MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
Nunca conocimos personalmente a la fiscal que aquel año de 1996 se expedientó, doña María Dolores Márquez de Prado, pero daba la casualidad que esta jurista participaba en la autoría del “Diccionario de Jurisprudencia Penal”, Editorial Colex, de consuno con el señor Don Javier Gómez de Liaño, el valiente y perseverante juez instructor que había tenido redaños suficientes para investigar el asunto del asesinato y tortura de los etarras Lasa y Zabala. ¿Sería sólo por casualidad que recibía entonces martillazos administrativos inclementes del Poder Ejecutivo quien había tenido relación intelectual con un juez que investigaba los horrores de los GAL?
Mas es ley ya desde la Antigüedad que donde no hay Democracia el Poder Judicial asuma tan sólo una selección social de la represión del delito. Leña con los pobres, los gitanos y los marginados, pero que Griñán, por el amor de Dios, no pise la cárcel. La Justicia se transforma en un bien graduable en función de las jerarquías sociales o de las animosidades y desafectos. Básicamente nuestra Justicia apunta especialmente con su espada a los sometidos y enemigos del poder (esto es, el pueblo, lo que por definición es “arkhómenon” o gobernado, que diría Aristóteles) y nunca a los gobernantes (“arkhóntes”) o sometedores y flabelíferos del poder. Sólo se es asesino bajo la condición de llevar las ropas del ciudadano ordinario. Pero los purpúreos ropajes del poder inmunizan contra la Justicia al asesino y al ladrón que los llevan. Si queremos hablar con propiedad de “Democracia española” deberíamos seguir las peregrinas tesis comparativistas del gran Luis Sánchez Agesta, afirmando que eso que se llama “democracia española” es una versión nacional más, casi comarcal, de ese universal abstruso llamado Democracia.
No puede haber crimen que no se componga de la malicia y la mentira, y ambas son opuestas a la magnanimidad del gobierno de un pueblo libre. El actual régimen tiene sus días contados –la justicia y el honor así lo demandan– si no se aplica el peso de la ley a absolutamente a todos los políticos criminales, del más pequeño al más grande. Pues como nos enseña San Isidoro de Sevilla en sus Soliloquios: “No consientas en la potestad de nadie para el mal, aunque te fuercen con castigo, aunque te amenacen con suplicios, aunque te acontezcan tormentos. Mejor es padecer la muerte que cumplir los mandamientos perniciosos. El que obedece en el mal es semejante al que lo manda. Al que hace y al que obedece los castiga la misma pena.” ¡Honor y gloria a los que fueron paladines de la siempre írrita y bendita Justicia de la Audiencia Nacional! Bien que es la virtud, y no el honor, el pedestal de toda Democracia.
Ya el 2 de noviembre de 1995 –los horrores vienen de muy lejos– en un programa de televisión titulado “El debate de hoy”, que presentaba y dirigía Pedro Altares, asistimos atónitos y empavorecidos a la ejecución del Poder Judicial del Estado español, perpetrada con el mayor cinismo y arrogancia por los representantes del PSOE y el PNV, y con el aliento sectario de un reputado catedrático de Derecho Constitucional, Tomás y Valiente, al que la ETA, cuyos sucesores hacen ahora tan buenas migas con Sánchez, asesinaría de modo torvo y cobarde. El vicepresidente entonces del Consejo General del Poder Judicial, José Luis Manzanares, que se resistía gallardamente a morir institucionalmente por la partidocracia naciente allí presente, no tuvo ni siquiera la posibilidad de decir las últimas palabras que la tradición otorga a los condenados a muerte. Y el director del programa fue inclemente con el reo. Y es que el programa acabó con una conclusión que venía a ser igual al tiro de gracia que el verdugo piadosamente dispara a las sienes del condenado ya fusilado: esto es, a las sienes moribundas del Poder Judicial y al enterramiento definitivo de Montesquieu y la división de poderes fundamentadora de cualquier Democracia. Pues bien, dicha conclusión rezaba así: los aparatos de los partidos políticos con representación parlamentaria son los controladores genuinos del Poder Judicial y de los jueces que se atreven impertinentes a poner los colores a la deslumbrante y cegadora majestad del Poder Ejecutivo, único Juez Supremo, Triangular Ojo Jehovático, al que ni siquiera debían osar mirar.
Antonio siempre consideró impropia de la democracia la tolerancia, la cual la entendía como Hume, una virtud de una monarquía civilizada, pero nunca de una democracia en la que todos se tienen como iguales ante la ley y los derechos. Donde hay tolerancia se supone que hay un tolerante –el poder que permite– y un tolerado –el no poder permitido–. Pero ello es una contradicción etimológica –tolerancia deriva de una raíz indoeuropea, que hace las veces de tema de perfectum del verbo “fero”, en latín, que significaría algo así como “soportar”–, puesto que nadie tiene la obligación moral en una democracia de soportar por propia voluntad, sino de respetar por obligación cívica. Donde hay tolerancia no hay democracia; lo propio de la democracia es el respeto y la consideración, que diría Montesquieu.
El periodismo español no está herido de muerte porque informe menos y opine más, o porque a menudo sea un suculento festín de sexo y violencia (José Manuel de Pablos Coello), sino porque frecuentemente asciende de su posición especular –que lo define y lo funda–, hasta situarse en una misión narcisista y masturbatoria. Antonio, al no defender los intereses económicos –que también son políticos– de al menos un nabab de la partidocracia, fue expulsado primero por el oportunista Pedro J. Ramírez de El Mundo, y luego de La Razón por el equipo del indefinible poseedor de pistola Mauricio Casals. Algún día se darán cuenta Pedro J. Ramírez y Maurcicio Casals de que la lealtad a la verdad es siempre más segura –y más noble, claro– que la lealtad a los intereses, siempre sujetos a la ventura.
Para Trevijano es absolutamente falso afirmar que las Constituciones son el producto de un consenso social. Para nada. La Constitución de los EEUU nace de la disensión contra el Imperio Británico, que no permitía a los colonos americanos tener los derechos políticos de los ciudadanos británicos. La Constitución de la Iª República Francesa nace de la disensión que se estableció entre la burguesía y la nobleza, al exigir aquella los mismos derechos políticos que ésta. A Trevijano no sólo le daba repelús el uso del término “consensus” en los ámbitos democráticos, sino que miraba siempre con recelo a los que blandían el estandarte de la “igualdad”. Para Antonio lo esencial es que somos diferentes, y la custodia de la diferencia del otro, garantizada por la libertad política colectiva, es la mejor garantía de que mi propia diferencia sea respetada. En esto coincidía plenamente con el filósofo Javier Muguerza.