Javier Bilbao
El 4 de octubre de 1980 la localidad alavesa de Salvatierra iba a dar comienzo a sus fiestas patronales con una carrera ciclista juvenil. Con el fin de organizar su recorrido tres agentes de tráfico de la Guardia Civil debían personarse en el lugar, pero alguien informó de cuál sería su localización a un comando de ETA para que pudiera tenderles una emboscada. Apenas llegaron fueron tiroteados, pero uno de ellos, herido, aún pudo esconderse detrás de un coche. No le sirvió, porque algunos espectadores gritaron al comando que aún quedaba uno vivo y regresaron a rematarlo. Dejó una viuda embarazada. El informante que hizo posible el atentado resultó ser el cura del pueblo, lo cual en principio resulta desconcertante al estar involucrado en algo tan poco cristiano. Lamentablemente no fue, ni mucho menos, un caso aislado.
Como señala Pedro Ontoso en Con la Biblia y la Parabellum, la primera asamblea de ETA se celebró en mayo de 1962 en el monasterio benedictino de Belloc, en Francia; la cuarta, en la Casa de Ejercicios Espirituales de los jesuitas en Loyola; la quinta en la casa parroquial de Gaztelu y en la Casa de Ejercicios Espirituales de Guetaria. La planificación en 1968 de su primer asesinato, el del comisario Melitón Manzanas, tuvo lugar en la casa del párroco de Zeberio, aunque los preparativos fueron en el convento de los padres sacramentinos de Villaro. El primer zulo de ETA se localizó en la parroquia de Ibárruri, mientras que en los jesuitas de Bilbao es donde se comenzó guardando el dinero que obtenían de los atracos y no pocos terroristas encontraron refugio en dependencias eclesiásticas ante la persecución policial. Los propios religiosos fueron algunos de los más destacados activistas de la banda, como los frailes capuchinos Fernando Arburúa y el que llegaría a ser jefe del aparato militar, Txikía, así como los dos párrocos encausados en el Proceso de Burgos, entre otros muchos ejemplos. Otro caso significativo es el de Txelis, seminarista que llegó a ser jefe de la banda, ideólogo de la llamada kale borroka, y que una vez encarcelado encontraría de nuevo consuelo en la religión, doctorándose en teología y mostrando arrepentimiento por su pasado.
Como podemos ver ha existido un poderoso vínculo entre la iglesia vasca y la banda terrorista y sin embargo… desde su misma fundación ETA se identificó como marxista, tuvo ideólogos abiertamente anticlericales tal como veremos y su entorno, la llamada «izquierda abertzale», presentaba en las encuestas índices muy bajos de creencias y prácticas religiosas. Como ejemplo, en 1979 sólo el 13% de ellos se identificaban como católicos practicantes, frente al 55% de los votantes del PNV (el promedio español aquel año era del 37%), mientras que el 44% decía ser agnóstico o ateo, frente al 6% del PNV (el 14% en el conjunto de España). Para 1999 sólo el 2% de los votantes jóvenes de HB se declaraba católico practicante, en ese ámbito la religión prácticamente había desaparecido: la consideraban «anticuada», «española», y preferían verse a sí mismos como progresistas y hasta revolucionarios. Entonces… ¿Cómo es que teniendo ETA tan estrechos vínculos con la religión, simultáneamente su entorno de apoyo llegara a estar tan profundamente secularizado? ¿Cómo explicar esta aparente contradicción?
Suele atribuirse a Chesterton la cita «cuando alguien deja de creer en Dios, cree en cualquier otra cosa». Hasta en el palo de una escoba. Más adelante George Steiner desarrollaría el concepto en su ya clásico ensayo Nostalgia del absoluto, sobre la transferencia de significado metafísico desde la religión tradicional a algunas de las ideologías más destructivas del siglo XX. En consecuencia, hay que entender a ETA, su entorno e ideario como una herejía cristiana. Una que, por el momento de su aparición, ya no pudo ser erradicada por aquella institución tan vejada por la Leyenda Negra como fue la Inquisición —nos hubiera ahorrado muchos disgustos, en verdad— y que, como otras herejías, absorbe mucho de una tradición que al mismo tiempo repudia y desplaza por ser competencia directa, y cuyo código de valores/creencias puede llegar a reconfigurar considerablemente hasta parecer irreconocible. Esa es la tesis fundamental de El Movimiento Liberación Nacional Vasco, una religión de sustitución, que la socióloga Izaskun Sáez de la Fuente escribió tras cinco años de investigación dentro del Instituto de Teología y Pastoral de la Diócesis de Bilbao. A partir de esa obra desarrollaremos las siguientes líneas.
Para entender cómo fue el proceso histórico y cultural por el que pudo mutar el catolicismo en ciertos ámbitos vascos hasta desembocar en semejante idolatría neopagana, en tan atroz secta destructiva, tenemos que remontarnos unos años atrás: concretamente a Adán y Eva. Resulta que hablaban en euskera, créanlo o no, y el Paraíso en el que vivieron se ubicó en algún lugar entre lo que hoy es Vizcaya y Guipúzcoa. Al menos eso es lo que se enseñaba en algunas iglesias vascas hasta los años cuarenta del siglo XX.
La idea tenía un lejano recorrido, desde tiempos en los que se quería justificar la limpieza de sangre (ni mora, ni judía) y la hidalguía universal —aquella que tanto le irritaba al Vizcaíno que Don Quijote no le reconociera— para la que encontró acomodo el mito de Tubal, nieto de Noé, que fue a parar a los Pirineos haciendo de su linaje los primeros españoles y el pueblo que debía proporcionar la salvación universal, cosa que Israel ya no podía ser por su pecado contra Jesucristo. ¿Y qué idioma se trajo consigo? Según el jesuita e historiador del siglo XVIII Manuel Larramendi: «es preciso que se me conceda que dicha lengua estuviese instituida en los primitivos tiempos del Diluvio Universal y que la poseyó el mismo Noé (…) el bascuenze es la locución angélica, y que para hablar a los ángeles en su lengua es necesario hablarles en bascuenze». En el siglo siguiente el carlista Juan Bautista de Erro dejó de andarse con rodeos: «fue asimismo la lengua de Adán y sus sucesores hasta la confusión de Babel».
Mientras tanto hemos de tener en cuenta procesos históricos paralelos como el auge del protestantismo, que supuso un vínculo más estrecho de política y religión, y de los Estados modernos, en los que se producía una creciente sacralización de la nación. Así que para el siglo XIX, dado que el euskera era de uso rural y su escasa literatura eran catecismo y devocionarios, en palabras de Izaskun Sáez «poco a poco, el vascuence se convierte en una barrera frente al liberalismo, de modo que abandonar la lengua vasca resultará sinónimo de pecado, de pérdida de fe y de negación de la verdad revelada». Concepción que Sabino Arana tomará con mucha fuerza, así como cierta trasferencia de sacralidad de la religión al nacionalismo (instauró el Aberri Eguna o Día de la Patria el Domingo de Resurrección) aunque en él todavía Dios seguía estando por encima de la patria, tal como se recogía en su lema «nosotros para Euskadi y Euskadi para Dios».
Su transmutación del carlismo ya derrotado en nacionalismo vasco logró calar en bastantes religiosos de Vizcaya, que para comienzos del siglo XX empezaron a tener fricciones con la jerarquía eclesiástica (enfrentamiento que luego sería crítico, veremos), como puede leerse el en Boletín Eclesiástico de Vitoria de 1913: «vigilen el vizcaitarrismo de algunos religiosos vascongados, los cuales con esa actitud separatista no solo pierden el espíritu de la Orden sino que se hacen odiosos al Gobierno y a la Nación». Una década después, la iglesia excomulgará al director del diario Euzkadi —el nacionalismo vasco era muy devoto, pero también muy entrometido en las tareas eclesiásticas— y poco después Calvo Sotelo llamó batzoki al seminario de Vitoria, pues en su opinión de allí no parecían salir más que curas separatistas. Es significativo que mientras tanto el PNV había pasado a llamarse Comunión Nacionalista Vasca, dado que percibía a Arana como el salvador del pueblo vasco a la manera en que Jesús lo había sido de la humanidad, reforzando así la percepción creciente de que la comunidad nacionalista constituía una feligresía propia, una comunidad de creyentes. Algo que bordea peligrosamente la herejía, la fruta está al caer…
Llega el punto de ruptura
Finalmente, como en tantos otros ámbitos, el estallido de la Guerra Civil tuvo consecuencias calamitosas. El fusilamiento en octubre de 1936 de 14 sacerdotes vascos acusados de separatismo por las tropas del general Mola apuntaló la visión nacionalista de una iglesia vasca diferente a la española. tal como señala García de Cortázar en Política, nacionalidad e iglesia en el País Vasco: «por mucho que la iglesia vasca no fuera monolítica y hubiera en ella un nutrido grupo de curas afectos a los sublevados, los nacionalistas siempre tuvieron un sentido muy posesivo de su clerecía (…) una organización clerical castrense vino a reforzar aún más las vinculaciones de los nacionalistas con su Iglesia: el Cuerpo de Capellanes del Ejército». Gudaris considerados como traidores por el bando vencedor —siendo religiosos debían haber estado de su lado, pensaban—, su derrota en el conflicto y la posterior represalia de posguerra creó «un sentimiento agónico y defensivo del nacionalismo sabiniano al tiempo que en una trasposición del éxodo bíblico creían sentirse empujados hacia un futuro ambiguo de liberación».
De esta forma se alcanzan los años 50, con un considerable número de religiosos vascos que no concedían legitimidad al régimen franquista y que se sintieron traicionados y decepcionados, tanto por el Gobierno vasco en el exilio como por la alta jerarquía eclesiástica. Era el momento de pasar a la acción, aunque eso supusiera para algunos abandonar el seminario: el 31 de julio de 1959, coincidiendo con la festividad del fundador de los jesuitas San Ignacio de Loyola, fue creada Euskadi Ta Askatasuna (Patria Vasca y Libertad) autoproclamada continuadora de la resistencia de los gudaris vascos del 36. Repitiendo en cierta manera los pasos de Lutero eran fervorosos creyentes, pero recelaban de la jerarquía, tal como dejaron escrito en los primeros documentos de la banda: «habrá que convenir en que la visión política de la Iglesia se parece muchísimo a la de los chaqueteros vulgares y corrientes (…) La Iglesia jerárquica, el Vaticano, nos apoyará como a todo el mundo cuando hayamos triunfado y tengamos fuerza». Pero fueron más allá.
En su Segunda Asamblea de 1963, los miembros de ETA se dedicaron al análisis de una obra publicada un año antes que causaría un gran impacto en ellos, se trata de Vasconia, del filólogo Federico Krutwig (quien posteriormente se integraría en la banda), que supuso una ruptura con la tradición en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, con el PNV, al que consideran débil y traidor a la causa, como se muestra en este párrafo dedicado al lehendakari en el exilio José Antonio Aguirre:
«A la cabeza del Gobierno fantasma refugiado en París, a un hombre que ha olvidado la mínima exigencia de un nacionalista, a quien dominando la lengua nacional (…) no se la ha enseñado a sus hijos, rompiendo la arteria que conducía la savia nacional de generación en generación, convirtiendo a sus hijos en maketos, en herramientas al servicio de la opresión antivasca. Nuestra lengua vivifica al pueblo vasco. El menor pecado contra ella es el más horrendo crimen que puede cometer un vasco (…) El jelkide que desnacionalizó su familia (…) deberá ser llevado ante un tribunal militar, para que se le juzgue con el máximo rigor.»
Véase como la lengua, encarnación misma de la nación, pasa a ser una entidad inmortal y Bien Absoluto contra el que se puede cometer «pecado». Puro fetichismo. En segundo lugar, contra el catolicismo, pues como toda herejía que se precie debe repudiar a la raíz de la que proviene y llega a proclamarse abierta y solemnemente partidario de los movimientos heréticos, aun reescribiendo la historia, apelando a la masonería y fantaseando con una inexistente mitología pagana vasca:
«Entró en nuestra patria una religiosidad absurda (…) una forma de religión extraña, con jerarquías maketas, detrás de las que se ocultaban y defendían los intereses de los opresores. El Estado y la Iglesia se alían en su tarea antivasca (…) No hay duda de que la Iglesia de Roma ha sido el arma empleada para esclavizar el espíritu vasco, el arma de la opresión más odiosa (…) Al pueblo vasco (…) se le impuso una clase explotadora que lo expoliaba en nombre de Cristo y en favor del catolicismo de España o Francia (…) Aunque hoy día sea general la adhesión a la Iglesia romana, cualquier observador serio ve que el vasco tiene el paganismo a flor de piel (…) Los cátaros y la Reforma lo prueban en parte, pero hay otras muchas herejías que han surgido en el País Vasco y en las que se propugnaba siempre un retorno al culto primitivo (…) el árbol de Gernika reproduce en su forma exactamente a la rosacruz esencial, símbolo de las doctrinas de la fraternidad masónica.»
Disculpe el lector por toda esta verborrea enloquecida que he citado, pero la considero ilustrativa del asunto que abordamos. En cualquier caso, fue resumida por el que sería el primer jefe militar de ETA, Xabier Zumalde «El Cabra», menos dado a elucubraciones teóricas (tal como se intuye por su apodo), pues al final todo consistía en que «mi Dios, mi patria y mi ideología es Euskadi».
Dogmas, mitos y ritos
El cisma ya se ha producido, como hemos visto, ahora quedaba por rellenar de contenido doctrinal y litúrgico al nuevo credo. En su mayor parte sería una reformulación o inversión de la teodicea e iconografía cristiana, lo que explica por qué la iglesia vasca en las décadas posteriores mostró tanta simpatía hacia el mundo de la izquierda abertzale: percibían en ella un aire familiar, como si fueran hijos descarriados. Un aspecto fundamental fue el martirio y el santoral creado a partir de los propios etarras que en sucesivos enfrentamientos con la policía iban siendo abatidos o les explotaban las bombas que estaban manipulando (en 36 ocasiones). Desde finales de los 60 y a lo largo de los 70 recibieron funerales con encendidas homilías en las que se ensalzaba la figura del caído, como la que realizó el 24 de diciembre de 1978 el cura de la parroquia de Arrigorriaga a José Miguel Beñaran, alias Argala: «Aparentemente José Miguel no tenía nada que ver con la religión y la iglesia, pero sólo aparentemente. Yo estoy convencido de que José Miguel vivió intensamente los valores más fundamentales del Evangelio de Jesús (…) En estos días José Miguel se ha identificado con la muerte de Jesús que no fue una muerte religiosa, sino un asesinato político a manos del poder militar de ocupación».
Sin embargo, el distanciamiento de la nueva fe de la anterior fue inexorable y eso se vería, también, en el nuevo ritual funerario específicamente etarra que sustituiría al católico. Un ejemplo fue el de la terrorista Miren Bakarne, abatida en un tiroteo con la Guardia Civil en 1986, a quien su familia intentó hacer un funeral convencional ante la oposición de sus conmilitones, como pudo leerse en una carta en el diario Egin: «Miren Bakartxu no te pertenece porque seas su padre. Pertenece al Pueblo porque por él ha dado la vida. Y tu actitud sólo favorece a los que la han asesinado».
Ahora bien, ¿en qué consistía la liturgia de ese funeral pagano del que estamos hablando? En primer lugar, si el etarra había muerto fuera de su localidad natal se procedía a trasladar el cadáver o las cenizas en una caravana de acompañamiento y un desfile por las calles hasta el escenario de celebración del ritual, donde el cuerpo/espíritu pasa a integrarse en el ente Euskal Herria y en la memoria colectiva, alcanzando así un sucedáneo de inmortalidad. Allí, junto a la urna con las cenizas o el ataúd, se coloca un pebetero y una gran fotografía del protagonista y, por supuesto, el anagrama de la banda, llamado Bietan Jarrai, en un cartel o bien en una escultura de madera. Traducido significa «dos en uno» y alude a combinar la lucha política y la violencia, es decir HB y ETA, simbolizados por una serpiente que simboliza la astucia y un hacha a la tradición rural vasca. El altar mortuorio se completa con flores rojas que representan la sangre derramada, flores blancas a la pureza y ramas verdes que encarnan al pueblo, formando así entre las tres los colores de la ikurriña. La cual también abunda en forma de bandera, así como carteles con lemas cuya traducción es «dar y pegar hasta ganar», «el pueblo no perdona» y «una nueva estrella va a esconderse sobre el cielo de Euskal Herria». Se completaba la cosa con dantzaris que hacían un baile honorífico, canciones de bertsolaris, gritos llamados «irrintzis», discursos de algún dirigente político y público en silencio, aplaudiendo o coreando las habituales consignas con el puño en alto, según el momento del rito. En definitiva, una puesta en escena en la que se interseca lo ridículo con lo siniestro en la forma de un extraño culto pagano, que invirtió los valores morales que una sociedad funcional debe tener de repudio al criminal y compasión por la víctima.
Más allá de estas ceremonias en concreto, el culto idolátrico a los etarras convertidos en mártires ha sido omnipresente desde los años 70 en muchos ámbitos públicos del País Vasco: murales, carteles, monolitos, guirnaldas con sus fotos en las fiestas locales, manifestaciones, encierros, marchas, canciones, etc. Todo ello estética y moralmente atroz, lo que supone el aspecto más grotesco, alienante y desagradable de la vida en esta región. Si semejante dedicación y energía se hubieran desplegado en algo de provecho… Pero este éxodo bíblico transmutado en nacionalismo vasco terminó siendo un viaje a ninguna parte, un perpetuo y neurótico dar vueltas sobre lo mismo, cuya reinterpretación de las creencias religiosas heredadas fue a dejarse por el camino precisamente lo más importante y noble del mensaje humanista cristiano —la compasión y el universalismo—, deformado ahora en su antítesis de crueldad y sectarismo. Solo cabe concluir que todo esto no es cosa del pasado, por desgracia, pues únicamente el pasado año el Gobierno de Sánchez permitió 466 actos de apoyo a la banda terrorista https://gaceta.es/espana/el-gobierno-consintio-466-actos-de-apoyo-a-eta-en-2023-20240104-1621/.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera