Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Nadie ha hecho un análisis tan profundo –técnico, cultural y político– de las vanguardias del siglo XX como Trevijano en su monumental obra Ateísmo estético, arte del siglo XX. Tremendas y contundentes son las calificaciones que elige para definir el dadaísmo. Apología de la deserción. Apogeo de la idiotez de la conciencia. Destrucción de la falsedad de los ideales, sin proponer alguno verdadero. Desde Berlín a Tokio, pasando por Moscú y Nueva York, la gran ola de la marea dadaísta sumergió al mundo civilizado bajo los excrementos de la desilusión nihilista. La más idiota de las guerras, la del 14, había sido combatida por las arengas de Lenin, exiliado en Zürich, a los obreros de ambos bandos, para que no se disparasen entre ellos, como también lo intentaba el antimilitarismo del cuadro pintado por un simbolista estadounidense, Hartley, “Retrato de un oficial alemán”, donde el abigarramiento de banderas, borlas, medallas, cruces y charreteras de todos los colores, no deja ver un solo trazo de la persona encubierta. No es un azar que la revuelta dadaísta naciera en el “Café Voltaire”, de Zürich, fundada en 1916 por un grupo de refugiados literarios y plásticos (Ball, Huelsenbeck, Tzara, Arp y Janco), ni que sus creaciones artísticas expresaran el sinsentido del militarismo de fachada, denunciado en el 14 por el mencionado pintor americano Hartley. La erosión del patriotismo que acarreó el dadaísmo, con la deserción de los soldados rusos, facilitó el triunfo de la revolución bolchevique. La rara palabra “dadá” fue elegida por el poeta Hugo Ball, cuando buscaba un nombre artístico para una cantante de Zürich, en un diccionario alemán. Esa palabra significa “caballo de juguete”, “arre” y “hotentote”. Destruir, destruir y destruir, sin propósito alguno de construir constituye el dadaísmo.
El músico favorito de Antonio García-Trevijano era Bethoven. Decía de él que tan emotivo como la propia Revolución Francesa, tan original como la crítica kantiana del juicio estético, tan clásico como “Fausto”, el arte de Beethoven no pertenecía a su época, ni lo agotaba la generación del romanticismo. Expresivo de sentimientos básicos de toda la humanidad, la civilización técnica no lo ha podido erosionar. Donde haya decepción y esperanza, donde todo esté por comenzar, allí estará la música de Beethoven para expresarlo. Su resplandor nunca será cenital como el de Mozart, ni crepuscular como el de Wágner. Nacida en la primera aurora histórica de los sentimientos universales, su música es europea porque es universal.
El amor a la civilización rusa de Antonio García-Trevijano nacía de su profundo conocimiento de la literatura rusa, especialmente de la novela de los siglos XIX y XX, quizás la “institución” literaria más importante de la Europa contemporánea. Adoraba las novelas de Dostoyévsky, por la sublime sabiduría en la creación de personajes, en cuyas almas hacía espeleología con mejor método que el psicoanálisis freudiano. No se puede entender el alma rusa, profundamente cristiana y bizantina, sin haber leído a Dostoyévsky. Y tampoco se puede entender formalmente la literatura rusa sin la novela griega, romana y bizantina. Cuando Lérmontof escribe su novela Un hombre de nuestro tiempo –sin duda la mejor novela del romanticismo europeo–, ésta arranca con el inicio del primer cuento del Asinus Aureus, de Apuleyo, aquel de Aristomenes y Sócrates. Y las aventuras que Lérmontov sitúa en Fanagoria, antigua colonia griega que comerciaba el vino que venía de Kajetia, cuna en la que nació el vino hace 8.000 años, las constituyen argumentos que ya están presentes en Charitón de Afrodisia, Jenofón de Éfeso, Longo, Flegón de Trales y Aquiles Tacio. Eugenio Onieguin, de Pushkin, padre de la gran literatura rusa, leía a Juvenal, Virgilio, Ovidio, y Horacio en latín, y traducidos, a Teócrito y Homero. Compara a la gran bailarina Istómina con la musa o aónida Terpsícore. Anacreonte y Menipo de Gádara están muy presentes en la primera obra maestra de la literatura rusa, esta preciosa novela versificada de Pushkin. Almas Muertas, de Gógol, todo un aguafuerte de la Rusia que aún no había liberado a los siervos, posee una causticidad que la Roma antigua sólo vio en El Satiricón, de Petronio, y en los epodos de Horacio. La pereza o acedía representada por el Oblómov, de Goncharov, tiene ya precedentes en la comedia aristofánica, y en la novelería del gran Luciano de Samosata, y no representa para nada el carácter nacional ruso, toda vez que los caracteres nacionales nacieron de las retóricas clásicas, medievales, renacentistas y de la Ilustración, para ayudar a los autores de teatro a construir personajes de distintos países “de acuerdo a un canon literario”. Todas las nacionalidades son figuras retóricas. Por otro lado, esta obra de Gonchárov tiene mucho de las burlescas sátiras de Horacio y de Juvenal. Del mismo modo que ambos poetas romanos encuentran en las calles amigos con distintas locuras, con los que el sujeto metadiegético entabla conversación, los amigos de Oblómov que lo visitan (Vólkov, Sudbínski, Piénkin, el amago incompleto de Alexiéiev, el gorrón y desaprensivo de Tarántiev, el buen amigo de Shtolz, etc.), todos con el intento de sacarle de su modorra morbosa, están tocados también de distintas locuras aún más perjudiciales y peligrosas para el sentido común que la de su propio amigo indolente, tal como nos lo revelan sus hilarantes conversaciones con el protagonista, mostrándose así todos los tipos de fauna característicos de la civilización europea, que Gonchárov analiza con mano despiadada desde su espíritu ruso. Después de Dostoyévski es Gonchárov el escritor ruso que mejor representa el humanismo de corazón propio de la Europa oriental, a diferencia del humanismo occidental, mucho más de razón y de cabeza. Pero la cabeza se fecunda con el amor.
El hecho de que Rusia y España hayan sido tierras de frontera de la civilización cristiana, e imprescindibles defensas de la Europa cristiana, que hubiera sucumbido ante el Islam sin la entrega total de estos dos pueblos a la salvación de la Cruz, ha hecho que los grandes protagonistas de ambas literaturas sean también gente de frontera, gente de márgenes, gente no integrada en ningún sistema, lo que ha supuesto que sean las únicas literaturas que por las rendijas del alma de sus personajes “outsiders” salga la verdadera humanidad del hombre universal, su definición nunca integrada en ningún sistema. El Cid, Don Quijote, la Celestina, Don Juan Tenorio, Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, Ilya Muromets, Svyatogor, Eugenio Onieguin, Raskólnikov, Yemelián Pugachov, Chíchikov, Alexándrovich Pechorin, Tsiganok, Iliá Ilich Oblómov, pueden ser buena muestra de ello. El escritor ruso favorito de Antonio era Leónidas Andréyev. Le fascinaba que fuera un bandido el protagonista de su mejor novela. En realidad, los bandidos, como “outsiders”, son muy bien tratados por los grandes escritores rusos, sin duda porque como nuestros pícaros del Siglo de Oro pueden ver en perspectiva la sociedad en cuyos márgenes viven. La literatura rusa y la literatura española son las dos grandes literaturas picarescas.
Blog de la vida privada ("Humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito." Peter Sloterdijk)