Francisco Nieva
MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
Todo amor auténtico, sentido hasta estar desbocado, digno de ser tema literario, por ser sumamente conmovedor, se funda en una pasión teratológica, en la que el instinto de la especie cede ante una pasión ingobernable del espíritu. El amor que verdaderamente nos gusta es aquel que rompe el orden y normas del amor en sociedad, y es en esa quiebra o ruptura de lo “decente”, esto es, de lo socialmente conveniente, donde está el placer de su lectura o de su locura, en el caso de que sea “real”. Pigmalión se enamora de la estatua que él mismo ha labrado, Galatea, y la ama morbosamente; Laodamía se enamora de la imagen de bronce que representaba el cuerpo y rostro de su marido Protesilao, el primer griego muerto en la guerra de Troya, y lo ama todas las noches; Pasifae amaba al toro blanco enviado por Neptuno, Fedra amaba al hijo de su marido, Esmirna amaba a su padre Cíniras, Edipo a su madre Yocasta, la joven Nausícaa se enamora del viejo Ulises, el Cíclope Polifemo se enamora de Galatea. Podíamos poner decenas de ejemplos más de la mitología clásica, en los que se constata que la propia desviación de la norma en el amor funda su interés literario, y quizás milenarios deseos del inconsciente, como remanentes arcaicos de la noche de los tiempos, que toman cuerpo en el mito.
Toda la literatura occidental y oriental está llena de historias de amor imposibles, monstruosas, pero que nos hacen vibrar y hasta llorar, porque presentimos que el ingobernable amor es más fuerte que nuestra razón, y que sus derechos sólo pueden conculcarse si matamos nuestro corazón. El amor no conoce edades, ni estados, ni especies, ni catalogaciones de seres emparejados por la razón social o el interés político de que la gente produzca pequeños ciudadanos y súbditos. Es efectivamente un dios. El amor no se identifica jamás con formas o estructuras concretas, acuñadas por las civilizaciones, sino que como el proteico barro del origen de la Creación expresa su divinidad en infinitas formas, a menudo nuevas. Es por ello que si las Sras. Ministras Montero y Belarra han acertado muy bien en desvincular las estructuras amorosas de determinadas formas sociales tradicionales, han desbarrado, sin embargo, por completo, al intentar enjaularlo o registrarlo, como puntillosas entomólogas, en un catálogo tan interminable como el Libro Gordo de Petete. El frenesí taxonómico que padecen ambas se corresponde con el furor –no uterino– del viejo estalinismo tabulador del que aún no se ha sabido desprender la burocrática izquierda escolástica, que es para mí la más entrañable.
Francisco Nieva es el autor español que más ha usado –con sublime maestría teatral– este tema universal de amores monstruosos en sus obras, y donde la tristeza ante lo imposible del objeto amado nos llena de la más humana melancolía y de una impotencia sólo parangonable al deseo de no querer morir. Piezas como El dragón líquido, Pasión y gloria de un monumento, El Fantasma del Novedades, La Magosta, Te quiero, zorra, Corazón de arpía, Carlota Basilfinder o El espectro insaciable, tratan de amores imposibles, pasiones infernales y celestiales, todas monstruosas, donde el horror de seres teratológicos se casa con la delicia divina del amor, pero en todo caso “amores moralmente legítimos”, si sólo hiciéramos caso a las leyes telúricas, incontestables e inmarcesibles, del amor. El triunfo del amor nunca es una derrota humana, y su derrota por imposible y monstruoso siempre nos causa dolor y culpa.
Analicemos, por ejemplo, la preciosa obrita Corazón de arpía. El drama se desarrolla, nos dice el autor, en la época del gran Apuleyo. Esto es, en el siglo II, durante la dinastía antonina, y está cargada de apuleyismo. Esta época está plagada de religiones que prometen la salvación a las gentes, como son las de Isis, Cibeles o el propio cristianismo. Dos amigos, Luciano y Creonte, se encuentran después de largos años sin saber nada uno del otro. Luciano, hombre aparentemente de orden, está escandalizado porque Creonte ha dejado a su insoportable familia, y se ha lanzado a pedir limosna por el mundo como sacerdote de la diosa Siria, celebrando los desenfrenados actos religiosos de la diosa, y viviendo como un místico libertino que desprecia todas las convenciones sociales. Aunque Luciano parece reprochar la vida de su amigo desde una moral rígida, muy romana, está, sin embargo, abatido y terriblemente atormentado por unas relaciones amorosas que tiene con un ser extraordinario. El caso es que compró una arpía de verdad, que tiene enjaulada, y con la que no parece cansarse de hacer el amor con esta mujer-pájaro, que también está precisada de un amor constante. Una arpía es un ser fabuloso con cuerpo de mujer, pero con alas y cuerpo de pájaro del vientre para abajo. Lucilio no puede vivir sin el “afrodisíaco” de Dirce, que así se llama esta Arpía, pero su amor no puede presentarlo a nadie por bochorno culpable, ni a sus vecinos, ni a sus amigos, y mucho menos a su madre y a sus hermanas. Así le dice el mundano Creonte a la propia Dirce:
Entiendo que este pobre Luciano se atormente pensando que le resulta al final muy caro el amor que tiene contigo. Pero los humanos tenemos esas debilidades. Nos gustan los monstruos bellos. ¿No es eso Luciano? Tú no querrás llevársela a tu madre, ni que tenga relaciones con tus hermanas, pero no puedes desprenderte de su amor. Lo comprendo. Yo lo comprendo todo. Amar a ese quimérico ser tan bonito tiene que ser alucinante. ¡Qué tunante!
Esta arpía, que es poetisa, además de ser hermosa, vive infeliz porque a pesar del frecuente placer erótico que proporciona a Luciano no puede arrancar, sin embargo, del corazón del amante la vergüenza social y la gazmoñería. Al final, el amor de Luciano es vencido por las conveniencias sociales, como ocurre casi siempre, y traspasa la arpía al viejo Creonte, que aunque por su edad no le interesa para nada el posible uso sexual de la diosa arpía, sí le interesa sus posibilidades comerciales, acabando Creonte por ser el rufián de la arpía, cortesana de altos vuelos. Una vez más, y de forma indirecta, la vergüenza social del amante cobarde prostituye al ser humano, al objeto precisamente del amor. Obra grandiosa en la que Nieva nos levanta un poco la alfombra bajo la que se esconde el dios amor, desconocido y terrible, vergonzante siempre para los timoratos y lacayos del orden moral.