Pedro Carlos González Cuevas
Nacido en Glasgow hace noventa y cuatro años, Alasdair Chalmers MacIntyre es uno de los representantes más solventes y carismáticos del comunitarismo, una corriente filosófico-política que reprocha al liberalismo el haber creado una sociedad demasiado individualista, formada por individuos atomizados, desarraigados y cada vez más exentos de vínculos comunitarios y tradiciones; una sociedad, en definitiva, condenada a la amoralidad, pues la moral es un conjunto de criterios social-culturales —no individuales— sobre la vida buena. Aparte de MacIntyre, destacan en esta tendencia filosófico-política otros autores como Charles Taylor, Michael Sandel y Michael Walzer. Comunista, próximo al marxismo e influido igualmente por el positivismo lógico y el existencialismo en su juventud, MacIntyre evolucionó en su madurez hacia el catolicismo, el neoaristotelismo y el tomismo. Entre sus obras, destacan Marxismo y cristianismo, Tres visiones rivales de la ética, Tras la virtud, Justicia y racionalidad, Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, Historia de la ética, Ética en los conflictos de la Modernidad sobre el deseo, el razonamiento práctico y la narrativa, etc.
Frente a liberales y socialdemócratas, MacIntyre se muestra muy crítico respecto al proyecto de la Modernidad. Como ya hemos adelantado, su comunitarismo tiene por fundamento filosófico las aportaciones del aristotelismo y el tomismo, y recoge algunos puntos de la crítica marxista al individualismo y al liberalismo. En ese sentido, advierte que, si bien el marxismo puede ayudar a detectar algunas carencias de la Modernidad, su crítica no resulta completamente adecuada, ya que surgió en su contexto y tiene en sus fundamentos algunos de sus supuestos. Para MacIntyre, sin embargo, Aristóteles y Tomás de Aquino significaban una alternativa más adecuada que el marxismo para la crítica al orden social y cultural surgido de la Modernidad. La tradición aristotélico-tomista implica una concepción de la naturaleza humana, que exige una educación sistemática; una serie de preceptos inherentes a una ética racional, es decir, las virtudes; y una visión de la naturaleza humana que implica un telos, un fin, el bien, la vida buena. Esta concepción entra en crisis con la emergencia del protestantismo y del jansenismo, una crisis que culmina con la Ilustración y el desarrollo del proyecto de la Moderrnidad. El filósofo escocés llega a la conclusión de que los defensores de la Ilustración fracasaron en su intento de fundar una moral racional, ya que carecía de fundamentos teológicos y de una concepción del telos, del fin, de la finalidad del ser humano. A ese respecto, Nietzsche, para MacIntyre, marcó la culminación del proyecto de Modernidad: la moral no era ya cuestión de razón, sino de voluntad. Por ello, la cultura moral de la Modernidad es una cultura, en realidad, de desacuerdos, un choque de voluntades; lo que conduce a lo que MacIntyre denomina «emotivismo», es decir, que los juicios morales no son más que la expresión de sentimientos personales y subjetivos. En consecuencia, el rechazo de cualquier pretensión de objetividad. Su fundamento es un «yo democratizado», carente de identidad social. Según MacIntyre, la moral moderna se pretende secular, no religiosa; universal, independiente de los contextos sociales y culturales; y, en consecuencia, abstracta. Dados estos contenidos y características, la sociedad moderna tiene por base dos aspectos en apariencia contradictorios y, en realidad, complementarios: burocracia e individualismo. Y es que la burocracia garantiza que el “yo” se comporte según los parámetros «emotivistas». De ahí que los personajes característicos de la Modernidad sean el esteta rico, cuyo único objetivo es lograr el triunfo de sus intereses materiales; el gerente, centrado en la eficacia; el terapeuta, que debe transformar los síntomas neuróticos en energía dirigida; y el moralista conservador, sinónimo en realidad de liberalismo y que intenta ocultar sus intereses bajo una retórica ampulosa. Unido a todo ello, existen, para el escocés, una serie de conceptos clave dentro del esquema moral moderno: “derechos humanos”, en realidad, carentes de fundamento; “protesta” y “desenmascaramiento”, productos de la ausencia de modelo racional de acuerdo entre las distintas modalidades de la ética moderna.
A partir de este diagnóstico, MacIntyre se muestra muy crítico con la realidad social y política occidental. En concreto, la democracia liberal resulta ser, en la práctica, el reinado de las fuerzas económicas. Y es que el poder en las democracias liberales se distribuye de forma grotescamente desigual. Si bien existe un cierto tipo de igualdad —cada individuo es depositario de un voto— la alternativa entre los que se eligen no son determinadas ni por todos ni por la mayoría de los votantes. Al contrario, la influencia de los partidos políticos, los grupos de presión, los expertos en política y economía, los medios de comunicación y las empresas financieras resultan determinantes. Además, la propia estructura de los mercados conlleva en si misma desigualdades.
Como alternativa, MacIntyre defiende la tradición neoaristótelico-tomista, basada en tres premisas fundamentales: «bien común», «razonamiento práctico» y «felicidad». El «bien común» descarta la competencia extrema a fin de lograr los propios beneficios; lo cual supone una ética comunitarista, en la que la ética es parte de la política: el hombre es ante todo un «animal político», no un mero individuo. El «razonamiento práctico» supone, en ese sentido, que el criterio individual no tiene la última palabra, sino la educación en «virtudes», a la hora de corregir las tendencias negativas características de la naturaleza humana. Y la “felicidad”, relacionada no tanto con los intereses individuales como en llevar un tipo de vida en el que las capacidades físicas, morales, estéticas e intelectuales de la persona sean desarrolladas de tal manera que ésta alcance su «fin» último. En esta concepción filosófico-política, la ética y la moral se encuentran enraizadas en los contextos sociales y culturales. En ese sentido, son narrativas y, en consecuencia, históricas. Para MacIntyre, el patriotismo es una «virtud», porque todas las personas requieren la pertenencia a comunidades históricas concretas, tanto en la formación de identidades personales y culturales como en el desarrollo ético, sin por ello perder la capacidad de juzgar como negativo algunos aspectos de su nación o cultura.
En España, el pensamiento de MacIntyre es conocido y sus obras más importantes, como Historia de la ética, Tres versiones rivales de la ética, Tras la virtud o Ética en los conflictos de la Modernidad, traducidas a nuestro idioma. En más de una ocasión, me ha llamado la atención las analogías entre sus planteamientos y los defendidos por Ramiro de Maeztu en su obra La crisis del humanismo. Sin embargo, no parece haber tenido un impacto perceptible en los medios políticos, intelectuales y culturales. Por supuesto, para los partidos e intelectuales de izquierda, sus planteamientos y alternativas pueden parecer peligrosos y reaccionarios; y, para las derechas, básicamente desconocidos, ya que en estos sectores domina, hoy por hoy, el individualismo y el liberalismo en sus versiones más extremas. No obstante, resulta evidente, en mi opinión, que el conocimiento y el debate político-intelectual de la obra de Alasdair MacIntyre sería muy interesante a la hora de plantear alternativas a la dinámica y las contradicciones de una sociedad, como la española, cada vez más atomizada e invertebrada.
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