David Román
Rob Henderson no conoció a su padre, su madre era drogadicta y creció en varios hogares de acogida, apenas logrando terminar la secundaria. También ha creado uno de los conceptos que mejor iluminan la sociedad moderna: el de las “creencias (o ideologías) de lujo”.
Las “luxury beliefs,” en su versión original en inglés, son creencias que imponen costes a las clases bajas permitiendo a las clases altas presentarse como sofisticadas y éticamente superiores. Pensemos en la inmigración masiva que acaba en Usera en Madrid o en el Poble Nou de Barcelona, asaltando a ancianas con pensión mínima que vive en portal sin ascensor; o en la idea, tan extendida entre las chicas de Podemos que se pasan el día a dieta y se levantan a las siete de la mañana para correr junto a su chalet, de que la obesidad es una elección estética defendible para las masas.
Hace tiempo que conozco a Rob, a sus 34 años uno de los intelectuales más importantes del mundo, y tuve una charla recientemente con él, con ocasión del lanzamiento este mes en EEUU de su primer libro, Troubled: A Memoir of Foster Care, Family, and Social Class.
La vida y las circunstancias de Henderson son un cúmulo de casualidades y contradicciones. Su idea de “ideologías de lujo” tiene página en Wikipedia, pero él no. Creció en barrios de mala muerte en ciudades de mala muerte y le debe su educación al ejército estadounidense, donde trabajó durante años como mecánico de aviones, aunque ahora reside en el entorno académico de Cambridge, la preciosa ciudad universitaria en las afueras de Londres.
Cuando nos conocimos, traté de hacerle cambiar de idea y de sustituir la expresión “creencias de lujo” por “consejos a sabiendas erróneos de las élites”, bajo la teoría de que su idea viene a ser una extensión al ámbito social de las recomendaciones femeninas a las amigas para ponerse tal o cual vestido o tal o cual maquillaje, a sabiendas de que las hace parecer más feas: un consejo que se da precisamente por eso. Ahora, dada la fama de Henderson y sus conceptos, me alegro de que no me hiciera caso.
Para Henderson, la clave de muchos de los problemas actuales de las sociedades occidentales está en la evolución que han sufrido las élites. El sociólogo estadounidense Thorstein Veblen describió en el siglo XIX lo que llamó “clase ociosa”, la cúspide de la pirámide social dedicada, como sus antecesores romanos o chinos, al consumismo exhibicionista, con el fin de resaltar su distancia con el vulgo currante.
“En el pasado, la gente indicaba su pertenencia a la élite gastando en su tiempo libre, desperdiciando dinero en bienes y placeres”, explicó Henderson. “A medida que las clases medias han ganado más acceso a bienes y servicios y pueden utilizar muchos de los mismos productos que utiliza la élite, la competencia se ha trasladado a la esfera ideológica. Se trata de poder permitirse un conjunto de creencias que son simplemente costosas, a menos que pertenezcas a la élite”.
Parte de esta idea, añadió Henderson, se refleja en el concepto de “capital cultural” acuñado en los años 1970 por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, para referirse al conocimiento cultural acumulado que confiere estatus social y poder. El concepto de creencias de lujo, sin embargo, va más allá, ya que añade un elemento de valor negativo: al igual que unas vacaciones en un resort exclusivo, tienen un coste importante (dinero, fundamentalmente) que la clase alta puede permitirse; pero la clase baja ni siquiera puede soñar con ello, y cuando intenta hacerlo se va a la bancarrota.
Veblen recopiló sus observaciones en su clásico La teoría de la clase ociosa. La teoría de Veblen habría sido fácilmente aceptada, por ejemplo, en China, donde varios reyes se construyeron piscinas llenas de alcohol. Estos reyes se rodearon de cortesanas que indicaban su pertenencia a la élite gastando extravagantemente en vida, y después en sus tumbas llenas de riquezas.
En el Occidente moderno, en particular, esos excesos son ineficaces. Nadie va a ganarse el respeto social construyendo una gran pirámide en medio de Florida y, sin embargo, multimillonarios como el fundador de Amazon, Jeff Bezos, desde luego que tienen los medios para hacerlo.
La forma moderna de ganarse la admiración social o, al menos, de no perder el trabajo, la posición o la reputación, es compartir creencias de lujo. Estas son ideas progresistas, por ejemplo sobre la destrucción de la familia, la obediencia a las clases administrativas cuando cambian de opinión sobre vacunas o mascarillas o la superación del nacionalismo, que son ampliamente aceptadas como marcadores de pertenencia a la clase alta, sostiene Henderson en su libro.
Henderson cita a veces un estudio fascinante de 2003 sobre el colapso de la Unión Soviética que concluyó que las personas con educación universitaria tenían entre dos y tres veces más probabilidades que los graduados de secundaria de decir que apoyaban al Partido Comunista. Al mismo tiempo, entre los empleados en profesiones liberales existía también entre el doble y el triple de apoyo a la ideología comunista, en comparación con los trabajadores agrícolas y los trabajadores semicualificados.
“Esto es exactamente lo que vemos en Estados Unidos estos días. Existe una gran división entre las opiniones de los trabajadores manuales y administrativos”, dijo Henderson. “Ahí se ve la ideología de lujo, en la necesidad de expresar opiniones e ideas correctas. A veces bromeo diciendo que, si hubiera una forma física de distinguir a la gente de clase alta de la de clase baja, que volviera una moda de pelucas empolvadas o algo que pudiera usarse como un marcador visible, las ideologías de lujo desaparecerían”.
Henderson se congratula de haber evitado, por poco, el ascenso de las ideologías de lujo en el ejército estadounidense, aunque inevitablemente se ha topado con ellas en el mundo académico, dominado precisamente por el público objetivo de esta tendencia. Ha citado un reciente estudio que muestra que un 55% de los graduados de las ocho grandes universidades estadounidenses, la “Ivy league”, creen que su país “ofrece demasiada libertad individual”. Entre la población general del país, el porcentaje de los que están de acuerdo con esa opinión es del 16%.
Las ideas de Henderson ayudan mucho a entender una de las grandes paradojas del mundo moderno: en Occidente, son precisamente las clases mejor preparadas y de mayor capacidad cognitiva las que sostienen las mayores estupideces. Cuando observó los comienzos de esta tendencia en los años 1940, George Orwell comentó que “hay tonterías que cualquier subnormal es incapaz de sostener; para sostenerlas, hay que ser un intelectual”.
Uno de los mayores peligros que afronta Occidente es la convicción de que estas élites, estos expertos presuntamente meritocráticos, estos Fernando Simón y Anthony Fauci, son la voz de la lógica y la ciencia, y oponerse a sus credenciales es de paletos desinformados. Lo que sostiene Henderson, una y otra vez, es que la gente más inteligente y más brillante no sólo puede comportarse como una adolescente vengativa y envidiosa en un instituto de secundaria; sino que las actuales circunstancias de hecho coadyuvan a que ello ocurra cada vez más.
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