Cuba, 1898
Javier Bilbao
La declaración de guerra de Estados Unidos contra España corrió como la pólvora por las calles bilbaínas el mismo 21 de abril de 1898, nos cuenta la prensa de la época. Ese día el Teatro Arriaga, núcleo vital de la capital vizcaína, hizo sonar repetidamente ante una audiencia puesta en pie la Marcha Real y la Marcha de Cádiz —zarzuela muy popular en la época sobre la lucha contra las tropas napoleónicas—, culminando el acto con la lectura de improvisados poemas de ardiente patriotismo como «si hoy el yankee, tal vez loco / con grandísimo descoco, / sin ley declara la guerra, / a la guerra irá esta tierra, / ¡que eso le importa muy poco! / ¡Luchará noble, sin saña!… / Esta nación una hazaña / logrará, no cabe duda, / que esta bandera la escuda, / ¡Vascongados! ¡viva España!». La cosa, naturalmente, no acabó ahí. A continuación, una gran manifestación recorrió la Gran Vía, sigue la narración, «dando los acostumbrados gritos de ¡viva España! y ¡mueran los yankees!», se hondearon e izaron banderas mientras veteranos de guerra eran alzados en hombros, el gobernador civil arengó a las masas entre una ruidosa ovación, se asaltó la sede de una pequeña asociación fundada unos años antes llamada «Sociedad Euskalerría» para obligarles a poner una enseña nacional en su balcón y, finalmente, se apedreó la casa de Sabino Arana. Una jornada patriótica muy completa, en resumen.
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El caso catalán
Explica Ucelay-Da Cal que «la pérdida imperial comportó automáticamente una larga lista de redefiniciones: se quisiera o no, había que replantear la identidad colectiva, la noción de ciudadanía, el rol de las fuerzas armadas, la función misma del Estado, la pulcritud política y la eficacia administrativa». El 98 fue una patada en el tablero que reubicó las piezas y permitió a algunos encontrar espacios antes inexistentes, de manera que, por ejemplo, el Partido Nacionalista Canario fue fundado en La Habana en 1924; el «arredismo» fructificó antes en los centros gallegos americanos (primero en Buenos Aires, luego La Habana) que en la propia Galicia; sobre el caso vasco no es necesario insistir y el caso catalán, por su parte, merece una atención más detallada.
Según el historiador Joan Manuel Ferrán Oliva «La Habana a inicios del siglo XX fue quizás la ciudad más catalanista del mundo fuera de Cataluña»; el mismo Oriol Junqueras tiene un libro publicado bajo el título Los catalanes y Cuba y la estelada, como es sabido, fue diseñada a comienzos del siglo XX inspirándose en las banderas de Cuba y Puerto Rico. Hubo una doble vertiente en el impacto del desastre del 98, por el lado más pragmático la burguesía catalana pasaba a encontrar en ese nuevo escenario una manera de ejercer poder sobre el Estado por la vía de autonomía regional y la amenaza secesionista. Para otros, sin embargo, no era una táctica sino fruto de una convicción: el medio de orientación catalanista La Veu de Catalunya pasó a publicarse a diario en 1899 y en él se referían a España en la guerra como un barco que se hunde y del que era preciso aflojar las ataduras, había una identidad catalana a la que querían liberar de su opresión. De nuevo asistimos a una reescritura de la historia en la que el imperio maligno pasaba a ser Castilla, como si la unión de coronas con los Reyes Católicos no hubiera existido y Cataluña resultaba ser ahora otro pueblo indígena maltratado.
Así lo explica Marcelo Gullo: «Fue entonces, a partir de 1898 y no a partir de 1714, cuando se inició el conflicto con el nacionalismo catalán, que poco a poco irá construyendo su propia ‘leyenda negra’, esto es, la de la ‘conquista de Cataluña por España’. El nacionalismo separatista catalán y el indigenismo fundamentalista balcanizador son hermanos gemelos, pues comparten el mismo afán por borrar todo lo español (…) el nacionalismo catalán ataca la verdadera identidad de Cataluña, y el fundamentalismo indigenista hace lo propio con la verdadera identidad de Hispanoamérica. En el relato imaginario inventado por el nacionalismo catalán, el ‘sitio de Barcelona’ de 1714 es el equivalente al ‘sitio de Tenochtitlan’ de 1521».
En conclusión, no es casualidad que España viviera a lo largo del siglo XX de espaldas a América y simultáneamente naufragase en la división y el enfrentamiento interno. Sería un planteamiento absurdo de raíz reclamarse hispanista detractor de la leyenda negra y, simultáneamente, mostrarse indiferente ante el separatismo. Pero defender la unidad de España y desentenderse de la Hispanidad también sería un posicionamiento cojo y de escaso alcance. Si bien por el contexto tan complicado en el que nos encontramos reivindicar la unidad nacional es de una urgencia inapelable, mientras que el hermanamiento y la cooperación cultural, económica, política entre países hispanos es algo que requiere un plazo más amplio, como he intentado mostrar en las líneas anteriores ambas son, en el fondo, la misma lucha.
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