Jerónimo Molina
No hay un verdadero interés en el estudio riguroso y exhaustivo del influjo («Einfluß» decía G. Maschke) de Carl Schmitt en España. Al menos, eso parece. Desde los años ochenta hay notas dispersas en revistas y libros (G. Gómez Orfanel, J. Mª Beneyto), algún epítome biográfico de mérito (C. Jiménez Segado), correspondencias incompletas (F. J. Conde, J. Fueyo) y epístolas sueltas (M. García Pelayo, F. Pérez Embid), un par de libros muy informados dictados al telegrafista (G. Guillén Kalle), incluso un ambicioso ensayo fallido –el tic reptante antifranquista– (M. Saralegui) y una bibliografía schmittiana panhispánica (J. Díez Nieva y J. Molina), pero ningún trabajo que profundice sistemáticamente, más allá de la etiqueta académica o ideológica, en la presencia viva y eficaz de «Carl Schmitt en España» durante casi un siglo (1926-2023). Nada comparable, desde luego, a los ensayos reconcentrados sobre el krausismo (A. González Posada, incluso E. Díaz) o el hegelianismo (F. Elías de Tejada) en España. Para ganar el Cavia o la cátedra rinde mucho más matraquear en ABC o en El Debate sobre el «nazi Carl Schmitt», «jurista de Hitler» –a quien tan sólo vio una vez en su vida y de lejos (drôle de «Kronjurist»!)–, o sobre sus discípulos neocomunistas, los anacrónicos zombis de Podemos… No necesita mucho más un moderado mainstream, instalado en su columna diaria, para amedrentar a un político liberalio con sangre de horchata. La derecha-inútil española vive, por miedo, bajo una maldición, la de la mala fe. Inasequible a los argumentos, reniega de la razón política, en la que, como explica H. de Montherlant, ni cree ni quiere creer: «Telle est la malédiction sur la mauvaise foi: entré, on n’en peut plus sortir. Comme de l’enfer». Ni de la mala fe ni del infierno se puede salir.
En octubre 1929, después asistir a la lidia de cuatro novillos-toros en el antiguo coso de la calle Goya y visitar El Escorial, «magno capítulo, el primero y último, de toda teoría del Estado» («El Escorial ist das größte, erste und letzte Kapitel jeder Staatslehre»), le escribe a R. Smend una postal en la que despotrica contra la iglesia romana, sin valor ni autoridad para elevar a los altares a quien, a su juicio, lo merece como nadie: el rey Felipe II. El último comentario sobre España en su correspondencia tiene fecha de febrero de 1977. El 21 de enero de ese año publica El País de entonces su breve texto sobre la amnistía («Amnistía es la fuerza de olvidar») y unos días después le escribe a J. Freund que su articulito ha suscitado alguna controversia en España («Il y a quelques jours qu’un petit article de moi sur l’amnistie a suscité quelque trouble à Madrid»). Durante todo ese tiempo, Carl Schmitt no ha dejado de ser uno de los escritores políticos y juristas de Estado más visitados, frecuentados y leído en España. Amigo de Don Quijote, de Estebanillo González y de Velázquez, no tanto de Francisco de Vitoria, y develador, junto a E. Schramm, del secreto de Donoso Cortés; maestro y mentor de la primera generación de juristas socialistas bien formados (el joven F. J. Conde, M. García Pelayo, F. Arias Parga); amigo de E. d’Ors; par de N. Pérez Serrano, alter ego de Hugo Preuß bajo la Segunda República; correspondiente de la inteligencia «franquista» y «antifranquista»; interlocutor o saludado, según J. Kaiser y G. Maschke, de los generales M. Primo de Rivera y F. Franco, algo que parece poco probable.
De particular interés es su opinión sobre Franco, su dictadura y su España, que expone sin ningún recato, como suele ser norma, por cierto, en el conservadurismo alemán de la segunda posguerra. De viaje por España y Portugal en 1943 y 1944, se reúne con la elite jurídica y política nacional, no con Franco, a quien no menciona en la relación de sus jornadas ibéricas, pero sí con Esteban Bilbao, a la sazón segunda autoridad del Estado (presidente de las Cortes) –los informes que Schmitt redacta para las autoridades alemanas están publicados en la revista Empresas Políticas, nº 14-15, 2010–. Ni entonces ni más tarde recibe honores de la dictadura. Hasta ahora no se ha podido acreditar que la Real Academia de la Lengua promoviera su nombramiento como individuo correspondiente. Sólo tenemos al respecto su declaración en el interrogatorio de R. Kempner al que se somete en abril de 1947: «El gobierno alemán impidió […] mi ingreso en la Real Academia de España».
En el manuscrito de su conferencia de junio de 1943 sobre «El cambio de estructura del derecho internacional», después de agradecer a F. Castiella su presentación, expresa «lo que debo al espíritu español». Mucho más directo si cabe se muestra en el prólogo ad hoc de la edición española de sus Escritos políticos (1941), propiciada por Cultura Española y López Ibor, y fechado en Berlín en marzo de 1939. En el gran «torneo espiritual de signo universo» de esos años, «el que quiere permanecer neutral se excluye a sí mismo. Menos que otro pueblo cualquiera podía renunciar a la decisión un pueblo como el español, que en todos los momentos cumbres de la historia universal ha acreditado su arrojo para decidirse en lo que atañe al espíritu. Más bien cumple a otros pueblos medir sus fuerzas mirando esta energía española para la decisión». Esa edición, que comprende La época de la neutralidad, Teología política y El concepto de la política –a partir de la edición alemana de 1933, la más influyente en el mundo hispánico hasta los años noventa–, no tiene para él una significación meramente literaria o científica, sino también, mayormente, espiritual. Ese libro «resultará fructífero en un pueblo cuyo espíritu y cuya ejemplaridad me han dado a mí mucho más de lo que yo pudiera devolverle», pues España, esto es lo que le importa, no es un «aliado táctico», sino un «verdadero amigo». No en vano, después de la Segunda Guerra Mundial, Carl Schmitt hace a F. J. Conde confidente de su íntima convicción: «Tengo por mis enemigos personales a los enemigos seculares de España» («Vergessen Sie nie, daß meine persönlichen Feinde immer auch die Feinde Spaniens sind»). No varía su identificación política y espiritual con España –como él mismo podría decir– en la alocución de su investidura como miembro de honor del Instituto de Estudios Políticos, en marzo de 1962: «Los resultados de mi investigación científica los he echado en plena conciencia en un mundo caótico y en la balanza de la historia. Es una coincidencia significativa que el impulso sincero de investigación me haya conducido siempre a España. Veo en esta coincidencia casi providencial una prueba más de que la guerra de liberación nacional de España es una piedra de toque. En la lucha mundial de hoy, España fue la primera nación que se reafirmó por sus propias fuerzas, de tal forma que, ahora, todas las naciones no comunistas tienen que acreditarse en este aspecto frente a España».
En el plano de la política nacional constituyente resulta bien conocido su enigmático comentario en el Glossarium sobre la salida de la dictadura constituyente institucionalizada por Franco: «A [F. J.] Conde y a Franco [les sugerí]: hagan ustedes una corona (“machen sie eine Krone”)», consejo que parece más bien referido a la edificación de un Estado que a la legitimación de la dictadura –legitimada ya de facto por la victoria del 1º de abril de 1939– por la invocación del Reino y la tradición monárquica nacional (borbónica-alfonsina, carlista, austrina, incluso bonapartista-franquista). Algo menos conocida es la inspiración schmittiana de la Ley Orgánica del Estado de 1967, opinión que impugna uno de sus redactores (G. Fernández de la Mora), aunque, al menos en mi concepto, no se disuelve la duda. Decía J. A. Girón que la custodia de la constitución, encomendada al Jefe del Estado, instancia soberana que decide sobre el recurso «de naturaleza política» denominado «de contrafuero» –muy superior, a su juicio, «al sistema de jurisdicción constitucional con que la república siguió las teorías de Kelsen»–, debía mucho «a la doctrina del gran demócrata y jurista Carl Schmitt». Girón, camisa vieja, no presumía de su ciencia constitucional… pero su cachaza es de nota, pues lo de «gran demócrata» no se la ha ocurrido nunca a nadie, ni siquiera al más disparatado de los profesores de la universidad española. Raramente se encontrará en el zurdo un rasgo de humor de ese calibre.
La presencia del Solitario del Sauerland en España «durante el vilipendiado franquismo» (G. Maschke) no es, pues, exclusivamente académica –hasta hoy, deshistorizada y desrealizada ya su obra, al menos intencionalmente, y rebajado él a un personaje polémico e inofensivo sobre el que parlotea cualquiera–. La lectura de su obra dará pie hasta finales de los años setenta al libre examen personal de una generación irrepetible, la del cuarto de siglo de oro del pensamiento político español (1935-1969). Se registra entonces, recuerda mi maestro Maschkiavelli, «una pluralidad intelectual que hoy, en la democrática España, se echa de menos».
Exasperado por el complejo de inferioridad del español y ansioso por la cercanía de su viaje triunfal a España de 1951 (el primero que hace fuera de Alemania después de la guerra), le escribe un billete a R. Calvo Serer para expresarle en diciembre de 1950 que se siente correspondido en su «admiración mayúscula y el amor sin problema por su España» («meine Grosse Sympathie und meine Liebe sin problema für Ihr Spanien mich unerwidert geblieben sind»). Estamos en diciembre de 1950 y el remitente se hace eco del famoso España sin problema del destinatario de la carta. Hablando ahí mismo de N. Ramiro Rico, Schmitt se muestra convencido de que «el supuesto primordial de España como problema es una Europa aproblemática». Y viceversa, cabría añadir.
En la misma carta dirigida a Calvo Serer se pregunta también Carl Schmitt: «¿Dónde, si no es en España, último asilo del pensamiento europeo, se puede encontrar la justicia, en la época del suicidio europeo?» No es extraño, pues, que en una conferencia dictada por Carl Schmitt en la Academia Moralis de Colonia, tal vez el 9 o el 10 de agosto de 1951, recién llegado de Madrid (con estaciones en Barcelona, Sevilla o Murcia), se ocupe de España y la dictadura de Franco. Hasta donde sé, el texto «Impresiones de un viaje a España» («Eindrücke einer Spanienreise») no se encuentra en el legado del archivo regional de Duisburg. Tal vez no ha aparecido todavía. Sin embargo, existe un lacónico resumen de J. Schelz, poco comentado y publicado en el Süderländer Tageblatt del 11 de agosto de 1951.
El suelto, que tiene su interés para el ojo de un historiador de las ideas políticas sin las odiosas servidumbres politiqueras de la ANECA –la «onorata società» corruptora de lo que quedaba de la universidad española y verdaderamente merecía ese nombre–, incluso para un sociólogo político sometido al imperativo de la Wertfreiheit weberiana o neutralidad axiológica, reza aproximadamente así: «Carl Schmitt ha puesto de relieve tres aspectos [relevantes de la España contemporánea]: la dictadura de Franco, la singularidad del sentimiento nacional español actual y la peculiar posición intermedia de España en el mundo de hoy. Franco es aceptado por la mayoría del pueblo como un poder neutral: neutral frente a los numerosos grupos enfrentados entre sí. Semejante dialéctica se asume sobre la base de que ante el comunismo no hay neutralidad posible. Hasta los monárquicos están divididos en cuatro familias en cuya zona de convergencia (o divergencia) se encuentra Franco. El secreto de la fortaleza de Franco tiene diversas causas: 1/ su victoria en la Guerra Civil contra el comunismo; 2/ su habilidad para representar el nuevo concepto de la conciencia histórica española, la Hispanidad; y 3/ la tercera fortaleza de Franco es su neutralidad en una situación internacional dominada por el dualismo este-oeste. Sin embargo, este país, tal vez el más atlantista de todos los europeos, ha sido excluido grotescamente del Pacto Atlántico. Esto constituye, tanto geográfica como ideológicamente, una paradoja. Explicable por la conjunción de la ideología izquierdista y la leyenda negra en el contexto de la psicosis de 1945, pero sobre todo por los intereses de Francia e Inglaterra. La pregunta que deberían hacerse las potencias ante España es “¿Realpolitik o resentimiento?”».
El general Franco, antiliberal retórico que sin embargo pone en práctica el ordoliberalismo del milagro económico español, «humilde katejón» político sobre el que discuten, alrededor de un jumilla, A. Truyol, E. Tierno Galván y Carl Schmitt, una noche de primeros de junio de 1951 en la plaza murciana del Cardenal Belluga, es para el jurista alemán un nacional-populista de la raza del general De Gaulle, un anticipador, como el francés, de los neosoberanismos del siglo XXI, innombrables, como su política de vertebración nacional –a las claras, el joven G. Fernández de la Mora osa reprocharle a Ortega y Gasset que no quiera hablar de ello a su regreso a España, sino, creo recordar, del teatro o acaso de toros–. Aunque después, ignoro con qué intención –¿desdén intelectualista, tal vez una boutade o una atribución apócrifa?–, Carl Schmitt escribirá «Franco ist die Banalität des Gutes» («Franco es la banalidad del bien»), el dictador, el Franco de Schmitt no es, curiosamente, ni un doctrinario nacional-sindicalista, ni un monárquico, ni un vulgar tirano (en el sentido del caudillismo «latinoamericano»), ni siquiera un espadón católico, sino, tal vez, un genio de la decadencia («génie de la décadence»), en el sentido metapolítico de Julien Freund, el revulsivo de un orgullo nacional pisoteado pero que, apretando los dientes, ha sobrevivido a 1898, a 1917, a 1921 y a 1936. También, seguramente, a todos los noventayochos anteriores mencionados por E. Giménez Caballero en su Genio de España.
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