Luis XVI
Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Con motivo de la presentación de una nueva versión y notas de la obra de Tocqueville, El antiguo régimen y la Revolución, llevada a cabo por mi amigo Fernando Caro, he pasado unos días repensando en la Revolución Francesa y expongo aquí, sucintamente, mis humildes reflexiones. La Revolución estuvo precedida durante sesenta años de una literatura política, casi alucinante, de pensadores políticos de baja estofa –no todos eran Diderot o Rousseau, con ser estos inmorales y de sensibilidad morbosa–, como Morelly, d'Holbach o La Mettrie, que no tenían ninguna experiencia política y cuyas obras kioskeras fueron envenenando al pueblo francés con monstruosas quimeras que se oponían a toda realidad y al mínimo sentido común. Es por ello que Voltaire cuando en 1764 entra en contacto con algún literato de revoluciones alucinantes, llega a escribir: “A mi modo de ver creo que el rey tiene razón, y ya que es preciso obedecer creo que más vale hacerlo bajo un león de buena casa, y nacido mucho más fuerte que yo, que bajo doscientas ratas de mi calaña”. Diríase que el gran escritor francés presentía las barbaridades revolucionarias de los años 1793 y 1794 si esa literatura se convertía en vademécum de la acción de gobierno. También nuestra IIª Repúplica vino al mundo tras ser engendrada por una demagógica literatura de quiosco que ya venía del siglo XIX (Ayguals de Izco, etc.). En el siglo XVIII algunos salones de grandes casas pilotadas por mujeres audaces llegaron a ser verdaderas “bolsas de ideas”. Los dos salones más famosos fueron los de madame Geoffrin y el de la marquesa de Du Deffand. La primera atrajo a su reino de la rue Saint-Honoré, con magnífico chocolate y licores sublimes, a Fontenelle, Montesquieu, D'Alembert y Galiani. De hecho, la Enciclopedia se realizó en gran parte en su casa. Y aunque prohibida teóricamente, cuando el rey Luis XV buscaba un dato acerca de la composición de la pólvora o del carmín para pintarse los labios, madame de Pompadour le hacía traer un ejemplar de la obra prohibida. Madame du Deffand, sabia joven libertina, al final, vieja y ciega, descubrió finalmente el amor y se aferró desesperadamente al inglés Horace Walpole, el gran autor del Castillo de Otranto, y el más grande escritor de cartas de la literatura inglesa, al decir de Churchill, que le inspiraron. Voltaire era la principal columna de la casa de Du Deffand. En tiempos de Luis XV estos salones filosóficos representaban una oposición amable y tolerada. Bajo Luis XVI, con madame Necker, amante del gran historiador Gibbon, se convertirán en la cámara del poder. Gibbon llevó a su amante la pasión por la República Romana –de la que el inglés no escribió, prefiriendo la decadencia agónica de Roma– y esta pasión se convirtió en una manía entre todas las grandes damas letradas. La pobre madame Roland lloraba a los doce años porque no era ni romana de la época republicana ni espartana. La República Romana y Esparta fueron los dos grandes referentes históricos para la Revolución Francesa. Sólo razones de índole moral o espiritual trajeron el morbo maldito de la Revolución. En los colegios, los jóvenes se formaban con influencias de Rousseau –todo un pervertido muy bien descrito por David Hume, que lo protegió en Inglaterra y luego abominó de él–; en “Luis el Grande”, estudiaron Robespierre y Camilo Desmoulins; en el Colegio de Troyes, Danton y Buzot; Saint-Just en los “Oratoriens”, de Soisons. Durante el reinado de Luis XVI Francia era el reino más feliz de Europa. El Rey había suprimido los impuestos inventados por Luis XIV, como el de la capitación y el de la veintena para robar más al Tercer Estado, y contra el impuesto de la corvea, trece años antes de la Revolución, tuvo palabras más duras que las de un girondino a la hora de abolirla: “Al forzar sólo al pobre a mantenerla, obligándole a entregar su tiempo y su trabajo sin retribución, se le sustrae el único recurso del que dispone contra la miseria y el hambre para hacerle trabajar en beneficio de los ricos”. Sólo quedó el impuesto de la talla, y lo mejoró. Los franceses vivían económicamente bien, y después de la revolución tuvieron que pasar cuarenta años para que Francia volviese a tener la prosperidad de la época de Luis XVI. El reino estaba gobernado por liberales, como Malesherbes, Turgot, Calonne, Necker y Lomènie de Brienne, que iniciaron proyectos terminados en los dos primeros años de la Revolución. El 1787 el Rey acometió la reforma municipal. Los vecinos sólo podían elegir al Tercer Estado para formar las corporaciones, quedando los curas y los nobles secluidos de los Ayuntamientos. Todo un adelanto de lo que va a ser la Asamblea Nacional en 1789, de acuerdo a las ideas de Mirabeau, y según la voluntad del Rey. Francia siempre había tenido a sus reyes, fieles a su misión histórica, como los verdaderos guías o caudillos hacia la conquista de la libertad. Luis XI había domado a las dinastías señoriales; Luis XII había sido el “Padre del pueblo”; Enrique IV se había impuesto sobre los partidos religiosos; Luis XIII cortó las alas a los príncipes de la sangre; Luis XIV controló a los Parlamentos de notables –“not able”, incapaces, dirá en su día La Fayette, jugando con las palabras–, y se esperaba que Luis XVI terminase con los últimos privilegios en una monarquía constitucional con división de poderes. La Revolución Francesa no empezó por un tumulto, sino por un idilio. Al anunciar Necker el 1º de enero de 1789 que el rey convocaba los Estados Generales, concediendo al Tercer Estado una doble representación, la noticia fue acogida con entusiasmo enternecido, la bondad del bueno de Luis XVI –que lo era– hizo verter torrentes de lágrimas de gratitud al pueblo. El propio Robespierre hablaba entonces del rey como de un hombre providencial, predestinado por el cielo para dar cima a una revolución “que habían intentado Enrique IV y Carlomagno, más que en los tiempos en que estos reyes vivieron no era todavía posible”. El día en que se aprobó la Constitución Talleyrand dijo la misa; La Fayette juró, en nombre de los federados, sostener la Constitución; finalmente el rey prestó juramento, siendo aclamado por todo el pueblo. Desgraciadamente, el rey tenía dos muy malos consejeros para con la constitución de una Francia moderna, su mujer y el Papa Pío VI. María Antonieta exigía al rey continuamente que hiciera uso de su poder de veto a toda medida progresista del gobierno. Por su parte el Papa Pío VI condenó la constitución civil del clero. ¿Y qué podía hacer Luis? Era muy piadoso, y le importaba su salvación eterna más que su trono. A partir de aquel momento el rey se convirtió en un traidor a la Revolución. La huida a Varennes, de la que en un principio el gobierno mintió al pueblo, inventando la historia de un rapto de la familia real –comenzaban las mentiras de la máquina del Estado moderno– y el descubrimiento en un armario de hierro de las Tullerías de ciertas cartas comprometedoras que demostraban cómo el rey estaba preparando un golpe de Estado, acabaron con la posibilidad de una monarquía constitucional y con la vida del propio rey, que era, con todo, un hombre bueno. Después de los horrores de la Revolución –que el propio rey provocó en parte–, vino Napoleón. El destino había elegido en un principio al rey Luis XVI para cumplir una misión histórica, pero incapaz éste de llevarla a cabo, suscitando años de terror, lo sustituyó Napoleón. La familia Orleans no tenía posibilidades, después de haber votado el jefe de la casa en la Convención la muerte del rey, cosa que se le echaría en cara hasta la época de Mac Mahon, época en que Francia estuvo a punto de volver a la monarquía.