Leonardo Bruni
Martín-Miguel Rubio Esteban
Occidente, la res christiana, vivió un renacimiento de la filosofía política en el gran siglo XII, debido, sobre todo, a las traducciones que los árabes hicieron de textos de la Grecia Clásica, entre los que se encontraba la Política, de Aristóteles. Su Política fue comentada por Santo Tomás de Aquino, y gracias a ello la palabra sagrada de Dêmokratía volvía a ser pronunciada. En una época de luchas entre güelfos y gibelinos la Constitución Ateniense, vista con los ojos del Estagirita, claro, le sirvieron al Doctor Angélico para mantener a raya las pretensiones despóticas de poder temporal del emperador alemán sobre la iglesia católica. Su insistencia de inspiración aristotélica en la necesidad de crear un marco legal fundamental que defina los límites de poder monárquico, junto con el reconocimiento del valor del elemento democrático como salvaguarda contra la tiranía, hace a este gran filósofo un lejano precursor de la teoría política del constitucionalismo moderno, y el principal patrono de lo que casi tres siglos después traerán otros dominicos de la Escuela de Salamanca y los Siete Primeros Derechos Humanos, que veremos en otras entregas estar ya «in nuce» en esta búsqueda de la prevalencia de los idiotas en la Democracia Ateniense. Durante el Renacimiento el único humanista que ensalza con apasionado encomio la época de la Atenas democrática fue el florentino Leonardo Bruni. Todos los demás humanistas tenían los ojos en el poderoso modelo de la República Romana, ciertamente una hermosa bandera. Esto no es sorprendente.
Es natural que los humanistas italianos, los más grandes patriotas —con conocimiento bien fundamentado— que ha tenido Italia, se identificasen orgullosos con la herencia clásica de su querida tierra natal y, en consecuencia, con la República Romana, y esto constituyó la base emotiva de su pensamiento político, que fue informado principalmente por su estudio de Cicerón y Plutarco. Ambos autores fueron el principal deleite del Renacimiento y la principal fuente de renovación de las ideas políticas. Además de Cicerón y Plutarco, la concepción humanista de la antigüedad clásica también se basó en su lectura de fuentes históricas, en particular Polibio, Tácito y Tito Livio —la pasión vitalicia de Maquiavelo—. La consecuencia natural de este contenido educativo del humanismo fue la idealización de República Romana como Estado modelo. El humanismo cívico renacentista se articuló en torno a la búsqueda de un modelo de orden político, como guía para la reestructuración del nuevo mundo surgido de la desintegración de la república medieval. La cuestión del orden, con respecto a la protección de la libertad de las ciudades italianas y de sus ciudadanos frente a las presiones de la Iglesia y el imperio, determinó el ideal del humanismo cívico. Así, la admiración por la República Romana, que asombró a los que vinieron después por la longevidad de su estabilidad, la adaptabilidad de sus instituciones y su dominio mundial, es fácilmente explicable.
Por el contrario, la democracia ateniense, que alcanzó la cima de la libertad política en su sistema de instituciones pero no aseguró su supervivencia, no pudo responder a las exigencias fundamentales del humanismo cívico. Esta posición se cristaliza en los argumentos de Maquiavelo, el más grande y controvertido de los humanistas cívicos. Su admiración desenfrenada por la antigua Roma y sus infatigables esfuerzos por persuadir a sus contemporáneos de luchar por la reforma de la vida política y la moral política de acuerdo con el modelo romano, se combinaba con una crítica a la democracia ateniense. El estado democrático ateniense brilló como un espléndido meteorito en un fugaz momento histórico pero no pudo evitar su derrota en Queronea a consecuencia de un mal intrínseco, el dominio de una pasión política no controlada. Solón no había logrado establecer en Atenas el régimen mixto que era el secreto de la grandeza de Roma. Si Roma es el paradigma de la reforma de Florencia, la Atenas democrática era, según Maquiavelo, un ejemplo a evitar, aunque de belleza sobrehumana. No sabemos si Thomas More conocía la obra de Maquiavelo, publicada tres años antes que “Utopía”, pero lo indudable es que las ideas contenidas en aquel “Príncipe” estaban en el aire cuando More empieza a escribir su utopía.
La inclinación hacia el modelo ateniense y el reconocimiento de las virtudes de sus instituciones democráticas se produjo mucho más tarde, siendo impuesta por la necesidad de cuestionar el absolutismo. La preocupación por establecer el estado de instituciones libres como réplica a la imposición del absolutismo del siglo XVII actuó como catalizador para revivir el simbolismo ideológico de la democracia ateniense. Este fue el logro del pensamiento político inglés del siglo XVII. En Francia, la condena del absolutismo en el siglo XVI adquirió parte de su vocabulario simbólico de la ideología del estado mixto romano (Polibio), pero en el siglo siguiente cayó en un marasmo y una depresión. Por el contrario, el movimiento revolucionario en la Inglaterra del siglo XVII tendió a la radicalización del pensamiento político, creando las condiciones previas para la introducción de la idea de la democracia ateniense en el discurso político de la época. Este retorno al modelo ateniense es evidente en las obras de los pensadores más radicales de la época, especialmente John Milton y James Harrington. Su postura no es, por supuesto, de aprobación sin reservas del estado democrático ateniense. Un enfoque crítico atempera su admiración y el pensamiento regresivo a menudo conduce a la ambigüedad de los argumentos. No obstante, se logró la restauración de la idea de democracia ateniense clásica entre los modelos de gobierno de los mundos posteriores. Durante la Guerra Civil Inglesa todo este proceso de rehabilitación ideológica estuvo defendido a punta de espada, pero sus resultados son decisivamente claros en el pensamiento, la palabra y las ambiciones políticas de los revolucionarios angloamericanos del siglo siguiente. Particularmente me llama la atención de que el pensamiento político nacido en Inglaterra o Irlanda a partir del Renacimiento inglés, y que restauró sin duda la organización y los derechos de la Democracia Ateniense, como prevalencia de los idiotas, está expresado en forma de novela, de novela utópica (Thomas More, James Harrington, Jonathan Swift, Aldous Huxley, George Orwell, y tantos otros). La novela utópica inglesa ha defendido más la Democracia Clásica que los puros filósofos ingleses como Locke y Hume. Sólo Shaftesbury representa la ilustración inglesa abiertamente democrática. Tradicionalmente la utopía se puede dividir en eutopía y antiutopía. La eutopía, como el mejor de los lugares, anima a salir del presente para encontrar un modelo político mucho mejor. Por el contrario, la antiutopía, nos exhorta a reformar nuestro presente, mostrándonos el anti-modelo social a que llevaría la exacerbación de nuestras cualidades negativas. Ningún historiador de la Democracia puede soslayar el estudio de la novela utópica inglesa, porque es la primera vez, tras el Renacimiento, que se defiende abiertamente, en la ficción, la organización y los derechos de aquel sistema que garantizaba la prevalencia política de los idiotas; esto es, la Democracia. Esta literatura política hizo aparecer la New Harmony, las sociedades utópicas de Michoacán, las misiones jesuitas del Paraguay en el siglo XVII, etc. La Taprobana y Amaurotis tienen mucho de la Atenas Clásica. Ahora bien, los estados ideales de las utopías, que exigen a sus individuos un elevado nivel de «virtú», una renuncia de intereses particulares en pro del bienestar común y la libertad colectiva, sólo pueden darse —según los autores— en comunidades pequeñas y de gran cohesión interna, como las ciudades-estado de la tradición clásica (vid. «The Statecraft of Machiavelli», de Traversi ). Los príncipes en la eutopía son elegidos en voto secreto. El seguidismo a la tradición clásica por parte de More en «Utopía» es tan grande que en Utopía hay esclavos.
En el continente europeo, la primera discusión sería sobre el estado democrático y la antigua Atenas como su modelo comenzó con el renacimiento del humanismo político, iniciado por Montesquieu. Gracias al soplo y la profundidad del pensamiento político de Montesquieu, en el siglo XVIII, el siglo de la Ilustración y de las grandes revoluciones, se reconectó con los antiguos modelos griegos de Estado, que habían quedado totalmente eclipsados en el continente europeo durante los dos siglos anteriores, a causa de la Contrarreforma y la instauración del absolutismo («rex absolutus legibus», que diría Bossuet). Motivado por una indignación contra este absolutismo como forma de gobierno totalmente opuesta a la legitimidad, ya que se basa en el miedo y alimenta la corrupción, Montesquieu recurrió al estudio del antiguo modelo republicano como forma alternativa de gobierno que asegurara la legitimidad política. Su reconexión con el humanismo cívico lo llevó inicialmente a estudiar Roma como el modelo alternativo más probable de legitimidad política. Sin embargo, su análisis de la grandeza y la decadencia de Roma reveló la ley inmutable que une el dominio mundial, el despotismo y la corrupción. En consecuencia, Montesquieu, por análisis comparativo, llegó a los modelos griegos antiguos de Atenas y Esparta como las únicas formas de estructura estatal que podían oponerse al despotismo, junto con sus equivalentes posteriores, los estados republicanos de Venecia y los Países Bajos. A pesar de la búsqueda de modelos de gobierno también en el mundo contemporáneo, sólo los antiguos griegos se distinguían por el rasgo de la virtud política y el espíritu público, que constituían las mayores garantías contra el despotismo. Los ciudadanos de las antiguas repúblicas griegas, sin embargo, no disfrutaban de una libertad personal grande, tal como también demostrará más tarde Benjamin Constant. Esta era la característica principal de Esparta, pero también en la democracia ateniense las exigencias de la vida colectiva sobre el individuo restringían hasta cierto punto su libertad. Por esta razón, Montesquieu finalmente se decidió por el sistema de instituciones libres tal como se había desarrollado en la Inglaterra moderna, disfrazada de monarquía, como modelo de legitimidad política. Sin embargo, la investigación del autor del Espíritu de las leyes contribuyó a que los antiguos modelos republicanos griegos volvieran al centro del pensamiento político. Así, la idea de la democracia ateniense, como prevalencia de los idiotas, volvió a situarse en primer plano del debate político en el Siglo de las Luces y se incluyó en el vocabulario político de los críticos del Antiguo Régimen.
Después de Montesquieu, los antiguos modelos republicanos griegos articularon el lenguaje simbólico de la disidencia política. El nuevo esquema de gobierno que representaban, el estado sin rey, la república, traía las buenas nuevas de un régimen de instituciones libres y de virtud política...
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