Pericles
Martín-Miguel Rubio Esteban
El asunto de los contadores/tellers de votos de Indra, el verdadero CNI del gobierno, y el apasionante escándalo por corrupción electoral en la España africana —el típico delito de ambitus que la República Romana castigaba con el destierro vitalicio— ha llenado de temor a los que aún tienen una fe indesmayable en esta «democracia». Contar los votos con exactitud frenética nunca fue característico de las primeras democracias; era suficiente con saber qué propuesta obtenía la mayoría de votos a mano alzada a la vista de todos. Los proedros en la Asamblea de Atenas contaban a ojo, y sólo si veían un resultado muy igualado dividían espacialmente a los ciudadanos; a los idiotas (particulares) partidarios de la propuesta de otro idiota en un lado, y a los idiotas (particulares) opositores de la propuesta de ese idiota en otro. Aún así se sigue haciendo en la feliz Suiza de Rousseau en algunos cantones. Efectivamente, algunos de los pequeños cantones suizos han conservado la forma genuina de la democracia, que es la directa, introducida en el siglo XIII por humanistas que conocían la tradición clásica, y que se llevaba también en los capítulos de muchas órdenes religiosas. Todos los estatutos, leyes y todas las demás decisiones importantes las toma la asamblea del pueblo, el Landsgemeinde, en la que todo ciudadano adulto tiene derecho a voz y voto. El número de asistentes es, por ejemplo, en Obwalden de 3.000 a 4.000, en Glarus de 5.000 a 8.000 y en Appenzell-Ausserrhoden más de 10.000. La votación se realiza invariablemente a mano alzada por parte del presidente, el Landammann. Primero pide a los partidarios y, unos quince segundos después, a los opositores de una propuesta, que levanten la mano. Las manos nunca se cuentan. Es simplemente imposible. La mayoría es evaluada en Glarus por el Landammann y en Obwalden por una junta de ocho Weibeln. La evaluación se basa únicamente en una estimación aproximada y todo el procedimiento finaliza en aproximadamente un minuto. En caso de duda se repite la votación a mano alzada. Todo se realiza a la vista de todos los idiotas, y, por tanto, con su tácita aquiescencia. En algunos de los Landsgemeinden más pequeños, por ejemplo, en Obwalden, el Landammann ordena una división sólo si la segunda votación a mano alzada es igualmente ineficaz e imprecisa. Todos los ciudadanos deben salir de la Landsgemeindeplatz por dos entradas donde son contados. Es un sistema mucho más barato y, desde luego, más digno de confianza que el de Indra.
Vayamos a la única fuente que describe cómo se calculaban las mayorías en la Ekklêsía ateniense. En su Athenaíôn Politeía, 44.3, Aristóteles nos dice que los votos a mano alzada son valorados por los proedros (en el siglo V lo hacían los prítanos, como ya hemos indicado en anteriores entregas). El verbo utilizado es krinein y la traducción habitual es «los proedros cuentan los votos». Pero «contar» es una mala traducción. El verbo español implica la consecución de un cálculo exacto tomado por los proedros. La traducción correcta sería «los proedros juzgan las votaciones a mano alzada», y la conclusión debería ser que los proedros estimaban de qué parte estaba la mayoría, pero no contaban los votos. Esta interpretación que hacemos a la Ath. Pol., 44.3, se confirma comparando los veredictos de los tribunales populares con los decretos de la asamblea. En los tribunales siempre se contaban los votos y ocasionalmente tenemos información sobre el número exacto de votos emitidos por los jurados. Pero, aunque los discursos políticos conservados contienen referencias a cientos de decretos aprobados por el pueblo en asamblea, no tenemos ni un solo dato sobre el número de manos levantadas, lo que apunta a la conclusión de que se desconocían las cifras exactas. Se pueden encontrar testimonios adicionales de este punto de vista en algunos decretos publicados en piedra en los períodos helenístico y romano. En algunos decretos del siglo I a.C. el resultado de la votación se registra hacia el final de la inscripción. Cuando la votación se realizaba a mano alzada se indicaba que todos votaron a favor de la propuesta y ninguno en contra. Pero cuando la votación era por boletas nos enteramos, por ejemplo, que 35 votaron a favor de la propuesta y ninguno en contra. En ambos casos el decreto fue aprobado por unanimidad, pero nunca se registran cifras exactas cuando la votación era a mano alzada, sin duda porque nunca se contaban las manos. Lo propio de la Democracia es la distinción entre mayoría y minoría, y nunca bajar al detalle matemático. La propuesta ganadora, o el general electo, tienen la misma fuerza política con independencia del número de partidarios que han levantado las manos a favor de ellos. Por otro lado, si bien la buena convivencia en la ciudad exige el voto secreto en los Tribunales populares, la decisión política debe expresarse sin vergüenza, a mano alzada, como es propio en un pueblo libre y honesto. El voto secreto en las elecciones políticas es una concesión a la deshonestidad, a la doblez y a la hipocresía, sin duda las tres grandes virtudes sobre las que se funda nuestra «democracia».
Por otra parte, cualquier particular o idiôtês que no estuviese de acuerdo con los resultados y valoración de los prítanos (siglo V a. C.) o proedros (siglo IV a. C.) podía solicitar bajo juramento de buena fe que se volvieran a repetir las votaciones. Eso ocurrió, por ejemplo, leyendo las Helénicas 1.7.34, de Jenofonte (véase también el Plutos, de Aristófanes, versos 724 y 725), cuando la Asamblea estaba juzgando por criminal cobardía a los generales que habían vencido en la Batalla de la Arginusas a la flota espartana de Calicrátidas. Es el caso que tras una desesperada victoria se levantó una gran galerna, y a los supervinientes de algunas trirremes destruidas que nadaban en el mar, o que flotaban sobre los pecios de las mismas, no se les recogió por miedo a que la tormenta hiciese naufragar a todas las demás trirremes, y se les dejó ahogar, aunque algunos remeros oyeron consternados sus gritos de desesperación. Como castigo contra estos generales existían dos propuestas. La propuesta de Calixeno suponía una sentencia de muerte colectiva a todos los generales y la contrapropuesta de Euriptólemo de juicios individuales ante el tribunal popular. Ésta última propuesta salvaría la vida del hijo de Pericles, que se llamaba igual que su gran padre y que había intentado sin éxito persuadir a sus compañeros para recoger los náufragos. En la primera votación a mano alzada la propuesta de Euriptólemo obtuvo la mayoría, pero un tal Menecles interpuso una objeción jurada contra esta valoración de los resultados, y cuando se repitió la votación a mano alzada, la mayoría favoreció la despiadada propuesta de Calixeno. La interpretación más probable de aquella objeción jurada es que los enemigos de los generales, debido al intento anterior de los prítanos de detener el juicio, desconfiaron de su evaluación de la mayoría y, de acuerdo a los derechos constitucionales, exigieron una segunda cheirotonía, en la que la mayoría cambió (o fue evaluada de manera diferente). El hijo de Pericles sería ejecutado, lo mismo que otros cinco de sus compañeros generales...
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