).
Podríamos decir que en ese momento comenzó el divorcio entre el progresismo académico-mediático y las bases populares con la que teóricamente se identificaban. Éstas dejaban de ser protagonistas del relato nacional frente al clasismo cada vez más indisimulado de unas élites que podían descargar sobre sus hombros los aspectos más oscuros de su pasado: segregación, esclavitud, colonialismo… todo aquello fue racismo y racismo sería lo que ahora mueve a los votantes populistas, ergo son los herederos de aquello ¡Ea, asunto zanjado!
Pero esta triada de élites/pueblo/inmigración trae consigo otro aspecto peliagudo: el descrédito del bien común, la atomización social. Para mediados del siglo XX, cuenta el autor, en Francia se habían construido 5 millones de viviendas públicas inicialmente para clases medias y bajas. Convertidas lenta e inexorablemente año tras año en guetos de inmigración y de sus sucesivas generaciones, que conforman en esos lugares sociedades paralelas acordes a su identidad y valores, la población autóctona para la que en principio iban dirigidas termina desplazándose a zonas periféricas o rurales. En el reparto de la tarta se quedan sin su parte, incrementando así su desafección del sistema.
El resultado es que la propia existencia de viviendas sociales y cualquier otro tipo de ayudas termina siendo cuestionada de forma generalizada, incluso a ojos de sus hipotéticos beneficiados: ante la disyuntiva de fronteras abiertas o Estado del Bienestar, termina sacrificándose el segundo. Las consecuencias son unas cifras de paro reales mucho más elevadas de las oficiales —que Guilluy estima para Francia de un 18% y en EE.UU de casi un 20%—, pérdida de poder adquisitivo para más de la mitad de los hogares en este siglo, reducción de la movilidad social (incrementándose el abandono escolar entre los jóvenes de clase baja-media) y un hecho insólito desde la II Guerra Mundial como es la disminución de la esperanza de vida en ese sector de la población (junto a la epidemia de opiáceos entre la población blanca de clase trabajadora, en el caso estadounidense). Para maquillar esos datos se dan situaciones tan peculiares como que desde 2013 el instituto estadístico europeo pide a los Estados miembros que incluyan en el PIB también la prostitución y el tráfico de drogas. Pues bien, de todo ese descontento larvado surgieron los chalecos amarillos en Francia.
Para el sector que sí sale beneficiado de la globalización la situación es mucho más halagüeña. Entre 1980 y 2007 el salario medio aumentó un 0,82% anual, para el 0,01% de los mejor pagados el incremento fue del 340%. Para el conjunto de Francia, señala nuestro autor, hasta 1999 el crecimiento del empleo beneficiaba a todo el territorio francés, aunque desde 2006 hasta 2013 se ha concentrado casi exclusivamente en los núcleos urbanos de más de 500.000 habitantes y en los de menos de 100.000 se ha creado un ínfimo 0,6% de los nuevos puestos de trabajo. Esto ha disparado el precio del alquiler en las grandes ciudades, desplazando de ellas a las clases bajas y acelerando así esa redistribución poblacional de tal manera que las grandes urbes pasan a ser esos Barça y Real Madrid para las que sus respectivas naciones se quedan pequeñas.
Lo vimos en las reacciones al Brexit, por ejemplo, con voces como la del periodista de El País John Carlin explicando que había firmado una petición para independizar Londres del Reino Unido, idea esta de la ciudad-Estado que lejos de ser una broma empezaron a acariciar ciertas élites. La distribución del voto entre campo y ciudad en lo que respecta a Estados Unidos comienza a ser abismal haciendo de las grandes ciudades feudos liberal-progresistas, mientras que la gentrificación parisina, por su parte, es un hecho del que Guilluy se hace eco con especial énfasis como lugareño. Por la nuestra, podríamos añadir el caso de Madrid: las tensiones separatistas en España hacen de la capital una plaza fuerte frente a la disgregación territorial, sin duda, dotada de una admirable conciencia nacional y, sin embargo… no son pocos los que anhelan verla como una especie de distrito federal, de acuerdo con el liberalismo ayusista, razón por la que difícilmente ésta podrá llegar a la presidencia de la Nación, como algunos ansían, pues ni su discurso ni el desarrollo económico madrileño como ciudad-nodo de globalización son replicables en el conjunto de España. Si bien Guilluy no menciona a Madrid, si describe el intento separatista catalán como un ejemplo de egoísmo de élites barcelonesas secesionistas que consideran un lastre al resto del país, mostrando un apreciable conocimiento de nuestro contexto que es de agradecer.
Ahora bien, frente a esta realidad descrita en las líneas precedentes ¿qué hacer? Dice nuestro autor «desde hace décadas, los movimientos sociales acaban en callejones sin salida. Este enfrentamiento envuelto en algodones entre el Gobierno y los sindicatos forma parte del espectáculo político-mediático [¡no está hablando de España!]. En realidad, escenifican un choque de impotencias. Impotencia de un Estado cuyos márgenes de maniobra no han dejado de reducirse e impotencia de un movimiento social cada vez más desconectado de las clases populares. La relegación económica, cultural y geográfica que ha conducido a un desinterés político, sindical, asociativo de las clases populares hará cada vez más difícil esta conexión». Ante la atomización social la reacción inicial es que tanto las críticas como la búsqueda de soluciones se centran en el plano moral-individual. Si alguien está en condiciones laborales precarias y no puede acceder a una vivienda se le reprochará ser vago, paguitero, miembro de una generación de cristal que ha abandonado la cultura del esfuerzo y que se lo gasta todo en el Netflix y en vicios, que si yo a tu edad tal y cual… Respecto a quien busca soluciones, a menudo recurrirá a la especulación en criptomonedas —mera ludopatía— o a los libros, cursos y maestrillos de autoayuda, véase ese extravagante personaje llamado Amadeo Lladós, como si vía ejercicios gimnásticos uno pudiera llegar a ganar un sueldo digno en un país cuyo sistema productivo ha sido desmantelado en aras de la globalización/integración europea.
Pero desesperarse no vale de nada y en esta vida casi siempre hay una solución. Señala Guilluy que las zonas en las que emergió el entonces llamado Frente Nacional estaban sujetas a una doble inseguridad, la social (ligada a los efectos del modelo económico) y cultural (relacionada con el multiculturalismo). Sólo de esa combinación ha ido surgiendo de forma creciente el voto populista en Francia y, posteriormente en Estados Unidos de una manera casi calcada, el voto a Trump. Nada menos que el 69% de los votantes de Le Pen se incluían en 2017 en la etiqueta de «quienes llegan a fin de mes con muchas dificultades» y como esos problemas estructurales a los que quiere dar respuesta a falta de solución van empeorando, ahora mismo está ya bordeando la mayoría absoluta. Quien quiera emular su éxito en otro país deberá apelar a ambas cuestiones.
Hemos sido testigos de que la reacción ante ellos de la clase dirigente ha sido una huida hacia adelante, recurriendo a los comodines del antifascismo y antirracismo —como ya pasó con Marchais hace más de 40 años—, aunque cada vez están funcionando peor. En estos últimos tiempos ha tenido lugar una irrefrenable deslegitimación de los agentes de difusión de la ideología dominante, ya fuera Hollywood, el ámbito académico, los medios de comunicación… De manera que, salvo algún incidente dramático en absoluto descartable, parece que Trump será reelegido y en 2027, esta vez sí, Le Pen podría ganar. Su fórmula, en conclusión, es sencilla y no es impuesta desde arriba, sino que surge de abajo: «soberanismo, proteccionismo, preservación de los servicios públicos, rechazo a las desigualdades, regulación de los flujos migratorios, fronteras: estos temas son comunes a las clases populares de todo el mundo».
Leer en La Gaceta de la Iberosfera