Javier Bilbao
El sistema, aquí y allá, ha encontrado en el feminismo algo parecido al bolsillo de Doraemón, la navaja de MacGyver o el bolso de Mary Poppins, según las referencias que maneje cada uno. Moviliza a la población cuando anda remolona y acalla a los críticos independientemente del asunto que aborden; copa las portadas oportunamente cuando noticias incómodas intentan abrirse paso; permite justificar enormes desvíos de fondos públicos a bolsillos privados y cambios legales que atañen a los derechos fundamentales; incluso lo hemos visto enarbolado como casus belli en la política internacional; es, en definitiva, el equivalente al Mandato del Cielo de la Antigua China, cuando hasta el mismo intento de romper la nación se pretende justificar en el anhelo de una «República catalana feminista».
Ejerce de ideología política y de brújula moral, es un movimiento, uno que nos urge a ir más deprisa («¡queda mucho camino por recorrer!» es su frase predilecta), pero siempre dando vueltas en círculo, y a modo de la Kaaba en el centro el statu quo político y económico, que así puede permanecer inmóvil mientras los demás nos ocupamos en deconstruirnos. Es, en fin, un fenómeno tan poliédrico, omnipresente y, sobre todo, pelmazo, que no podríamos capturarlo en unas pocas líneas, así que nos centraremos en una de sus vertientes: su capacidad —en alianza con la maquinaria mediática— para quitarse de en medio a cualquier figura pública que por un motivo u otro resulte molesta a quien ostenta el poder. Abruma la cantidad de casos en los últimos años en los que una condena mediática, sin proceso legal mediante, ha logrado eliminar de la vida pública o erosionar la reputación de alguien por algún comentario, gesto, broma o acusación de violación o acoso sexual dado que el «Believe Women/Yo sí te creo, hermana» pasa a ser un principio epistemológico.
Así que, a estas alturas, cuando nos llegan ahora noticias en torno a Russell Brand es inevitable tomarlas con cautela si tenemos en cuenta el contexto y al personaje protagonista. Para quien no conozca el caso, se trata de un actor y humorista británico que, desde hace unos años, presenta un podcast de enorme éxito en varias plataformas —sólo en YouTube tiene más de 6 millones de seguidores— sobre el que una reciente publicación periodística conjunta (¿?) entre Times, Sunday Times y Channel 4 cuenta que entre 2006 y 2013 supuestamente habría agredido sexualmente a cuatro mujeres, que en el momento de escribir estas líneas no han presentado denuncia alguna ante las autoridades. A continuación, ha aparecido una quinta acusación por parte de alguien que sí ha acudido a la policía para denunciar una agresión que habría acontecido en 2003.
En primer lugar, desde este humilde rincón cabe sugerir a cualquier víctima que no espere 20 años para denunciar a su agresor, pues esa impunidad que percibirá le animará a perseverar dañando a otras personas y, además, al menos en la legislación española, el delito en muchos casos ya habrá prescrito. En segundo, dado que no estábamos presentes el día que pasó o no lo que fuera, solo cabe apelar entonces a la presunción de inocencia hasta que llegue una condena… Y esto es lo más asombroso de todo este asunto: ya ha sido declarado culpable por los medios.
Pero hay precedentes que nos invitan a la prudencia. Este caso inevitablemente nos remite a la nominación del juez Kavanaugh para el Tribunal Supremo de EE.UU. en 2018, cuando fue acusado por una mujer de haberla violado 36 años antes, a la que luego se sumaron otras. No hubo ningún proceso judicial, claro, solo escarnio público de alguien al que se vinculaba a un delito gravísimo y un cuestionamiento de su candidatura que cerca estuvo de lograr su objetivo. Él fue, sin duda, el peor parado de un proceso que nos remitía a siglos pasados de la Europa luterana, pero tampoco resultó un buen trago para el resto del mundo la vergüenza ajena de contemplar manifestaciones de mujeres disfrazadas como en la serie El cuento de la criada. Luego una de las supuestas víctimas reconoció que se lo había inventado todo por motivaciones políticas. ¿Y si ahora estuviera repitiéndose la misma historia con Russell Brand? ¿Cómo resarcirle entonces del daño a su reputación y a su fuente de ingresos?
Porque YouTube ya ha desmonetizado su canal, mientras que Paramount+ ha borrado sus monólogos, y la BBC por su parte acaba de eliminar de sus plataformas los contenidos en los que él aparece por considerar que «está por debajo de las expectativas de los espectadores». La prensa española, siempre obediente, se ha apresurado a descalificar a un personaje al que su audiencia ni siquiera conocía, pero por si acaso. Aunque la reacción más desconcertante ha sido la del «Comité para la Cultura, Medios y Deporte» del Parlamento británico instando mediante una comunicación oficial a la plataforma canadiense de vídeos Rumble a desmonetizar el canal de Russell. Así mismo, se ha puesto en contacto con la emisora de televisión inglesa GB News porque una de sus presentadoras lo ha defendido públicamente. Es decir, parece que hay que expulsar del espacio público a cualquiera que sea acusado… y también a cualquiera que pueda defender su presunción de inocencia. Desconocíamos que en el Reino Unido el parlamento, además de legislar, tuviera todas estas atribuciones. Quedaremos a la espera de que uno de los habituales expertos nos explique si esto es o no «iliberal».
Dado que el interpelado ha negado categóricamente las acusaciones y nadie puede determinar si es inocente o culpable hasta que no se celebre un juicio, se deduce necesariamente que si alguien —y ese alguien, según vemos, es un proceso coordinado de medios, plataformas y políticos— quiere castigarlo al margen de los procedimientos legales es porque lo considera un enemigo o una molestia a eliminar. ¿Por qué?, ¿qué ha podido hacer o decir para ganarse semejante hostilidad?
Las ideas que Russell defiende...
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