domingo, 22 de octubre de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas XX


Los Gracos

Martín-Miguel Rubio Esteban


En la Roma republicana la traición a la Constitución o a la patria, llamada perduellio, ápice del delito público, rebelión contra los intereses de la comunidad, esto es, la alta traición, era condenada con la Pena Capital (o el destierro a perpetuidad a partir del año 72 a. C.), y el tipo de juicio que conllevaba, presidido por los tribunos, emitía una sentencia que no podía ser contestada por el derecho a la provocatio que todo ciudadano ordinario, el idiôtês, tenía en cualquier otro tipo de enjuiciamientos que no tuviera que ver con la traición política. La provocatio republicana nos señala paladinamente que las asambleas siempre estuvieron por encima de los magistrados. Cuando un idiôtês era sentenciado a muerte (o al destierro a perpetuidad a partir del año 72 a. C.)  por asesinato o por robo nocturno de cosechas en campo abierto, por ejemplo, podía recurrir al derecho de la provocatio, y entonces el magistrado convocaba a los comitia centuriata (de donde salía el Poder Ejecutivo), y allí los ciudadanos votaban a favor o en contra de la Pena de Muerte o del destierro a perpetuidad después del 72 a. C. Esta votación asamblearia constituiría en Roma la segunda instancia. O cuando un idiôtês era sentenciado a una fuerte multa por causas diversas también podía en segunda instancia recurrir al derecho de la provocatio, y entonces el magistrado convocaba a los comitia tributa (de donde salía el Poder Legislativo principalmente), y allí los ciudadanos votaban a favor o en contra de la multa. Pero en el juicio por traición el culpable no tenía derecho a la segunda instancia; esto es, a la provocatio, que conllevase la convocatoria de una asamblea de ciudadanos. También en este tipo de delito estaba prohibido el indulto; el culpable debía ser siempre castigado, decapitado (o condenado al destierro a perpetuidad a partir del año 72 a. C.) Si un traidor no era capturado por la autoridad y un idiôtês lo asesinaba (fratricidio patriótico), el juez debía condenarlo en primera instancia, pero la ciudadanía lo perdonaba en seguida en los comitia centuriata gracias al mencionado derecho de provocatio, que siempre tuvieron los tiranicidas. Tito Livio en los dos primeros siglos de la República nos narra el hecho de particulares que en nombre de la comunidad acababan con la vida de ciudadanos que habían demostrado su pretensión de ser «reges», esto es, tiranos para un romano. Recordemos que los dos grandes héroes de la Democracia Ateniense, la primera democracia, fueron los tiranicidas Harmodio y Aristogitón. La instancia de gracia era incompatible con el delito de traición o perduellio. El traidor a la República era culpable sin ningún atenuante y se le decapitaba desnudo tras flagelarlo cruelmente hasta que al final de la República se eliminó la pena de muerte, que sería vuelta a instaurar por los emperadores. Los romanos siempre pensaron que la comunidad política tenía derecho a defenderse contra todo el que no se atuviera a sus preceptos o la produjera algún daño o peligro; y claro es que partiendo de esta concepción fundamental, el derecho de coercición contra el crimen político no reconocía límites.


Afirmamos que se puede hablar de «democracia romana» a partir del año 312 a. C., fecha en la que el censor Appio Claudio Caeco repartió a todo el pueblo de la clase más baja en todas las tribus. Esta democratización del «aparato republicano» del Estado, homologable a la de Clístenes en Atenas, se vio confirmada y robustecida con las medidas legales posteriores, como la de Gnaeo Flavio (divulgación del derecho civil), Tiberio Coruncanio (publicación de las consultas jurídicas), Marco Valerio Corvo (su ley otorgaba a los ciudadanos romanos el derecho de apelar a los comicios centuriales –lugar en donde se elegía el Poder Ejecutivo– por una condena de muerte), etc.; medidas también parangonables a las de Efialtes en Atenas contra el Areópago. Estas medidas coinciden con el inicio mismo del expansionismo romano; del mismo modo que el Imperio Ateniense o Liga ático-délica coincide con el desarrollo de la esplendente democracia ateniense. Y de la misma manera que las enmiendas más democratizantes de los EEUU a su Constitución coinciden precisamente con la conquista del Oeste y la conversión de EEUU en gran potencia. Las revoluciones democráticas de Inglaterra y Francia coinciden con el comienzo de los imperios inglés y francés. Y lo mismo podemos decir del imperio holandés. Porque aunque parezca duro decirlo, el expansionismo romano, como en los demás citados, coadyuvó decisivamente en el desarrollo de la democratización social. Así, las medidas propuestas por los Graco habían aumentado considerablemente el número de romanos interesados en los resultados de la conquista y consiguiente aumento del «ager publicus» (parte del territorio de las «pro-vinciae» –zonas conquistadas– que se quedaba la República para entregarla en lotes a los ciudadanos romanos en un régimen enfitéutico), incrementando su influencia política en la ciudad al ascender de clase social. El propio Marx habla de esto en el Tomo I de El Capital, de cómo el expansionismo británico absorbía a los obreros sobrantes en las fábricas por el desarrollo del maquinismo. Cayo Graco demuestra a la plebe que podía encontrar fuera de Italia tierras donde instalarse y mejorar sus condiciones de vida, y su lugar en la escala del censo, cuya jerarquía (cinco clases) reflejaba nítidamente el nivel de la fortuna de los ciudadanos, y determinaba su rol político, casi como en la pirámide soloniana de cuatro clases. Más aún, las legiones consistían en auténticos ejércitos de ciudadanos, y desde el año 214 a. C., por necesidades bélicas, estaban compuestas por ciudadanos de todas las clases, y los ciudadanos conservaban su estatuto jurídico de ciudadano dentro del ejército, caso único en la historia de las democracias.


La Democracia Romana, lo mismo que la ateniense (cfr. v. gr. la ley cuasirracista de Pericles sobre el derecho de ciudadanía), era intrínsecamente egoísta, sustentándose sobre el descorazonador hecho de que la existencia del «Estado de Derecho» tenía como hypóstasis paradójica la negación de todos los derechos al resto del mundo. Pero esta es una constante en la Historia de la humanidad, los pueblos son muy celosos con sus propios derechos, y no quieren compartir sus conquistas políticas con otros pueblos. Así, cuando Felipe V se vino a España para reinar, su abuelo el Rey Sol le dio prudentes consejos en cartas (Mémoires de Maintenon), y en una de ellas, contestando a su nieto, que quería liberar a los españoles con ciertos derechos de libre conciencia respecto al Papa que ya tenían los franceses, le conminó el abuelo que no lo hiciera porque «conviene de todas maneras mucho más a mis intereses que sea mi reino sólo el que siga disfrutando unas prerrogativas que las otras naciones no se han sabido conservar» (vid. Philippe V et la cour de France, de Baudrillart). Cada nación ha guardado con celo los derechos de sus idiôtai en la caja fuerte de su Estado. Recordemos que el cónsul del 122 a. C., Cayo Fannio, recordó a los ciudadanos reunidos en Roma que los privilegios civiles y políticos que ellos poseían y gozaban se verían disminuidos si los compartían con un número mayor de participantes. Así, las luchas del foro y el egoísmo de las masas impidieron la universalización del espíritu de la Democracia.


Ahora bien, por efecto de la vertiginosa conquista, muy pronto los ciudadanos romanos se encontraron dispersos por un territorio cada día más y más extenso, lo cual dificultó el ejercicio corriente de los derechos políticos, a causa del precario estado de las comunicaciones, y la velocidad de unos pies humanos, o las patas de un mulo o de un caballo, y todo ello hizo cada día más difícil el secular y regular desenvolvimiento de la Democracia, directa, valga la tautología, poniéndola en una crisis que cada año será más aguda. Porque el corazón de aquella República era la participación directa de los idiôtai en todo tipo de comitia, esto es, tributa, centuriata, curiata y los concilia plebis. Con el fin de contrarrestar las deficiencias «técnicas» de esta democracia genuina y de ofrecer un nuevo marco administrativo a los que, incluso alejándose de la Ciudad, conservaban la totalidad de sus derechos políticos, Roma creó las tribus rústicas, aumentadas hasta el año 241 a. C. Con razón Eduardo García de Enterría llamaba al derecho administrativo derecho motorizado. Pero estos nuevos ciudadanos fuera de Roma quedaron relegados a las ocho tribus creadas, al lado de las treinta y cinco ya existentes. Como consecuencia, la posibilidad de acción de los romanos alejados dentro de las Asambleas de la Metrópoli se veía muy reducida, con lo que la vieja prosapia de la Urbe dominaba de hecho las instituciones del Estado. El desarrollo de las fuerzas de producción, así como las coyunturales necesidades supraestructurales del Ejército, que se fueron paulatinamente haciendo regulares, hicieron que se multiplicasen los libertos y que estos tuviesen mayor peso sociopolítico en la democracia romana. De esta manera, en el año 189 a. C. el tribuno Quinto Terencio Culleo otorga a los hijos de los libertos derechos políticos sin límite. Pero en seguida los ricos ciudadanos de viejo cuño, los antiguos demócratas (la aristocracia y los ricos plebeyos), aterrorizados, vieron un enorme peligro en esta nueva masa de votantes para sus intereses tradicionales; y así, Cicerón (vid. De Oratore, I, 38) felicita a Tiberio Graco, padre de los tribunos mártires, por haber salvado al Estado con la restricción de la influencia de los libertos en las asambleas, medida que se llevó a cabo en el año 169 a. C.


A lo largo de toda la Historia de la República Romana las Instituciones del Estado y la moral pública republicana combatieron con decisión la creación coyunturalísima de promagistrados y lucharon contra la «iteratio», o repetición del mismo político en el mismo cargo, exigiéndose, además, un intervalo mínimo de dos años entre el ejercicio de dos funciones en el «Cursus honorum» o carrera política. De hecho, la prórroga en los cargos públicos y la «iteratio» sólo se dieron en los momentos críticos y angustiosos, y siempre fueron vistos con vigoroso recelo. Cuando las «leges Porciae» extendieron a todas las tierras romanas, y más tarde a los ejércitos, el derecho de provocatio, quizás el derecho más revolucionario de toda la legislación romana, permitieron que los ciudadanos alejados de Roma se beneficiasen de garantías similares a las ofrecidas en la capital por los tribunos, sobre los que recaía casi en su totalidad la actividad legislativa, y generaron un marco de garantías y libertades que en contadas ocasiones se han vuelto a repetir en la anfractuosa y agitada historia de las Democracias.     


A consecuencia de una moción de Lucio Calpurnio, se estableció una innovación fecunda para el derecho y la vida pública en Roma, que consistía en una Comisión Permanente con la misión de proceder, a instancias de las provincias, contra los posibles tiránicos magistrados romanos concusionarios (vid. la ley Calpurnia, «de repetundis», la más antigua de su género en Roma: «nulla antea cum fuisset», dice Cicerón en su «De officiis» 2, 21, 75, en su «Brutus» 27, 106, et alias. Vid. et. Tácito, «Annales», 15, 20). Y no estaría mal reintroducir aquí, en España, la Ley Calpurnia, contra las corrupciones de los 17 poderes autonómicos. Los demócratas de Roma creían hallar su panacea en el voto secreto de las Asambleas del Pueblo, votación que fue instituida por la valiente ley Gabinia; medida ésta que tendía evidentemente a emancipar el cuerpo electoral de la influencia del orden gobernante y de los patronos en relación con sus clientelas. Es verdad que la actividad política en la República Romana tuvo algo de electriomaquia lujosa de entre los jóvenes de las familias poderosas, pero ese lujo social necesitaba todos los días ser abrillantado por el brillo de la capacidad política.

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